Episodio siete

El último de Tasmania

Un ensayo. Sagaponack, 1992

¿Por qué duró tanto? Observo los mapas y, francamente, no entiendo cómo pudo durar tanto. Me refiero al no-descubrimiento de América por los europeos. ¡Duró hasta 1492! ¡Hasta antes de ayer, como si dijéramos! Y yo os pregunto: ¿Quién podría no haber encontrado medio planeta tan pequeño y navegable como éste?

Desde entonces, ha habido audaces que han cruzado el Atlántico en botes de remo y veleros del tamaño de un sofá, siendo premiados con todo tipo de bostezos y breves menciones en el Libro Guinness de los Records. Pienso en lo europeos de antes de 1492 y me viene a la mente el comandante de mi regimiento durante la II Guerra Mundial, en el cual serví como soldado raso. Solíamos decir de él que sería incapaz de encontrar su propio trasero con ambas manos.

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Hace cosa de veinte años, escribí un texto para The New York Times en el que hablaba de lo inhóspitos que eran las lunas, los asteroides y los demás planetas del sistema solar; tanto, que lo mejor sería dejar de tratar a este planeta como si, en el caso de que acabáramos cargándonoslo, hubiese muchos otros disponibles. Me llegaron montones de cartas de los lectores, y la mayoría de ellos decían que yo era de esa clase de gente que le habría dicho a Cristóbal Colón que se quedara en casa. Creían sinceramente que si no llega a ser por Colón, nosotros, los europeos, seguiríamos desconociendo la existencia del hemisferio occidental, por lo que ahora la General Motors no estaría despidiendo a setenta mil trabajadores, Los Angeles no se estaría quedando sin agua, no nos habríamos cargado a una profesora de instituto tratando de ponerla en órbita, y así sucesivamente.

El excelente artista gráfico Saul Steinberg, nacido en Rumanía y actual residente en la ciudad de Nueva York, por cortesía de Cristóbal Colón y Adolf Hitler, me dijo en cierta ocasión que era incapaz de relacionar la historia política con la memoria —la época de César, la de Napoleón y tal— hasta saber qué artistas había en esos tiempos. La historia del arte era lo que a él le interesaba. Y la convirtió en una base sobre la que situar cualquier otra cosa que pudiera pasar.

Mi hermano mayor, el doctor en física y química Bernard Vonnegut, que estudia la electrificación de las tormentas, aporta a su visión de la historia una base científica —la ley de la gravedad de Newton o la fórmula E=mc2 de Einstein, etc.— sobre la que sitúa reyes, generales, políticos, exploradores y toda la pesca. Yo, por mi parte, como escritor, aporto una base de obras literarias. Pero casi todos los ciudadanos de los Estados Unidos, que carecen de entusiasmos tan especializados, han recibido de sus maestros una base de datos a memorizar, entre los que destacan el año 1066, cuando los normandos invadieron Inglaterra, dado que todos recibimos la historia y las actitudes británicas junto con el idioma; el año 1492, sin el cual no existiríamos; 1776, cuando nos convertimos en el faro de la libertad para el resto del mundo, pese a la esclavitud y demás; y 1941, el 7 de diciembre para ser exactos, cuando los japoneses, sin avisar, hundieron gran parte de nuestra flota en Pearl Harbor, Hawai, en lo que Franklin Delano Roosevelt definió como «una fecha que pasará a la historia de la infamia».

Pero construir una base para la historia a partir de fechas memorizadas tiene el efecto secundario de enseñar que el destino humano está regido por unos acontecimientos repentinos y explosivos, estrictamente localizados en el espacio y en el tiempo. Lo cierto es que somos los juguetes de unos sistemas tan complicados y turbulentos como los sistemas climáticos tan ponderados por mi hermano Bernard. Así pues, la manera más razonable de juzgar a Colón —y su armada de juguete— es considerarle parte de un sistema exploratorio europeo, una especie de tormenta tropical llamada a azotar las islas del Hemisferio Occidental —la otra mitad de este pequeño planeta, a fin de cuentas— en 1492: hace treinta años, como quien dice.

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Nos gusta aparentar que muchos descubrimientos de importancia tuvieron lugar cierto día, de manera inesperada y a cargo de una persona concreta más que de un sistema en busca de dicho conocimiento porque, creo yo, confiamos en que la vida sea como una lotería en la que cualquiera puede acabar enarbolando el boleto ganador. Pablo de Tarso, a fin de cuentas, se convirtió en líder teológico de la Cristiandad en un periquete, mientras iba de camino a Damasco, ¿no? Newton, tras ser golpeado en la cabeza por una manzana, fue capaz de enunciar la ley de la gravedad, ¿no es cierto? Darwin, mientras observaba tranquilamente a los pinzones de las islas Galápagos durante un viaje alrededor del mundo, dio de repente con la teoría de la evolución, ¿verdad? ¿Quién sabe? Mañana por la mañana, algún genuino don nadie como usted o como yo puede acabar cayéndose por una alcantarilla y volver a la superficie con una contusión y una cura para el cáncer.

Tal vez, como nos gustan tanto los descubrimientos instantáneos, me vea obligado a ponerme didáctico y decir que San Pablo y Newton y Darwin, al igual que Colón, llevaban mucho tiempo dándole vueltas al enigma que acabaron resolviendo, o hicieron como que resolvían, y que tuvieron muchos acompañantes con la misma inspiración mientras trataban de desentrañarlo.

No hace mucho, le dije a un amigo judío, Sidney Offit, un novelista que a veces ejerce de comentarista político en televisión, que había oído en alguna parte que Cristóbal Colón podría haber sido judío.

—Oh, Dios mío —exclamó—. Espero que no.

—Lo he dicho para halagarte —le comenté con sinceridad—. ¿Por qué dices que esperas que no?

—Porque ya tenemos suficientes problemas —repuso.

Sidney estaba reconociendo dos temas peliagudos a un tiempo: la costumbre de los gentiles de convertir a los judíos en chivos expiatorios, evidentemente; y la creciente corriente de opinión según la cual la conducta de Colón —y de muchos europeos venidos después— hacia los Nativos Americanos, la gente que ya había descubierto América, era repugnante, por no decir algo peor. Un amigo común, el historiador y ardiente conservacionista Kirkpatrick Sale, acababa de publicar un libro bastante bien recibido, La conquista del paraíso, que demostraba, a través de documentos de la época, que Colón, lejos de ser un héroe, era un hombre de una codicia y una crueldad rayanas en la demencia.

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Nuestro amigo Kirkpatrick concluye en su libro que los europeos llegaron a las costas de «lo que ellos consideraban un lugar paradisíaco… pero lo único que encontraron fue medio mundo de tesoros naturales que sustraer y gente simple a la que se podía sojuzgar, cosas que acabaron haciendo, pero nunca reconocieron y nunca aprendieron el auténtico poder regenerativo que allí había, y esa oportunidad se perdió. Fue la suya, ciertamente, una conquista del Paraíso, pero como resulta inevitable en toda guerra contra el mundo de la naturaleza, los que ganan, pierden… Se pierden de nuevo y puede que esta vez para siempre».

¡Zas! De repente, Kirkpatrick nos transporta al momento actual, ¡en el que seguimos destrozando este lugar como vándalos! La cantidad de basura que yo genero cada semana es, sin duda alguna, un buen ejemplo. La recogen cada día en este pueblo con nombre indio situado en la punta de Long Island. No sé a dónde se la llevan. Se limita a desaparecer como cualquiera de esas cosas que parecían tan importantes hace unos días por televisión. Sólo se me permiten tres cubos de basura a la semana. Lo que sobre, me toca a mí deshacerme de ello, y ya tengo tres cubos llenos de basura. ¿Qué hacer? El The New York Times del domingo, que recogeré mañana por la mañana, ya ocupa el espacio suficiente como para llenar un cuarto cubo de basura.

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Los europeos suelen mostrarse incómodos cuando me defino como alemán. El año pasado acepté un premio en Sicilia y dije que lo recibían con todo su agradecimiento un americano y un alemán. Después, varias personas dijeron que no sabían que yo había nacido en Alemania, lo que, en realidad, no era mi caso. Si hubiese nacido en Alemania en vez de en Indianápolis, Indiana, en 1922, seguro que habría acabado convertido en un cadáver del Frente Ruso. Mis padres y mis abuelos también habían nacido en Indianápolis, la primera comunidad de los Estados Unidos, por cierto, en la que un hombre blanco fue colgado por el asesinato de un indio. Los inmigrantes eran mis bisabuelos, todos ellos alemanes, alfabetizados y de clase media, dedicados al campo y a los negocios. Llegaron demasiado tarde para presenciar el ahorcamiento. Y aún mejor: llegaron demasiado tarde para tener nada que ver con la esclavitud de los negros africanos o el exterminio de los indios, un logro espantoso de los anglosajones, los españoles y los portugueses, con la ayuda de algún que otro holandés y francés por aquí y por allá; además de, evidentemente, mercenarios como Colón.

Lo peor del trabajo sucio ya había sido llevado a cabo, así que mis antepasados pudieron sentirse tan inocentes como Adán y Eva mientras construían sus casas y fundaban sus escuelas y bibliotecas y orquestas sinfónicas y demás en una tierra fértil en la que nadie había vivido antes, o eso parecía. Y fueron fructíferos y se multiplicaron, pero siguieron considerándose, al igual que yo, alemanes.

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«Detrás de toda gran fortuna hay un gran crimen», dijo Balzac en referencia a esos aristócratas europeos convencidos de que entre sus antepasados nunca hubo un sociópata. Es imposible no pensar en el conde Drácula. Y las monedas de todas las naciones del hemisferio occidental deberían estar estampadas con las palabras de Balzac, para recordar incluso a los recién llegados desde la otra mitad del planeta, puede que de Vietnam, que son herederos de maníacos como Colón, de gente que les rajaba la nariz a los indios, les arrancaba los ojos, les cortaba las orejas, los quemaba vivos y otras lindezas.

Y aunque yo y mis hijos y mis nietos podamos asegurar, mientras las secuelas de viejas atrocidades continúan atormentando a indios y negros, que nuestra familia nunca mató a un indio ni esclavizó a un negro, apenas podemos opinar que los alemanes sean más buenos, más amables y más cabales que los demás europeos. ¿Cómo podríamos atrevernos? ¿Alguien recuerda por casualidad la Segunda Guerra Mundial? Para quienes nunca hayan oído hablar de ella ni de su siniestro preámbulo, hay películas que pueden ver. Palabra de honor: eso ocurrió de verdad. Todo ello.

Sí, y Heinrich Himmler, un alemán que tenía una granja de pollos y al que Adolf Hitler puso a matar judíos y eslavos y homosexuales y Testigos de Jehová y gitanos y mucha otra gente en cantidades industriales, pronunció en cierta ocasión un emotivo discurso ante sus subordinados, que eran quienes torturaban y mataban a diario, en el que les alabó por sacrificar sus impulsos humanos en aras de un bien mayor.

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Otro alemán llamado Heinrich —aunque apellidado Böll y que es un gran escritor— y yo nos hicimos amigos pese a haber sido cabos en ejércitos enemigos. Una vez le pregunté cuál era para él el defecto principal del carácter alemán y me contestó, «la obediencia». Cuando pienso en las siniestras órdenes obedecidas por los secuaces de Colón, o en esos sacerdotes aztecas que supervisaban los sacrificios humanos, o en esos burócratas chinos seniles dispuestos a silenciar a los que protestaban pacíficamente y sin armas en la Plaza de Tian’anmen hace apenas tres años, cuando escribo esto, debo preguntarme si la obediencia no será el defecto básico de la humanidad.

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Ya es lunes. Que no se me olvide: en esta parte del Nuevo Mundo, el martes es el Día de la Basura.

Cuando estaba en Sicilia, aceptando un premio por mi libro Galápagos, en el que yo sostenía que los seres humanos eran unos animales tan terribles porque tenían el cerebro demasiado grande, todo el mundo se puso a hablar de repente de una historia que acababa de aparecer en la prensa y en la televisión. Resulta que soldados americanos con excavadoras habían enterrado vivos a miles de soldados iraquíes en los túneles donde se refugiaban de nuestras bombas, cohetes y misiles. Respondí sin dudarlo que los soldados americanos serían incapaces de llevar a cabo algo tan mezquino.

Me equivocaba de nuevo.

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Las palabras clave del párrafo anterior son «televisión» y «excavadoras». Se trata de artefactos creados por el hombre, como los cohetes, la artillería y los aviones militares, y al igual que los aparatos individuales más onerosos jamás fabricados por el Homo Sapiens, los submarinos nucleares, aportan más consuelo a los subordinados pusilánimes, en el caso de que se les ordene cometer atrocidades, que cualquier inspirado discurso de Colón o Heinrich Himmler. Yo nunca habría considerado que una excavadora pudiera ser uno de esos instrumentos, de no ser porque fui entrenado durante la Segunda Guerra Mundial para conducir los tractores más grandes que había en el ejército, aunque no eran para excavar, que es para lo que han acabado sirviendo, si no para arrastrar cañones de 240 mm. por terreno rugoso. Si me hubiesen puesto una pala ahí delante, habría podido excavar cualquier cosa, sin enterarme mucho de lo que pasaba delante o debajo, mientras avanzaba convenientemente encaramado a una bestia ominosa, chirriante, rugiente, tintineante y de una insensibilidad cósmica.

En cuanto a la televisión: pensaba decir que era un líder fundamental de nuestra época, pero ahora, en la jornada previa al Día de la Basura, me veo obligado a declararla el único líder de nuestro tiempo, por lo menos en los Estados Unidos de América. Así pues, sugiero añadir 1839 a la lista de fechas a memorizar por nuestros críos junto a las de 1066, 1492, 1776 y 1941, aunque tampoco es que tengan éstas muy presentes, gracias precisamente a la televisión. Fue en 1839 cuando el físico francés Alexandre-Edmond Becquerel, según asegura la Encyclopaedia Britannica, «observó que cuando dos electrodos están inmersos en el electrolito adecuado y son iluminados por un rayo de luz, se genera una fuerza electromotriz entre dichos electrodos». Si la luz podía convertirse en electricidad, y ésta en ondas radiofónicas, y éstas de nuevo en electricidad, y si la electricidad pudiera convertirse nuevamente en luz… ¡Pues ya está! ¡La tele!

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Mi hijo adoptivo, Steve Adams, se tiró un tiempo en Los Ángeles escribiendo para programas de humor en televisión. Ganó mucho dinero, pero lo tuvo que dejar. Ya no podía soportar más que cada chiste que escribía tuviese que estar relacionado con algo de lo que se hubiese hablado mucho en la tele a lo largo de las últimas dos semanas. De no ser así, la audiencia no sabría de qué se tenía que reír. Se suponía que la televisión iba a ser una gran maestra, pero sus programas están tan bien hechos que se ha convertido en la única maestra; y en la peor posible, ya que es incapaz de conseguir que sus alumnos aprendan a base de hacer algo. Para empeorar aún más las cosas, la tele insiste en que todo lo que ha enseñado en el pasado ya es irrelevante, pues ha encontrado cosas mucho más interesantes de mirar.

Así pues, la televisión norteamericana es muy parecida a una excavadora, en el sentido de que lo convierte todo en algo limpio, pulcro, plano y carente de vida y de personalidad. De todos modos, la mejor analogía de la tele en el continuo espacio-temporal sería un agujero negro en el que los mayores crímenes y estupideces, por no hablar de continentes enteros, podrían hundirse hasta desparecer de nuestras conciencias.

Hace muchos años, en la Universidad de Chicago, estudié para antropólogo, pero no pude encontrar trabajo como tal porque no tenía un doctorado. Desde entonces, he hecho indagaciones sobre el destino de mis compañeros de clase que sí se doctoraron aunque ya no quedaran muchos seres primitivos por ahí. Me dijeron que se habían convertido en «antropólogos urbanos». Las afueras de la nación más rica de la tierra son ahora sus desiertos, sus casquetes polares, sus oscuras selvas, los lugares en los que todo el mundo, a excepción de los antropólogos urbanos y por cortesía de la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, parece disponer de un arma de fuego. Las balas vuelan que da gusto.

La Segunda Enmienda, redactada por el anglosajón James Madison, propietario de esclavos, reza: «Una milicia bien regulada es necesaria para garantizar la seguridad de un Estado libre, y el derecho del pueblo a tener y portar armas no debe ser infringido». Mientras los pobre de este país se matan entre ellos, que es lo que hacen muchos a diario, el gobierno federal, evidentemente, se limita a considerarles, como podría haber hecho Colón, una milicia bien regulada.

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¡Oh, Dios mío, casi me olvido! ¡Es martes por la mañana! ¡Hoy es el Día de la Basura! Tendré que ponerme a dar saltos sobre el contenido de un cubo lleno a rebosar para hacerle sitio al Times del domingo.

Vale, eso ya está solucionado. El gran problema que tenemos aquí con la basura, aparte de dónde se supone que se la llevan los basureros, proviene de los mapaches (Procyon lotor) y de las zarigüeyas (Didelphis virginiana), mamíferos de natural omnívoro y nocturno dotados de una gran habilidad para levantar la tapa de los cubos de basura. He oído que el norte y el sur del continente americano estuvieron separados tiempo atrás por el agua, mucho antes de que apareciese Colón y mucho antes de que lo hiciera ningún ser humano. Cuando un puente de tierra unió finalmente las dos masas terrenas, nos dedicamos al intercambio de animales pintorescos. Ellos acogieron a nuestros mapaches y nosotros a sus zarigüeyas, que son, por cierto, los únicos marsupiales en todo el Nuevo Mundo y, por consiguiente, la mayor desgracia posible para los cubos de basura situados entre Tierra del Fuego y la Bahía del Hudson.

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Si yo valiese algo como antropólogo, lo que no es ni ha sido nunca el caso, ahora me dedicaría a escribir sobre el cruce de las religiones cristiana y nativo-americana, en vez de hacerlo sobre zarigüeyas y mapaches. Pero fuera lo que fuese lo que Colón y tantos europeos después de él practicaran al entrar en contacto con los nativos americanos, seguro que no se inspiraba en esa obra maestra del cristianismo que es el Sermón de la Montaña.

Kirkpatrick Sale habla de los indios taínos que enterraron iconos cristianos en sus campos para incrementar su fertilidad. Era una actitud de lo más reverente, pero el hermano de Colón, Bartolomé, dio la orden de quemarlos vivos a todos. En varias ocasiones, los españoles ahorcaron a trece indios a la vez, con los pies a un palmo del suelo, en honor a Jesús y sus doce apóstoles. Y evidentemente, el cristiano Adolf Hitler, allá en el viejo mundo y no hace tanto tiempo, mandó colgar a los hombres que habían conspirado en su contra de unos ganchos de carne con cuerdas de piano y los pies apenas tocando el suelo; no contento con eso, filmó sus cómicos saltitos mortales recurriendo a un equipo de profesionales.

Démosle un poco de cuartelillo al pobre Colón. Era un hombre de su tiempo, ¿acaso no lo somos todos? Nadie se libra de ser una desgracia para alguien. El sida, leí en alguna parte, fue probablemente importado a este país por un asistente de vuelo canadiense en trayecto internacional. ¿Y cuál había sido su delito? Nada más que amar, amar, amar. Así es la vida a veces. Y seguro que ahora está más muerto que Colón. Y yo me estoy cargando el mundo a base de basura, tres cubos a la semana, en plan tortura china.

Hablando de torturas chinas: en cierta ocasión vi una talla de madera en la que una mujer china aparecía atada, mientras unos cuantos varones chinos animaban a un semental chino a copular con ella, cosa que, como indicaba el texto de acompañamiento, la mataría. Seguro que había hecho algo malo, pues si no, no le estarían haciendo eso. El texto no lo aclaraba, por supuesto, pero seguro que ésa se lo había buscado.

Y luego tenemos al nazi croata y cristiano de mi época, aunque yo era un mozalbete por aquel entonces, que conservaba un bol lleno de ojos humanos sobre su escritorio. Lo más normal era que quienes lo visitaban por primera vez confundiesen los ojos con huevos duros.

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¡Tempus fugit! ¡Hoy es el día siguiente al Día de la Basura! Mis tres cubos vuelven a mostrarse tan vacíos y acogedores como la Indiana en la que mis antepasados inmigrantes, sin oposición alguna, eligieron para instalarse. Ya puedo volver a prestarle toda mi atención al gato, Claude, un macho blanco y sensual con un ojo azul y otro amarillo (vuelvo a hablar de ojos). Estamos solos aquí, en esta casa que ya aparece en un mapa dibujado en 1740. He calculado que esta casa mía y de Claude es el doble de antigua que esa teoría según la cual los gérmenes pueden causar enfermedades. Cierta señora que sabe mucho de gatos, o eso dice ella, me contó que los gatos blancos con unos ojos como los de Claude son sordos del lado donde está el ojo azul.

Aún tengo que diseñar un experimento que me lo confirme o, posibilidad alternativa, que me demuestre que esa mujer tiene más mierda en la cabeza que un pavo de Navidad en la tripa. Tengo sesenta y nueve años, y mi padre no se fue a ese Nuevo Mundo que hay en el cielo hasta los setenta y dos, así que aún me queda mucho tiempo para experimentar con Claude. Necesitaré ciertos artefactos, y Claude verá disminuida temporalmente su dignidad, pero si no experimentáramos con animales, este mundo sería mucho peor de lo que ya es. Y además, Claude bien que tortura a los ratones antes de matarlos. Como Cristóbal Colón, desconoce la Beatitud.

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Esta zona de Long Island se ha convertido en un refugio estival para algunos de los seres humanos más ricos de la historia, muchos de ellos europeos, principalmente alemanes. Se les conoce genéricamente como «los Hamptons». La unidad política de la que formamos parte Claude y yo es Southampton, pero nuestro pueblo, una vez más, tiene nombre indio: Sagaponack.

Y aquí estoy yo en invierno, codeándome con todos esos ricachones que generan basura en Palm Beach, Montecarlo y demás, a causa de ciertos problemas conyugales que tanto mi mujer como yo esperamos que sean sólo temporales. Yo creo que ella es Colón y yo soy los indios, y ella cree que Colón soy yo y que los indios son ella. Pero nos vamos calmando.

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Y ahora es un momento tan bueno como cualquier otro para revisar mi propia relación con lo que queda de los auténticos indios; o, como ellos prefieren ser llamados, nativos americanos. En cierta ocasión, mi mujer y yo invitamos a un señor al que creíamos nativo americano al Russian Tea Room, oneroso restaurante de Manhattan, el Día de Acción de Gracias; la fiesta más entrañable de todas nuestras celebraciones nacionales. Conmemora un festín de 1621 ofrecido por los invasores ingleses de lo que ahora es Plymouth, al que acudieron como invitados muy bienvenidos los nativos americanos.

Nuestro invitado, aunque había nacido en la ciudad de Nueva York, solía llevar encima ropa originaria de diferentes tribus, joyas de los navajos, prendas de piel de ciervo típicas de los iroqueses, mocasines de los cree y así sucesivamente, y era muy respetado como conferenciante y como escritor sobre temas nativo-americanos cuyas excelentes novelas versaban sobre su supuesta gente. Nunca llevaba corbata, y en aquellos tiempos el Russian Tea Room tenía la norma de que todos los comensales de sexo masculino lucieran corbata.

Telefoneé al restaurante y conseguí que hiciesen una excepción a la regla, teniendo en cuenta la orgullosa y respetable etnicidad de nuestro invitado. Si no recuerdo mal, comimos blinis con caviar de salmón y crema agria y bebimos vodka Stolichnaya. Eso fue todo. Y estuvo bien. Pero luego, un par de años después, varias tribus indígenas la tomaron con ese hombre, sosteniendo que, aunque había servido noblemente a la causa, era un blanco que se hacía pasar por nativo americano. ¿Quién sabe? La última vez que le vi, iba vestido como un bróker de Wall Street, pero con un pendiente de color turquesa que, teniendo en cuenta que la piedra estaba engarzada con finos hilos de plata, supuse obra de los zunis, unos aborígenes de Nuevo México con unas supersticiones muy tozudas.

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Otros contactos mantenidos con Nativos Americanos no han sido tan ambiguos. Cuando era joven, pasé dos veranos deambulando con amigos por Arizona, Colorado y Nuevo México, observando, aunque no alternando, con hopis, navajos y, pues sí, zunis. Tuvimos la suerte de escuchar algunas de sus canciones, asistir a algunas de sus danzas y tener la oportunidad de adquirir sus artefactos sin pagarle la comisión a uno o dos intermediarios blancos. Pero debo decir que esa gente contaba con mi solidaridad y mi admiración desde mucho antes de que me acercara lo suficiente a ellos como para poder tocarles, a ellos y a sus críos.

Ya en primer grado de mi colegio en Indianápolis, donde no había indios, o tan pocos que ni te enterabas de su presencia, creí saber que los indios eran las víctimas inocentes de unos crímenes del hombre blanco que ni yo ni nadie podríamos perdonar jamás. Casi todos mis compañeros de clase pensaban igual, y también los profesores. Resultaba de lo más evidente, una vez descubríamos que los indios tenían sus casas donde ahora vivíamos nosotros. Y si nos manteníamos alerta al atravesar los bosques o recorrer las orillas de los ríos, podíamos encontrar auténticas puntas de flecha. Yo llegué a tener una colección de veinte o puede que más. ¿Por qué iba a abandonar nadie de forma voluntaria una región tan saludable?

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Habiendo sido un amante de los indios durante toda mi vida, siempre me escandaliza conocer a blancos que viven cerca de una comunidad india a la que desprecian. No abundan y, por lo que yo he visto, casi todos son miembros de ese partido político que defiende la supremacía blanca y el darwinismo social, el partido de los presidentes Ronald Reagan y George Bush: los Republicanos.

Y aún hay cosas peores: aunque nunca los he visto, he leído acerca de ciertos escritos descatalogados de mi héroe literario particular, Mark Twain, en los que habla de los indios, con los que se ha tratado ampliamente, como si fuesen infrahumanos o, directamente, chusma. Así pues, ¿quién sabe? Puede que sean como esa mujer china atada y asesinada por el pene de un semental. Igual es que los indios se merecen lo que les ha pasado y lo que les sigue pasando.

Me carteo habitualmente con un Sioux llamado Leonard Peltier, quien está cumpliendo dos cadenas perpetuas consecutivas, sin posibilidad de libertad condicional, en la prisión federal de Leavenworth, Kansas. Se ha hecho famoso a medida que cada vez va quedando más claro que fue condenado injustamente por la muerte de uno o ambos agentes del FBI destacados a una propiedad india cercana a Oglala, Dakota del Sur, en el transcurso de un confuso tiroteo en 1975. También falleció un indio, y es indudable que algunos indios dispararon sus armas.

Mi amigo Peter Matthiessen, que vive a un kilómetro de aquí, escribió un libro sobre el incidente y sus consecuencias, El espíritu de Caballo Loco, en el que dice: «La implacable persecución de Leonard Peltier tiene menos que ver con sus propias acciones que con ciertos temas subyacentes y relativos a la historia, el racismo y la economía; en concreto, las reclamaciones de soberanía de los indios y la creciente oposición al desarrollo energético masivo en tierras negociadas y a las precarias reservas». En cualquier caso, ya se han recogido las pruebas suficientes, incluyendo una confesión del tipo que cometió realmente los crímenes, como para demostrar que Peltier no se merecía ni una sola cadena perpetua ni ningún tipo de condena.

Hace unos meses, puede que coincidiendo con algún Día de la Basura, esas nuevas pruebas fueron presentadas a la atención de un juez federal para solicitar un nuevo juicio para Peltier. El juez aún no se ha pronunciado, pero lo que dijo al respecto un fiscal es digno de comentar por lo que tiene de obstinado. Vino a decir —no tengo a mano sus palabras exactas— que si Peltier no era culpable de asesinato, seguro que lo era de algo igual de malo. (Nota del editor: esa petición y todas las acciones siguientes han sido denegadas. Peltier sigue en la cárcel).

A mí esto me sonaba. Ya había escrito algo sobre los anarquistas italo-americanos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, electrocutados en Massachusetts por el asesinato de un guardia de nóminas en 1927, cuando yo tenía tan solo cinco años. Sabía que uno de los fiscales había dicho más o menos lo mismo acerca de ellos, que seguro que eran culpables de algo espantoso, aunque indemostrable en un juzgado. También había confesado el crimen otra persona, pero esos dos acabaron en la «silla ardiente» de todas maneras. Vanzetti se sentó en ella antes de que se lo dijeran, como si estuviera en el salón de su propia casa. Le conté a Peltier en una carta las similitudes entre sus acusadores y los de Sacco y Vanzetti, añadiendo algo que considero cierto: en los años 20, y antes, los italianos le parecían tan poco blancos a la clase dominante de este país como los indios. Y lo mismo parecía ocurrir con griegos, judíos, españoles y portugueses.

En una postdata a esa misiva, le dije que a Al Capone, el gánster de Chicago, le preguntaron si sus compatriotas anarquistas merecían ser ejecutados y contestó, «Sí». Cuando le preguntaron por qué debería hacerlo el estado de Massachusetts, repuso: «Han sido unos ingratos con este maravilloso país». Lo mismo podría decirse de Leonard Peltier. Su apellido se pronuncia «Pelter». La capital de su estado natal, Pierre, Dakota del Sur, se pronuncia «Pirr». Por ahí no se habla mucho francés. Al Capone acabó en la cárcel por evasión de impuestos.

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Pido disculpas por escribir como si los Estados Unidos ocupasen todo el Hemisferio Occidental, y como si Claude fuese el único gato que hay por aquí, medio sordo o no. Pero la primera norma de cualquier curso de escritura creativa, que a mí se me antoja excelente, es: «Escribe sobre lo que conoces».

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Robert Hugues, un australiano que se ha convertido en el crítico e historiador de arte más inteligente de este país, así como del suyo propio, le hizo una mala crítica en Time al libro de Kirkpatrick Sale La conquista del paraíso. Hugues sostiene que, aunque el heroísmo de Colón era un mito del agrado de los supremacistas blancos, Sale no rinde homenaje a la verdad al convertir a Colón en «una especie de Hitler en carabela que desembarca como un virus entre la gente inocente del Nuevo Mundo».

El estado más pequeño de la Australia de Hugues, la isla de Tasmania, es el único lugar en la tierra en que la población nativa al completo murió poco después de la llegada de los primeros blancos, y cuyos genes no se mezclaron con los de los pioneros porque éstos encontraban a los habitantes de Tasmania tan asquerosos que se negaban a practicar el sexo con ellos. No es seguro ni que los aborígenes de la isla hubiesen aprendido a domesticar el fuego.

Hace bastante tiempo, en la Universidad de Chicago, un profesor me sugirió que a la gente de Tasmania, la vida se le hizo tan intolerable tras la llegada de los blancos que dejaron de practicar el sexo entre ellos.

Tanto celibato en el Mar de Tasmania contrasta, ciertamente, con este desinhibido jolgorio en el Caribe de 1493: «Mientras iba en el barco, capturé a una preciosa mujer caribeña que el Gran Almirante me permitió conservar… El deseo me conducía hacia el placer… Pero ella no quiso saber nada del asunto y me arañó de tal manera que más me valdría no haberme puesto a la labor. Pero… Me hice con una soga y la zurré a conciencia, arrancándole unos gritos que había que oírlos para creerlos. Finalmente, llegamos a un acuerdo tan conveniente que os puedo asegurar que la mujer parecía haber sido educada en una escuela para furcias».

Este relato pertenece a un noble italiano y lo he extraído del libro de Sale. El Gran Almirante, claro está, era Colón. Y, desde luego, en nada recuerda a Hitler, del que en ningún momento habla Sale, pues Hitler era prácticamente tan célibe como el último de Tasmania y nada se le podía reprochar sexualmente.

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Durante la Segunda Guerra Mundial, los enemigos de Hitler daban por hecho que sólo tenía un testículo. Confieso que me lo creí. Aunque nunca sabremos, intuyo quién hizo correr ese rumor. Pero los rusos que se hicieron cargo en Berlín de los restos achicharrados de Hitler le contaron los testículos y disponía de dos. Tampoco es cierto que los nazis hicieran jabón y velas a partir de la grasa extraída de los cadáveres de las víctimas de los campos de concentración. Yo mismo contribuí a extender esa historia en una novela, Madre noche, y ya he recibido suficientes cartas de desapasionados recolectores de datos como para convencerme de que había metido la pata. Mea culpa.

En cierta ocasión trabajé para un tío tan tonto que creía que todas las mujeres menstruaban el mismo día del mes y que estaban controladas por la luna. Desde luego, esa información nunca la hice correr.

Pero lo que sí he visto con mis propios ojos, y puedo volver a ver siempre que me apetezca, es un submarino nuclear en construcción y sumergiéndose en el río Támesis de Groton, Connecticut. Varias de esas cosas que funcionan juntas, y tenemos muchas, son capaces de matar a todo el mundo en el otro hemisferio, como si hubiese docenas de hemisferios en vez de tan solo dos. Sí, y la Unión Soviética, que ha tenido el detalle de salirse de la existencia, tenía la misma clase de armatostes submarinos de alta tecnología con la capacidad de cargarse el hemisferio sin experimentar el menor complejo de culpa. No puedo evitar pensar que, de alguna manera, resulta de lo más significante, a nivel simbólico, que en el 500 aniversario del no-descubrimiento de América por los europeos cada hemisferio haya considerado necesario destruir al otro, pero haya acabado por cambiar repentinamente de idea.

A este lado del agua, por lo menos, la televisión, que es nuestra maestra, nuestra siempre errática maestra, nuestra única maestra, ha tenido mucho que ver con este cambio de intención, así como con los elaborados preparativos para el suicidio que lo precedieron. Ha conseguido hacer desaparecer a todos nuestros enemigos en un agujero negro. Es como si nunca hubiesen existido. Hasta anteayer, prácticamente, sólo nos querían algunos países. Y ahora todos nos adoran, por lo que deberíamos sentirnos como Marilyn Monroe sobre un respiradero en la acera, con la falda a la altura de las orejas, ¡absolutamente adorables!

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Si no llega a ser por la televisión, podríamos estar, como dice una de nuestras coloristas expresiones, «papando moscas», dado que nos hemos quedado atrapados tanto tiempo en ese delirio del fin del mundo que no lleva a ninguna parte y que se ha cobrado tanta de nuestra riqueza que los puentes, las escuelas, los hospitales y demás se están desmoronando.

«Estar papando moscas», como le puedo explicar a cualquiera que no viva por aquí, consiste en mostrar un bochorno encantador o puede que cierta tontería victoriosa acerca de la propia participación en una empresa supuestamente necesaria, lógica y chachi piruli que resultó ser exactamente lo contrario. Pero la tele hace desaparecer las armas a base de que miremos hacia otro lado.

No debe confundirse «estar papando moscas» con «ir por ahí con el dedo metido en el culo», lo cual significa no saber dónde le da a uno el aire, al igual que «no saber si defecar o darle cuerda al reloj».

Lo de Robert Hugues denigrando el libro de mi amigo Kirkpatrick Sale es tan sólo una pequeña parte de una larga polémica suya contra todos los que describen a los colonizadores europeos como seres absolutamente malignos, frente a unos nativos de una virtud sin tacha. Pero Hugues, o cualquier otro que lea el documentado relato de Sale sobre lo que hicieron Colón y sus hombres y lo que hicieron los Taíno y los Caribe ante su presencia, tendría serias dificultades para decir lo que las personas con tendencias filosóficas acostumbran a soltar a las primeras de cambio: «Todos fueron culpables».

Hugues ni sugiere dicha posibilidad. Lo que realmente le molesta, por lo que yo sé, es que los historiadores como Sale, aunque fieles a la verdad, animan a mucha gente estúpida de todas las razas a creer que, ahora mismo, las personas de origen europeo de su hemisferio representan el mal absoluto, mientras que los descendientes de los machacados indios o de los esclavos negros son de una inocencia admirable, o lo habrían sido si los blancos hubiesen optado por dejarles en paz.

Sale no es tan tonto. Lo que viene a decir es que los blancos de por aquí siguen ostentando casi todo el poder y continúan siendo los codiciosos y chapuceros custodios de un sistema ecológico que, con mucho esfuerzo, todavía podría convertirse en algo muy parecido al paraíso.

La revista que emplea a Robert Hugues, Time, lleva saliendo cada semana desde 1923, cuando yo contaba un año de edad. Recurriendo a mi propia memoria, no recuerdo ni un solo número de Time en el que esta publicación pareciera estar papando moscas o con un dedo metido en el culo. Otras podían equivocarse, pero Time, jamás. Su fundador, Henry Robinson Luce (1898-1967), declaró que éste era «El siglo americano», siendo «América» para él y sus lectores los Estados Unidos. Y Time sigue siendo profundamente empática con quienes están en lo alto de la estructura del poder blanco de por aquí, por mal que lo hagan, basándose, supongo, en que no es fácil estar en la cima. Pero es poco probable que los redactores y jefes de sección del Time de hoy en día sientan en sus vidas personales el aplomo de su revista. La enorme corporación de la que sólo constituyen meras partículas acumula una deuda catastrófica en vistas a enriquecer a unos pocos de sus altos ejecutivos. No parece ni que se ingrese lo suficiente como para pagar los intereses de la deuda.

Abundantes empleados de Time han sido despedidos para ahorrar dinero, y los que quedan pueden sentirse como los Taíno y los Caribe en 1492, cuando los primeros europeos aparecieron en sus barcazas, saltaron a la arena con sus armas de fuego y sus espadas preparadas y empezaron a echar un vistazo a su alrededor.

No pretendo insinuar que los despedidos, o a punto de estarlo, de Time puedan correr el riesgo de ser esclavizados, ahorcados de trece en trece ni nada semejante. Pero, sin duda alguna, sufrirán una severa aculturación, como los setenta mil trabajadores recientemente despedidos por General Motors, y muchos se sentirán muy solos y no deseados en esta Tierra hasta que encuentren otro empleo, si Dios quiere, como le pasó seguramente al último de Tasmania. Ellos, y el resto de los que se enfrentan al desempleo en la América de Henry Robinson Luce, son tan inocentes e impotentes como las víctimas de una avalancha.

Y al pensar en avalanchas, o más bien en cualquier tipo de fuerza brutal e imparable, me acuerdo de un amigo inglés que tenemos mi hermano mayor y yo, John Latham, un científico de la atmósfera como mi hermano, pero que también ejerce de poeta y humorista. El hombre lleva años trabajando en un libro de consejos para viajeros en tierra extraña, y en uno de los capítulos te cuenta cómo debes comportarte tras sufrir una avalancha en, pongamos por caso, el Himalaya. La primera regla es no asustarse. La segunda consiste en que después de ser enterrado vivo, y cuando hayan concluido los movimientos de rocas y nieve a tu alrededor, averigües dónde están arriba y abajo. Si no recuerdo mal, John dice que eso puede resolverse balanceando un reloj de bolsillo o un medallón con cadena. Y puedes recoger mucha más información, asegura, si estudias la conducta de las moscas de la nieve que puedan haber sido enterradas contigo.

Poco antes de morir hecho un viejo amargado, Mark Twain estaba escribiendo un libro muy similar al de John Latham, con la intención de ser útil, pero en realidad destacando lo eficaz que puede ser la vida, sobre todo hacia el final, a la hora de ponerte en tu sitio. El texto de Twain se centraba en la etiqueta. Recuerdo que sus consejos sobre el comportamiento en un funeral incluían no traerse al perro. Como Latham, optó por agonizar riendo en vez de agonizar gimoteando sobre esas fuerzas irresistibles —ya sean físicas, económicas, biológicas, políticas, sociales, militares, históricas o tecnológicas— que pueden hacer añicos en cualquier momento nuestras esperanzas de una vida moderadamente feliz y saludable para nosotros mismos y nuestros seres queridos.

Es posible que a Robert Hugues y a mucha gente como él le desagraden los libros como La conquista del paraíso, pues resultan sensibleros y nos llevan a lamentar las desgracias de unos don nadie desaparecidos mucho tiempo atrás, como la belleza caribeña fustigada sin tasa o el último de Tasmania, que también fue una mujer, en vez de celebrar la grandeza de la Historia cuando se la observa de lejos. Pero cuando yo ahora me pregunto en qué podría consistir exactamente esa grandeza, sólo encuentro una respuesta: los millones y millones de personas que, pese a todas esas atrocidades, aún estamos bien.

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Mi primera esposa, Jane Marie Cox, fallecida de cáncer, era una estudiante tan voluntariosa de literatura que en la universidad fue seleccionada por el Departamento de Inglés para el mayor de sus honores, que consistía en ser elegida para entrar en Phi Beta Kappa, una asociación a nivel nacional de nuestros mejores alumnos. A su elección se opuso el Departamento de Historia, cuyos materiales había denunciado ella a menudo por considerarlos tan carentes de decencia como la pornografía infantil. Estaba en buena compañía, claro está, como puedo demostrar con la ayuda de las Citas familiares de Bartlett: «La historia no es más que un amasijo de crímenes y desgracias», Voltaire; «La historia es una pesadilla de la que intento despertar», James Joyce; y así sucesivamente. Los defensores de Jane señalaron esto a sus enemigos y se salieron con la suya. Jane entró en Phi Beta Kappa.

La conocí entonces, cuando era el centro de atracción de dicha controversia, y consideré su tozuda postura tan atractiva como equivocada. En aquel entonces, yo aún creía, aunque ahora ya no, que la condición humana mejoraba pese al elevado número de bajas. La verdad es que somos incorregibles, los animales más asquerosos que pueda haber, como testifica la historia, y no hay nada que hacerle.

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No he dicho prácticamente nada de aquellos norteamericanos que descienden de esclavos negros africanos. Más de la mitad, como sabe todo el mundo, descienden también de ingleses, escoceses, irlandeses o nativos americanos. El hecho de que muchos de ellos sean blancos además de negros apenas se menciona en las conversaciones educadas entre blancos; lo mismo ocurre con el hecho de que las cruces de los tanques y aviones nazis demostraran que los que iban dentro creían estar, como Colón, al servicio de Jesús de Nazaret.

La gente a la que aquí se considera negra, y que se considera negra a sí misma, es una minoría pequeña y fácil de derrotar, cosa del diez o doce por ciento de todos nosotros. No obstante, esa gente ha realizado en este hemisferio la que tal vez sea la contribución que más consuelo e inofensivos estímulos ha aportado a la civilización mundial: el jazz. Después de esta leve mejora de la existencia ya viene, en mi opinión, el esquema terapéutico con el que se tratan las adicciones peligrosas, inventado por dos blancos de Akron, Ohio, y que hoy se conoce como los Principios de Alcohólicos Anónimos.

Otros dos señores de Ohio inventaron la máquina voladora. Pero no creo que merezcan nuestro agradecimiento. Tales artefactos han hecho añicos las esperanzas de individuos indefensos; en Irak, por ejemplo, una matanza superior a cualquiera de hace quinientos años.

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Y así, con estas lúgubres palabras, termino un idiosincrático viaje personal sobre el papel. Una silla de cocina plantada frente a una máquina de escribir ha sido mi carabela. Un gato blanco, mi única tripulación. He navegado por medio de palabras, hechos y personas libremente asociados, empezando por el número 1492. Que me recordaba en cierta manera al jefe de mi regimiento años atrás, el cual me recordaba a su vez la exploración del espacio, y así sucesivamente. Por el camino me topé con mapaches y zarigüeyas; y con Jane, mi primera mujer; y con Jesús y Hitler; y con submarinos atómicos; y con una virtuosa jovencita que fue azotada hasta comportarse como si hubiese crecido en una escuela para furcias; y con Kirkpatrick Sale y Robert Hugues, y mucha más gente.

La oportunidad de unir a Sale con Hugues me aportó la única baratija digna de salvar, en mi opinión, de todo este viaje chiflado; esa definición de la grandeza que Hugues y otras buenas personas han encontrado en la historia cuando se la contempla a distancia: los millones y millones de personas que, pese a todas las atrocidades, seguimos estando bien. Me vienen a la cabeza esos invitados de pago vestidos de etiqueta que acuden a un banquete para recaudar fondos para la Compañía de Danza de la Ciudad de Nueva York en un salón de baile del hotel Waldorf-Astoria. ¿Y cómo voy a hablar mal de esa gente si yo he formado parte de ellos? Me encanta el ballet.

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Acabo de recibir la llamada telefónica de un amigo canadiense, un cineasta que dice que el planeta sólo puede alimentar a seis billones de mamíferos de nuestras dimensiones, a condición de que la alimentación se reparta de manera justa entre nosotros y sea entregada de inmediato a cualquiera que esté a punto de morirse de hambre.

Ha reunido el dinero suficiente para rodar un documental sobre la destrucción del planeta por el Homo Sapiens, sobre la «Nave Espacial Tierra» como un sistema de mantenimiento vital. Me ha pedido que ejerza de asesor porque he escrito, entre otras cosas, que éramos «un nuevo tipo de glaciar, astuto y de sangre caliente, imparable, a punto de zampárnoslo todo y luego hacer el amor… Y luego doblar nuestro tamaño». Pretende despertarnos.

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Su llamada interrumpió mi lectura del correo matutino, en el que una antigua novia de hace siglos, actualmente en proceso de divorcio, me enviaba un recorte de periódico sobre un médico de Virginia especialista en tratamientos de fertilidad para seres humanos. Se había tirado años proporcionando a las mujeres esperma supuestamente donado por jóvenes saludables, inteligentes y atractivos. En un ochenta por ciento, por lo menos, de los tratamientos que acabaron en embarazo y parto, ¡el donante había sido el propio médico! Así pues, hay un hombre que ha añadido, él solo, ochenta personas más a las cargas de este mundo. No quedan tantos osos en toda Alemania, según escuché esta mañana en la radio, ni tantos elefantes en Mozambique. Y cuando sean mayores, todos esos chavales querrán coches y se reproducirán.

El jefe de camareros de un hotel de Haití, escenario de la única revuelta triunfal de esclavos de la historia, se vanaglorió ante mí de tener veintinueve hijos. «Tengo un esperma muy fuerte», me aseguró. Y ahora aparecen en las costas de Long Island cantidades industriales de ballenas muertas. Podría haber una relación. Una vez más, la trementina y los insecticidas que arrojé a los cubos de basura el martes pasado podrían tener la culpa.

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Lamento no estar más animado ni sentirme más animoso con respecto al destino de la humanidad en 1992, dado que yo mismo, con un esperma de una fuerza razonable, he engendrado tres hijos que, a su vez, me han dado siete nietos.

Me alegra poder decir que todos mis descendientes, mestizos con genes escoceses, ingleses e irlandeses, habitan casas seguras en vecindarios apacibles, unas casas llenas de libros, música, amor y cosas buenas de comer. Son claramente beneficiarios de 1492 y del resto de la historia, observada a una prudente distancia. Pero no sé cuánto más puede llegar a durar todo esto, dado que ahora ambos hemisferios están abarrotados de gente que necesita un mínimo de mil calorías diarias en alimentos. Ciertamente, la gente que pasa hambre —hombres, mujeres y niños— se ha hecho tan numerosa y omnipresente que nuestra televisión apenas puede mostrar una pequeña fracción de seres famélicos antes de hacerlos desaparecer a todos por el agujero negro.

Como antropólogo, teóricamente, se podría esperar de mí que dijese algo acerca de las culturas que desaparecen junto a la gente. Pero el hambre, creo yo, se convierte en toda la cultura de alguien que está a punto de morir. Como dijo Bertolt Brecht, «“Erst kommt das Fressen, dann kommt die Moral”». O en traducción libre: «Cuando se tiene hambre, sólo se piensa en la comida».

Coincido con la Iglesia Católica en que todos los planes para ajustar la población humana a la oferta de alimentos, como no recurramos a la abstinencia observada por los últimos de Tasmania, van de la indignidad al infanticidio. Y además no son prácticos. Mi hijo adoptivo, alumbrado por mi difunta hermana, sirvió en el Cuerpo de Paz en un poblado de la loma oriental de los Andes del Perú. Su misión consistía en descubrir lo que los poco conocidos habitantes de la localidad más necesitaban, aquello que una civilización más avanzada podía ofrecerles. Y resultó que lo que querían eran condones, que son caros y que, evidentemente, sólo pueden ser utilizados una vez antes de deshacerse de ellos. Si hubiera conseguido esos condones, cuyo envío, seguramente, nuestro gobierno no hubiese autorizado, habrían acabado con toda probabilidad en algún afluente del río Amazonas, yendo a parar finalmente, si es que había suerte, a la playa de Ipanema, junto a todas esas chicas núbiles en tanga.

Así pues, no me queda más remedio que decir que esto no hay quien lo arregle.

Como consuelo, ofrezco esta oración atribuida al gran teólogo germano-americano Reinhold Niebuhr (1892-1971), quien puede que la pronunciara en 1937, desde las profundidades de la depresión económica planetaria anterior a la actual: «Dios mío, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que sí puedo cambiar y la sabiduría para distinguirlas».

Sagaponack, 1992