París, Francia
Harry Burkhart era jugador de golf profesional del Club de Campo de Scantic Hills, en Lexington, Massachusetts. Su mujer, Rachel, era ex modelo y una patinadora artística muy conocida. Con veintitantos años, le ofrecieron un papel en la Revista sobre Hielo de Hollywood. Pero en vez de aceptarlo, se casó con Harry y se convirtió en ama de casa y madre de familia. Por aquellos tiempos, Harry se había convertido en el primer jugador de fútbol americano de la Academia de Guardacostas en ser declarado Atleta Destacado por la Associated Press.
Cuando ambos tenían treinta y siete años, Harry y Rachel fueron a Europa por primera vez. Durante dos semanas: Londres, París y vuelta a casa, pasando nuevamente por Londres. Lo cierto era que no podían permitirse ni un viaje tan rápido y breve. Debían dinero a todo el mundo. Pero se fueron de viaje igualmente, pues tanto su médico como su reverendo les dijeron que tenían que hacer algo radical y romántico para intentar dejar de odiarse tanto.
Estaban obligados a salvar su matrimonio por sus cuatro hijos. Lo que el matrimonio había hecho con los críos, hasta ahora, era considerarlos un regalo de la vida y, a continuación, enseñarles a ser petulantes, peleones y cargados de ira.
Harry y Rachel pasaron una semana razonablemente agradable en Londres, gracias a una comida y bebida buenas y abundantes y a que tenían dinero para gastar. El dinero era prestado y procedía de los últimos restos de crédito a su alcance… Pero ahí estaba: dinerito contante y sonante. Siempre se llevaban mejor cuando había pasta que pulirse.
Fueron de Londres a París en tren y en barco. Cuando se encontraron en su compartimento de tren en Calais, descubrieron que tendrían que compartirlo con dos viejos y desmoralizados turistas de Indianápolis llamados Arthur y Marie Futz. Los Futz estaban a medio camino entre los sesenta y los setenta, y también visitaban Europa por primera vez.
A Arthur Futz le daba asco todo lo que veía.
—Europa apesta. Inglaterra apesta —les comentó a los Burkhart cuando el tren se ponía en marcha—. Si yo fuese uno de esos comentaristas que envían noticias a casa, eso es lo que diría cada noche: «Europa apesta. Les habla Arthur Futz para la NBC de Nueva York».
El viejo Futz, fontanero jubilado, aseguraba haber sido insultado, timado y envenenado en Londres.
—Por el amor de Dios… —dijo—. Y eso ni siquiera era Europa.
Meneó la cabeza.
—Menos mal que podía entenderles cuando intentaban dármela con queso —se estremeció el viejo Futz—. Me pregunto qué nuevas aventuras nos aguardan en el alegre París.
—Igual nos lo pasamos de miedo, Arthur —le comentó su mujer con escasa convicción.
Marie Futz era una cosita nerviosa, dulce y humilde. Intentaba pasar un buen rato, pero el viejo Futz no se lo iba a permitir.
—Nunca lo he dudado —dijo éste—. Seguro que los franceses han descubierto una manera de soplarles los cheques de viaje a los americanos que aún no se le ha ocurrido a nadie en otras partes del globo.
—Se supone que es la ciudad más bonita del mundo —dijo Marie.
—La ciudad más bonita del mundo es Indianápolis, Indiana —dijo el viejo Futz—. Y la casa más bonita del mundo está en el número 4916 de la avenida Graceland. Y el sillón más bonito del mundo se encuentra en el salón de esa casa. Y si me desaparece del bolsillo algo de dinero mientras estoy sentado en ese sillón, lo único que tengo que hacer es buscar detrás del viejo y querido almohadón para recuperarlo.
—Bueno… —dijo Marie con sequedad—. Volveremos al 4916 de la avenida Graceland antes de que nos demos cuenta —miró a Rachel Burkhart en busca de comprensión—. Y no nos volveremos a mover de allí —añadió.
La manera en que hablaba de no volver a moverse resultaba muy triste y llena de pesar y resignación.
—Lo más tonto que hemos hecho jamás ha sido salir de casa —decretó el viejo Futz. Luego señaló los asientos vacíos del compartimento que había junto a la puerta, uno enfrente del otro—. Esos son los asientos de las dos personas más inteligentes del mundo —les comentó a Harry y Rachel—. Gente con el caletre suficiente como para quedarse en casa.
El viejo Futz se disculpó por su ausencia y salió al pasillo en busca del lavabo.
—Espero contar con el dinero suficiente para entrar y salir del lavabo, si es que hay —declaró—. Yo diría que cien dólares para entrar y otros cien para salir deberían bastarme.
Cuando se fue, la pobre Marie Futz no pudo evitar derramar un par de lagrimitas. Hecho lo cual, les contó sus problemas a los Burkhart.
—Ha trabajado tanto a lo largo de su vida que nunca ha aprendido a divertirse —les dijo—. A Arthur, la diversión le pesa más que el trabajo. Todo lo del viaje fue idea mía, y ahora me doy cuenta de que era una muy mala idea. Nada más llegar a Inglaterra, Arthur fue presa del pánico y ya quería cancelar el resto del viaje y volver a casa, al número 4916 de la avenida Graceland.
La siguiente frase de Marie se fue desinflando a medida que la pronunciaba:
—Así que le dije que vale, si es que realmente se encontraba tan mal, pero que, por favor, fuésemos únicamente a París, un sólo día, si eso era lo máximo que podía aguantar, pero por lo menos eso, para poder ver la torre Eiffel y la Mona Lisa, pues quién sabe cuándo volveremos a estar tan cerca de París, Francia, ¿y quién sabe cuánto nos queda a los dos para poder ver algunas de esas cosas famosas y bellas que hay más allá de las cuatro paredes del 4916 de la avenida Graceland…?
El final de la pregunta, un susurro, resonó en el pozo sin fondo de los anhelos humanos.
—Ahora me doy cuenta de lo egoísta que he sido —concluyó Marie.
—A mí no me parece usted egoísta —le dijo Rachel.
Las miserias de los Futz la hacían sentirse aún bastante joven, la hacían florecer. Para Harry y Rachel, envejecer era aún peor que estar permanentemente en la ruina. Cruzarse con gente realmente mayor les causaba el mismo efecto sedante que el crédito fácil.
—La gente tiene que agarrarse a lo que desea de vez en cuando —declaró Harry. Y mostró sus sabias manos, las manos de agarrar. Cada año, esas manos perdían una apreciable cantidad de flexibilidad, pero aún les faltaba mucho para convertirse en esas hojas trémulas y manchadas que eran las del viejo Futz.
—No te puedes pasar la vida haciendo lo que los demás quieren que hagas —dijo Rachel.
Llevaba una polvera grande en la mano, como hacía a menudo. La abría, la cerraba y le daba palmaditas en rápida sucesión, consiguiendo que el espejito no dejara de hacerle guiños. Esos guiños iban dirigidos a una morenita atlética que había perdido su aparente suavidad. Ahora, sus nervios y su dura competitividad habían aflorado a la superficie. Aún quedaba mucho encanto, pero cualquier hombre que se sintiese atraído por Rachel recibía al mismo tiempo la advertencia de que era una mujer muy dura.
Las momentáneas sensaciones de bienestar que experimentaban Harry y Rachel eran breves y banales. Hasta qué punto, eso era algo que pronto se vería. Sus sensaciones de bienestar estaban a punto de desgarrarse con tanta facilidad como un pedazo de papel mojado. Pero incluso antes de que tuviese lugar ese desgarro, Harry y Rachel ya le habían revelado a la pobre Marie, con los consejos que le dieron, la desagradable pareja que componían.
—A veces, la gente tiene que ir a la suya, y que sea lo que Dios quiera —afirmó Rachel.
—A veces, la gente se compromete de tal manera que se quedan sin vida —añadió Harry.
—La vida es demasiado corta —dijo Rachel.
Y así sucesivamente. Aconsejaron a Marie con gran cordialidad, pero las cosas que decían ya se las habían dicho previamente entre ellos en multitud de ocasiones, a menudo a gritos y con una brutalidad espantosa.
La pequeña y canosa señora Futz estaba escandalizada.
—No pretendía decir que Arthur y yo no nos llevemos bien —comentó—. Estaríamos perdidos el uno sin el otro. No… No debería haber dicho nada… Yo lo único que quiero es que se relaje y lo pase mejor. En realidad, nadie le ha robado ni le ha insultado por aquí. Todo el mundo ha estado encantador. Lo que le pasa es que se siente perdido lejos del hogar —se lo pensó un rato, buscando algo más que decir para convencer a los Burkhart de que su matrimonio estaba muy bien—. Nos queremos mucho —dijo finalmente.
—Nosotros también, supongo —dijo Harry—. Yo qué sé. Qué caray, la vida es muy rara.
—Yo creo que lo superaremos todo —dijo Rachel mientras la polvera le seguía guiñando el ojo: cada vez le gustaba más lo que el espejo le mostraba.
Para Harry y Rachel, ése fue un momento de gran afecto. Pero el Destino, prácticamente sin esforzarse, se lo cargó. Había movimiento en el pasillo y un revisor abrió la puerta del compartimento y señaló los dos asientos vacíos. El chico y la chica a quienes se los indicó eran jóvenes, rutilantemente guapos y atontados de amor. El chico le dio al revisor un montón de dinero como propina.
Y luego, esos dos jóvenes ideales, aparentemente de luna de miel, se sentaron el uno frente al otro y se pusieron cómodos entre toqueteos sedosos y húmedos susurros.
Se encontraban mutuamente tan interesantes que el resto del compartimento podía contemplarlos cuanto quisiera sin ofenderles.
Rachel, obligada a presenciar la auténtica belleza, se guardó la polvera.
Harry se enamoró inmediatamente de la chica, deseándola sin vergüenza alguna.
Marie Futz emitió un suspiro involuntario que recordó al silbato lejano de un tren de carga.
El chico le hablaba a la chica con un acento que parecía británico. Las tímidas respuestas de la muchacha la identificaban como bostoniana de origen irlandés. Y el inglés no era el único idioma que hablaba el chaval. Al revisor se había dirigido en un francés impecable.
Arthur Futz volvió del lavabo y fue el primero en hablar con los recién llegados.
—He pasado de largo dos veces —informó—. Os he visto sentados aquí y he pensado que me equivocaba de compartimento —se sentó haciendo mucho ruido— «Futz, viejo imbécil», me he dicho a mí mismo, «¿qué demonios haces perdiéndote en un tren francés?».
—Es fácil perderse —dijo el joven con amabilidad.
Y luego comentó que la chica y él se habían metido en un compartimento que no era y que acababan de trasladarse al correcto.
—No veas qué bien habla francés —le dijo Marie Futz a su marido—. Tendrías que haberle oído hablar con el revisor —se volvió hacia el joven—. Eso era francés, ¿verdad?
—Hay gente muy amable que dice que sí —repuso el jovenzuelo.
—Arthur y yo —siguió Marie— tenemos unos discos en francés y los escuchamos, lo que pasa es que en los discos hablan muy lento. Usted lo habla tan rápido que, por lo que a mí respecta, podría ser cualquier idioma. Su esposa también habla francés, ¿no?
—Pues no —contestó el joven—, pero seguro que lo acabará hablando.
—Tan seguro como que yo no —dijo el viejo Futz, gruñendo.
—Sólo hay una frase que quiero pronunciar —dijo Marie—. Y es, «Lléveme a ver la Mona Lisa y la Torre Eiffel».
Se volvió hacia Rachel Burkhart, que contemplaba por la ventana los tejados anaranjados y las hileras de torres eléctricas. Lo que realmente estaba viendo era el reflejo espectral de los allí presentes en la polvorienta ventanilla.
Y Rachel se estaba poniendo de los nervios.
—¿Usted y su marido han probado esos discos Victrola? —le preguntó Marie.
Ni oyó la pregunta. Contemplaba en concreto el reflejo de Harry, comprobando lo mucho que éste se compadecía de sí mismo por no estar casado con esa beldad joven y rozagante. Se encerró en sí misma, sin que nadie reparara en ello, y se puso a pensar en todos esos hombres mejores que Harry que podría haber conseguido con una sonrisa y el perezoso tintineo de un brazalete.
Marie Futz, ignorada por Rachel, le hizo una pregunta a Harry:
—¿Y ustedes hablan otros idiomas?
—Alemán —dijo Harry—. El alemán es mi segunda lengua.
Rachel torció la cabeza para observarle con incredulidad.
—¿Cooooomo? —dijo.
—¿Por qué tienes siempre que chincharme con todo lo que digo? —dijo Harry, poniéndose de color tomate.
—Pero si tú no hablas alemán —le espetó Rachel.
—Tú no lo sabes todo de mí —se defendió Harry—. Yo estudié alemán en la academia.
Se olvidó de añadir que lo habían cateado. Andaba tan perdido en el sueño de lo que podría haber pasado, de lo que debería haber pasado, de lo que aún podía pasar, que ya no detectaba las mentiras. Creía en serio ser bilingüe, cosa que nunca se le había pasado por la cabeza. De repente, Harry se creyó que Viena era su hogar espiritual, un océano de cerveza, valses y rubias afectuosas y simpáticas que meneaban sus holgadas faldas.
Y ahora el muchacho le estaba hablando en alemán, invitándole a compartir las alegrías de ese idioma lleno de gruñidos y ladridos.
—Eh… No lo he acabado de pillar todo —dijo Harry, confuso.
El chico lo soltó todo de nuevo, lentamente y vocalizando.
Harry estudiaba lo que le habían dicho, poniendo cara de no saber dónde le daba el aire.
Rachel rompió el silencio con una carcajada que sonó como una ola brutal llevándose por delante todo lo que encontraba.
—¡Típico de él! —comentó, sarcástica—. ¡Pero que muy típico!
Harry se levantó lentamente, temblando. Salió del compartimento y lo cerró dando un portazo.
—¡De lo más típico! —remachó Rachel, implacable—. Siempre cree ser lo que no es.
No hacía falta una crisis concreta para que Rachel chinchara en su matrimonio ante desconocidos. Harry y ella llevaban años adoptando esa actitud a la primera de cambio. Sin ser conscientes de ello, habían estado explotando ese tema porque era lo único remotamente interesante de ellos.
El tema, en cualquier caso, disuadió a todos los presentes de abrir la boca en un buen rato. El compartimento se llenó de un silencio turbio.
Al cabo de unos instantes, el viejo Futz cogió sus billetes, el pasaporte y el resto de su ensalada mixta de documentos. Le ponían tan nervioso que consiguió enervar también a los demás, que se lanzaron a revisar su propia documentación.
Durante la conversación subsiguiente, se dedujo que las tres parejas regresarían a Londres al cabo de tres días. Y no solo eso, sino que también ocuparían el mismo compartimento que ahora.
—Me pregunto qué historias nos podremos contar —dijo Marie Futz.
Harry Burkhart nunca regresó al compartimento. Se quedó en el pasillo hasta llegar a París, fumando de manera tan exagerada que desembarcó en la Ciudad de la Luz echando los pulmones por la boca de tanto toser.
Rachel salió a buscarle cuando el tren se detuvo en la estación, reclamándolo como si fuese una maleta barata.
—¿Pero dónde está tu sentido del humor? —le espetó.
—Carezco de él —adujo Harry.
—París, cariño… ¡El París de la Francia! —dijo Marie Futz, henchida de alegría.
—No me encuentro bien —dijo el viejo Futz—. No me encuentro nada bien.
Los jóvenes enamorados se fundieron de inmediato con la tarde parisina, se mezclaron con ella en una colaboración perfecta, avanzando cómodamente gracias a la familiaridad del muchacho con la ciudad y el idioma.
Los Futz y los Burkhart necesitaban encontrar a un intérprete para recuperar su equipaje, cambiar sus libras por francos y, finalmente, decirles a sus respectivos taxistas a dónde se dirigían.
Mientras esperaban un taxi, Rachel volvió a tomarla con Harry.
—Qué lástima que no estemos en Alemania —le zahirió—. En Alemania serías el rey.
Harry soltó un taco y se fue a dar un paseíto para que se le pasara la rabia. Dicho paseíto le llevó hasta una chica preciosa que estaba de pie bajo una farola. La muchacha se dirigió a él en inglés. Y le dejó muy claro desde un buen principio que le parecía un héroe.
A plena vista de Rachel, a menos de diez metros de ella, esa chica le prometió a Harry tanto amor que sólo un héroe habría aceptado su oferta.
§§§
Las tres parejas acabaron en distintos hoteles, pero de vez en cuando se cruzaban.
Harry Burkhart, sin ir más lejos, estaba de excursión fluvial por el Sena con una mujer que no era la suya cuando vio a Marie Futz hablándole en la orilla, con la ayuda de un libro de frases, a un pintor con cara de no entenderla.
Marie Futz, a su vez, atisbó a los jóvenes y maravillosos enamorados discutiendo amargamente en un banco del jardín de las Tullerías.
El viejo Arthur Futz y una Rachel Burkhart de ojos muy vacíos se cruzaron en el enorme drugstore americano cercano al Arco de Triunfo. El viejo Futz estaba comprando bicarbonato. Rachel, tinte para el pelo y lo que parecía un frasco de dos litros de Chanel nº 5. Ni se dirigieron la palabra. El viejo Futz, por cierto, tenía las uñas negras y parecía presuroso, como si tuviera muchas cosas que hacer.
El viejo Futz se dirigía al farmacéutico en francés. Un francés voluntarioso, chapucero y gangoso, pero firme y decidido. Se hizo entender.
Y cuando acabó la estancia de tres días, el viejo Futz y su querida Marie consiguieron llegar a la Estación del Norte y subirse al compartimento correcto del tren sin necesitar la ayuda de un intérprete. Fueron los primeros en instalarse, y Marie se sentía muy orgullosa de él.
—Pues les sacaste mucho más provecho a esos discos de lo que yo pensaba —le dijo, refiriéndose a esas grabaciones con las que habían intentado aprender francés.
—No aprendí nada de esos discos —repuso Futz—. Un idioma no es más que unos ruidos que la gente hace con la boca. Si alguien me dirige un ruido, yo le respondo con otro.
—Pues mis ruidos nunca los entendía nadie —dijo Marie.
—Eso es porque en realidad no hablabas de nada en concreto —sentenció Futz.
Marie encajó el insulto con resignación. Les había hecho perder el tiempo a un montón de franceses con su amable, desenvuelta y esperanzada jerigonza.
La siguiente en aparecer fue la adorable jovencita… A solas. Si el amor la había aislado de los demás pasajeros durante el trayecto a París, algo mucho menos alegre cumplía ahora esa función. No saludó a los Futz. Se sentó muy seria, refugiada en su rico mundo interior. No llevaba maquillaje e iba envuelta en esa dignidad tan común entre las personas inteligentes y tristes.
Llevaba reloj, pero no lo consultaba. Tampoco miraba con expectación hacia el pasillo ni por la ventanilla. No esperaba a nadie.
Los últimos en llegar fueron Harry y Rachel Burkhart. Les acompañaban un policía, un revisor, un maletero y un joven de la embajada norteamericana.
Harry estaba borracho y desaliñado. Llevaba la corbata torcida, le faltaban botones en el abrigo y lucía unas enormes manchas en codos y rodillas. Tenía un labio hinchado y una contusión multicolor.
Rachel parecía la reina blanca de los caníbales. Se había teñido el pelo moreno de un color anaranjado zulú. Estaba sobria como una colegiala. Dando muestras de una ternura especialmente conmovedora gracias a su aspecto selvático, ayudó a Harry a subir al vagón.
Harry pasaba mucho de esa ternura, pero la necesitaba con desesperación. Oscilaba entre darle las gracias y enviarla al carajo. En un momento dado, al mostrar su agradecimiento, la llamó Madre.
Cuando el tren se puso en movimiento, Harry saludó a la ciudad con el brazo y dijo, «Adiós, París, adiós, vieja…». Y le llamó a París lo que era la mujer con la que acababa de pasar tres días.
La chica encantadora y solitaria mostró cierto interés ante esta peculiar despedida, pero enseguida volvió a encerrarse en sí misma.
Había que estar tan loco como Harry para soltarle a la pobre esta burrada:
—Bueno, ya ha visto lo que le ha pasado al marido de ésta —le dijo, señalando con el pulgar a Rachel—. ¿Y al suyo qué le ha ocurrido?
—Lo han retenido —dijo ésta educadamente.
—Pues a mí París no me retiene —atacó Harry—. Soy una de las personas menos retenidas en ese sitio.
Ahora contemplaba con vidriosa especulación al viejo Futz, se balanceaba adelante y atrás y miraba por la ventanilla mientras el tren se abría camino entre porches traseros, dormitorios oreándose y bosques encantados de casquetes de chimenea.
—Señor Futz… —entonó.
—¿Sí? —dijo éste.
—¿Podría hablar con usted en privado?
—¿Y ahora qué vas a hacer, Harry? —se alarmó Rachel.
—Voy a controlar mi vida de nuevo, ¿vale? —dijo su marido.
—No —sentenció Rachel, y no volvió a dirigirle la palabra.
Harry consiguió sacar al pasillo a un Futz muy renuente.
—Le pido disculpas por mi marido —le dijo Rachel a la señora Futz.
—No pasa nada —dijo ésta—. No tiene importancia. Todos los hombres hacen tonterías de vez en cuando.
—¿Sólo los hombres? —comentó Rachel—. Fíjese en mi pelo.
—Y fíjese en mi mano —le dijo Marie, quitándose el guante blanco de la mano izquierda y mostrándosela.
—¿Qué le pasa? —preguntó Rachel.
—Que le falta el anillo de boda —dijo Marie—. Una antigualla hecha polvo —así describió la anciana su anillo nupcial—, tan usado que en un sitio parecía de papel —abrió mucho los ojos en señal de asombro—. Supongo que ahora andará por algún punto del Sena. Y cuando Arthur y yo volvamos a Indianápolis, tendremos que ir a una joyería y él tendrá que comprarle un anillo nuevo a su novia de sesenta y cinco años.
El simbolismo de un anillo de boda perdido era tan emotivo que la chica encantadora se vio atrapada por la historia.
—¿Se le cayó por un puente? —preguntó.
—Por el desagüe de un lavabo en el Louvre —declaró Marie—. Arthur y yo acabábamos de ver la Mona Lisa. A Arthur se le escapó un buen eructo mientras contemplábamos tan maravilloso cuadro. Luego dijo que en el Teatro del Círculo de Indianápolis había una reproducción muy buena. Luego dijo que había visto ciertas portadas del Saturday Evening Post en las que la Gioconda ponía cara de vomitona. Luego dijo que esa sonrisita suya tan graciosa debía de ser fruto del estreñimiento.
—Así que… —dijo Marie—. Me fui al lavabo de señoras y me eché a llorar a moco tendido. Arthur había aplastado mi felicidad como si fuese una cucaracha. Sin pensar en lo que hacía, no paraba de quitarme y ponerme el anillo de boda. Y de repente oí un tintineo y vi cómo ese triste y viejo anillo de oro se iba por el desagüe.
—¿Y no hubo manera de recuperarlo? —preguntó Rachel, atesorando inconscientemente su propio anillo nupcial en un puño apretado y tenso.
—Arthur se tiró tres días trabajando con los fontaneros franceses —explicó Marie—. El dinero no era un problema. Cuando los fontaneros del Louvre se dieron por vencidos, Arthur les pagó para que continuaran. Él mismo exploró el París subterráneo, mientras yo exploraba la superficie, y la verdad es que lo pasamos divinamente. Arthur salió de la trampilla hablando francés como un nativo.
—Y anoche —añadió Marie—, todos los amigos que había hecho bajo tierra nos montaron una fiesta. A Arthur le dieron una corona y a mí un collar, hechos ambos con material de fontanería, y nos declararon Rey y Reina de las Alcantarillas de París.
El tren ya avanzaba a campo abierto.
—Teniendo en cuenta quiénes somos, qué somos y qué hemos sido siempre —dijo la vieja Marie Futz—, no se me ocurre mejor homenaje al final de la vida. Ahora ya puedo volver al 4916 de la avenida Graceland y no volverme a mover.
El tren pasó ante las ruinas de una fábrica bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial.
La anaranjada Rachel observó esas ruinas insalvables y dijo:
—Intuyo que París le da a cada uno lo que se merece.
Una vez más, la chica adorable se vio obligada a pensar en voz alta:
—¿Acaso no hace eso cualquier ciudad que no sea la tuya?
—Yo nunca había visto una ciudad —dijo Rachel— que permitiera a nadie ser tantas cosas con tanta facilidad. Debería haber una gran señal en todas las estaciones de París que dijese, en todos los idiomas, “Esto es un sueño. Adelante, actúa como el idiota que eres y a ver qué pasa” —se tocó el cabello—. En cualquier momento, me despertaré y volveré a tener el pelo negro.
—Yo creo que así está muy atractiva —dijo Marie Futz, caritativa.
—¿Atractiva? —saltó Rachel con feroz ironía—. Ya le diré lo atractivo que resulta. Ya le diré lo atractivos que somos Harry y yo.
Continuó tras una breve pausa:
—En el París de la Francia… Harry y yo nos fuimos cada uno por su lado, para vivir nuestros respectivos sueños. Él opto por una putilla muy mona que le dio todo el amor que yo nunca le había dado. Le sopló quinientos dólares, el reloj de pulsera y los gemelos. Cuando a Harry se le acabó el dinero, la chica llamó a su novio para que le zurrara la badana… Y yo quise demostrar lo atractiva que seguía siendo. No tardé mucho en descubrirlo. Pasé la mayor parte de esos tres días escondida en mi habitación del hotel, huyendo de la clase de tipos a los que atraía: botones y borrachos de más de sesenta.
El tren aminoró al acercarse a una estación, pero no se detuvo. Pasó rozando un muro de ladrillos en el que alguien había escrito con tiza y en letras de dos metros, «Yankee, go home».
Ahora Rachel y Marie esperaban a que la chica les contara su historia. Cosa que ésta nunca hizo, ni a ellas ni a nadie. No le apetecía explicarla porque no sabía si era algo de lo que sentirse orgullosa o avergonzada.
Si la hubiese contado, habría invalidado lo que Rachel decía de París. Y habría establecido un nexo más profundo con Marie Futz, ya que su historia también incluía un anillo de boda. Se llamaba Helen Donovan. Y aunque llevaba un anillo nupcial a la vista de todos, ni estaba casada ni se había casado nunca.
Era una ayudante de bibliotecaria en la embajada norteamericana en Londres, pero aún respiraba el aire de Boston. Llevaba en ultramar exactamente seis semanas, tiempo suficiente para enamorarse de ese joven llamado Ted Asher; y estaba tan enamorada y tan lejos del hogar, que accedió a irse a París con él.
Y el único modo en que consiguió reunir el valor para embarcarse en semejante expedición consistió en comprarse un anillo de boda y que todos lo vieran. Su propio sueño idiota parisino había sido contraer sagrado matrimonio. Mientras que el del chico se centraba en un amor fácil, pasajero y sin compromisos.
Ambos habían acabado asustándose mutuamente y separándose con la virtud de Helen aún intacta.
El viejo Futz volvió al compartimento. Harry le había pedido dinero prestado para irse a buscar un café al vagón restaurante.
—Se recuperará —anunció—. Ya casi está sobrio.
—¿Qué ha dicho de mí? —quiso saber Rachel.
—Que no entendía cómo una mujer tan estupenda como usted podía soportar a un merluzo como él —le informó Futz.
Rachel se fue al vagón restaurante a ver a Harry. La verdad es que el vagón aún no había abierto: sólo había hecho una excepción ante la especial emergencia de Harry. Rachel logró entrar tras aducir que era parte fundamental de dicha emergencia.
El viejo Futz estaba en lo cierto: Harry estaba prácticamente sobrio.
—Hola —le saludó Rachel, sentándose a su mesa, frente a él.
—Hola —contestó Harry.
—Sólo soy yo —declaró Rachel.
Bueno… —dijo Harry—. Me vendría bien tu compañía, si puedes.
Rachel le respondió cogiéndole de la mano.
—He estado pensando en las mayores chaladuras —dijo Harry. Cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz.
—¿Como qué? —preguntó Rachel.
—Quien sabe… Como que igual podríamos llegar a enamorarnos.
—Yo no estoy muy enamorada de mí misma —dijo Rachel.
—Yo también me las he tenido conmigo mismo —le aseguró Harry—. No creo que volvamos a dirigirnos la palabra el uno al otro.
—Igual podríamos volver a intentarlo —dijo Rachel.
Y volvieron a intentarlo. En el trayecto de Calais a Dover, se portaron como novios en luna de miel, unos novios con una pinta más bien deplorable, pero novios a la postre.
En otra parte del barco, Marie Futz desenvolvía una reproducción en yeso de la torre Eiffel de más de medio metro de altura. Era un regalo sorpresa para su marido. Llevaba un barómetro, estaba hecha en Japón y el viejo Futz descubrió de inmediato que el barómetro en cuestión estaba permanentemente atascado en ouragan.
—Lo que cuenta es la intención —declaró—. Muchas gracias.
En la popa del barco, la joven Helen Donovan estaba sola y de pie, hipnotizada por el amanecer. Se quitó el falso anillo de boda y lo arrojó a Francia.
Un francés que andaba por allí cerca tomó nota del asunto. Se acercó a ella y le dijo, «Disculpe, señora, pero no he podido evitar asistir a su dramático gesto».
Se llamaba Gaston DuPont y era vendedor de la Renault. Se disponía a liarla parda en la que consideraba la ciudad más inmoral del mundo, Londres. Y creía estar empezando con muy buen pie al toparse con esa chica tan guapa que acababa de deshacerse del anillo nupcial.
Pero se equivocaba: Helen rechazó sus mal disimuladas proposiciones indecentes.
El pobre Gaston, rechazado por Helen, cayó en muy malas compañías al llegar a Londres. Se lo rifaron a lo grande varias personas, pero en particular una furcia de Piccadilly llamada Iris. Al cabo de tres días en Londres, Gaston tenía peor aspecto que Harry Burkhart tras sus tres días en París.
Helen Donovan empezó a escribir una novela sobre sus tres días en París. Pero las dos primeras líneas que escribió la hicieron abandonar el proyecto: «El amor es una cosa muy rara. Creo que no soy lo suficientemente mayor como para entender todo lo que hay que saber de él».