Señorita Snow, está usted despedida
Eddie Wetzel era un ingeniero a cargo de la fabricación de grandes aislantes en el Departamento de Cerámica de la Compañía General de Forjas y Fundiciones de Ilium, Nueva York. El despacho de Eddie se hallaba situado en el Edificio 59, donde siempre había una película de polvo de arcilla blanca por encima de todo.
Eddie tenía veintiséis años. Y experimentaba unas emociones muy fuertes hacia las mujeres hermosas. Las odiaba y las temía. Había estado casado en cierta ocasión con una mujer muy guapa… La cosa duró seis fantásticos meses. En sólo seis meses, su esposa se cargó sus amistades, insultó a sus superiores, le hizo un agujero de 23 000 dólares en la cuenta bancaria y le desintegró la autoestima. Cuando le abandonó, se llevó los dos coches y el mobiliario. Hasta le sopló el reloj, el encendedor y los gemelos. Y a continuación le pidió el divorcio aduciendo crueldad mental. Le sacó una pensión de 200 dólares al mes.
Así pues, Eddie era una persona bastante severa cuando le asignaron como secretaria a Arlene Snow: dieciocho años, recién salida del Instituto de Ilium y, tras sólo un mes en la compañía, elegida la chica más bella del edificio y sus diecisiete puertas. Acumuló los votos a través del boletín semanal de la empresa, Temas GF&F: 27 421 de los 31 623 emitidos.
—Se merece usted una entusiasta felicitación —le dijo Eddie cuando se enteró del asunto—. Pero, lamentablemente, aquí no estamos para sentarnos adoptando posturitas monas, sino para fabricar aislantes. Así pues, ¿por qué no volvemos al tajo?
Se mostraba sarcástico con Arlene tan a menudo, que la chica agradecía cualquier oportunidad de salir de tan siniestro y polvoriento despacho. Y la principal oportunidad solía proceder de Armand Flemming, director de Temas GF&F. Flemming tenía cuarenta años y era el cuñado del Vicepresidente de Personal y Relaciones Laborales, así como el intimidado marido de una mujer tan dura e inflexible como un memorial de guerra. Armand siempre estaba sacando a Arlene del Departamento de Cerámica para utilizarla como modelo gratuita.
Cada vez que la empresa lanzaba un producto nuevo, Flemming publicaba en su semanario una foto de Arlene sonriendo como una lela ante la novedad de turno. Y cada vez que se acercaba una festividad, Flemming le dedicaba la portada del boletín a alguna foto de Arlene que representara, más o menos, el espíritu de dicha celebración. Para el Cuatro de Julio, hubo una foto de Arlene con un traje de baño de barras y estrellas, encendiendo un petardo tan grande como ella. El titular rezaba: «¡Bang!».
Y cuando llegó Halloween, ahí estaba Arlene mostrando un pánico insuperable ante la presencia de un espectro. El titular era: «¡Qué horror!».
Para Acción de Gracias, Arlene apareció vestida de cintura para arriba de peregrina, y de cigarrera de Las Vegas de cintura para abajo. En esta ocasión, quien la asustaba era un pavo, y el titular decía «Moc, moc, moc».
Fue esta última imagen la que, finalmente, propició el chorreo que le cayó a Flemming por parte de su cuñado, que también era su jefe. Éste le dijo al pobre infeliz que tanto la foto de Acción de Gracias como el titular se le antojaban de muy mal gusto. También le dijo que la empresa en pleno sabía que estaba enamorado de Arlene, pues en el boletín ya no salían fotos de nadie más, y que ya se podía ir olvidando de volver a verla.
Resultó que Arlene estaba en la redacción de Temas GF&F cuando a Flemming le leyeron la cartilla, pero, afortunadamente, ni se enteró. Estaba muy ocupada en el estudio fotográfico, posando con un sucinto traje de Santa Claus y con el brazo desnudo en el cuello de un Rudolph, el Ciervo de la Nariz Roja, de cartón piedra.
§§§
Mientras Arlene posaba y a Flemming le cantaban las cuarenta, Eddie Wetzel estaba que trinaba en su despacho. A falta de secretaria, tenía que redactar su propia correspondencia con dos dedos tiesos y torpes mientras el teléfono no paraba de sonar. Las llamadas nunca eran para él, ni tenían nada que ver con los aislantes. Todas eran para Arlene y todas guardaban algún tipo de relación con su cargo oficioso de diosa del amor de la compañía.
—No… ¡No tengo ni idea de cuándo volverá! —le gritaba por teléfono Eddie a un jovenzuelo—. Sólo soy su supervisor. Nunca me cuenta nada.
Colgó a lo bestia. Estaba bastante congestionado y respiraba con dificultad, aunque haciendo mucho ruido.
Aparecieron Arlene y Flemming. Flemming estaba ausente y grisáceo. No le había contado a Arlene lo ocurrido. Pero lo que más le inquietaba era esa sugerencia de su cuñado de que él, Flemming, estaba enamorado de Arlene.
Se daba cuenta, mientras se le rompía el corazón, de que esa sugerencia había dado en el clavo.
Arlene saludó a Eddie con la habitual incomodidad que éste le propiciaba, y entonces vio un mensaje trazado en el polvo de su escritorio. «Señorita Snow», había escrito Eddie en letras grandes y redondas, «está usted despedida».
§§§
Eddie Wetzel no dudó en añadir sus propios clavos al ataúd de Arlene, por así decir. Si de él dependía, ésa iba a salir de allí pitando.
Eddie fue capaz de demostrar que la muchacha era insolente y creída, que se distraía con facilidad y que, como mecanógrafa, era lenta y chapucera. No entendía ni su propia letra, carecía de lealtad hacia el Departamento de Cerámica, ostentaba el record empresarial de retrasos y absentismo y era tan disciplinada como un gato negro y tuerto.
Una mezcla de cobardía y sentido común impidió que nadie de la compañía le ofreciese trabajo. Cualquier hombre que requiriera sus servicios llamaría la atención, de manera inevitable, sobre la naturaleza de esos servicios.
El pobre Flemming era quien menos podía ayudarla. Se retiró a su despacho a darle vueltas al asunto, pero su mujer le llamó para repetirle palabra por palabra lo que ya le había dicho su cuñado: que no iba a volver a ver jamás a Arlene. A la que se refirió como esa lagarta.
Cuando Arlene abandonó la empresa esa misma tarde, tuvo lugar una patética ceremonia en la puerta principal. Le quitaron la credencial de empleada, que consistía en su rostro angelical entre dos piezas de plástico transparente. Allí se quedó la pobre, sobre el gris y ácido fango derretido del invierno en Ilium; y el guardia de la verja, siguiendo las normas de la empresa, partió la credencial en dos con unas enormes tijeras y arrojó ambos trozos a la papelera.
No podía ni mirarla a los ojos.
Arlene se internó en la noche, otro rostro pálido en un mar de rostros pálidos. Las farolas borrosas de aguanieve no iluminaban lo suficiente a los transeúntes como para que éstos repararan en que Arlene había estado llorando.
Cuando llegó a su parada de autobús, Armand Flemming la estaba esperando. El hombre no solía usar ese medio de transporte. El coche con el que había venido a trabajar se había quedado tirado en el aparcamiento de la empresa, vacío a partir de las cinco, la hora de salida.
—¿Esta noche va en autobús, señor Flemming? —le preguntó Arlene.
—Autobús, avión, tren… —dijo Flemming—. ¿Quién sabe en qué iré antes de que acabe la noche?
—¿Cómo dice? —preguntó Arlene.
—Me gustaría invitarla a una copa —dijo el hombre—. Le debo eso, por lo menos. Me siento totalmente responsable de lo ocurrido.
—No tiene por qué —le dijo Arlene.
—Ya lo sé —dijo él—. Pero estoy harto de hacer siempre lo que tengo que hacer. A partir de ahora, voy a hacer lo que yo quiera.
Se le veía un poco alterado, pero Arlene estaba demasiado ocupada con sus propios asuntos como para darse cuenta.
—Insisto en invitarla a tomar algo.
Así pues, Arlene y Flemming acabaron en un bar tranquilo y pequeño que había en un callejón. El neón rojo emitía unos parpadeos legañosos. «Bar», ponía. Lo que Arlene y Flemming no sabían era que Eddie Wetzel vivía en el apartamento de encima y solía pasar por el bar cada noche, a la salida del trabajo, para tomarse un par de martinis.
Eddie estaba ahora sentado en su reservado habitual, leyendo una carta de su ex mujer. Todavía le amaba, decía ella, así que, ¿sería tan amable de enviarle 142 dólares con 75 centavos? Había sufrido un pequeño accidente, decía, y el dinero serviría para reparar el coche. «No me parece justo», escribía, «tener que pagar por asuntos inesperados, y estoy segura de que el juez me daría la razón».
La carta procedía de Miami Beach.
La conversación del reservado contiguo se introdujo en su línea de pensamiento. Al cabo de un momento de cotilleo involuntario, Eddie se dio cuenta de quiénes eran sus vecinos.
—Arlene, yo siempre he seguido la ley del mínimo esfuerzo —decía Armand Flemming—. Nunca he llegado a dar la cara realmente y vivir… Nunca he hecho las cosas que debería haber hecho, las que quería hacer.
—Qué lástima, señor Flemming —dijo Arlene.
—No he perseguido la felicidad —continuó Flemming.
—Francamente, me temo que ninguno de nosotros lo hace —reflexionó Arlene.
—¿Y no va ya siendo hora? —dijo Flemming—. ¿No va siendo ya hora de hacerlo? —se inclinó hacia delante—. Pendant toute notre vie, Arlene —añadió—, jouissons de la vie.
—Me temo que no le he entendido —dijo Arlene—. Yo hice cursos de negocios, mayormente.
—Mientras vivamos —tradujo Flemming mientras cubría la mano de la muchacha con la suya—, ¡disfrutemos de la vida!
Flemming no sabía mucho francés. De hecho, era la primera vez que decía algo en ese idioma. La cita procedía de un delantal que su mujer le había regalado el último Día del Padre.
—Hoy algo ha hecho clic en mí, ¡y a partir de ahora voy a vivir! —se aclaró la garganta—. ¡Y quiero que tú también vivas!
—¿Después de todo lo que el señor Wetzel ha dicho de mí? —comentó Arlene—. Sólo tengo ganas de hacerme un ovillo y morir.
—Olvídate de Eddie Wetzel —le dijo Flemming.
—No sé cómo —repuso Arlene—. Es el tío más mezquino que he visto en mi vida… —se estaba animando un poco—. Y sin motivo alguno. Yo nunca le hice ningún daño.
—Te ayudaré a olvidarlo —dijo Flemming.
—¿Cómo? —preguntó Arlene.
—Pues alejándote de todo esto: del aguanieve, del frío, de los Wetzels de este mundo, de la Compañía General de Forjas y Fundiciones, de la hipocresía, del miedo, de la mojigatería, de las segundas intenciones, del conformismo, de los matones, de los compromisos, del no hacer jamás lo que realmente queremos hacer… —clamaba Flemming—. Arlene, eres lo más bonito que he visto en toda mi vida. No puedo soportar la idea de que te salgas de ella. Te amo. Quiero que te fugues conmigo esta misma noche.
Arlene se quedó pasmada.
—¡Señor Flemming!
—¿Sabes qué hice cuando te despidieron? —continuó Flemming—. Fui a mi despacho a darle vueltas al tema. Luego me fui a la oficina del cajero y reclamé mis bonos de guerra, cada céntimo de contribución a mi fondo de pensiones y todas las acciones acumuladas gracias al plan de incentivos —se abrió la chaqueta del traje y le enseñó a Arlene los bolsillos interiores, que estaban abarrotados de garantías negociables—. En estos momentos —dijo Flemming, agarrándola de la mano—, valgo 7419 dólares. ¿A dónde te gustaría ir, Arlene, para olvidarte de Eddie Wetzel y de toda esa gente retorcida y frustrada como él? ¿A Tahití? ¿Acapulco? ¿La Costa Azul? ¿El valle de Cachemira?
—Oh, señor Flemming… —dijo Arlene mientras se ponía de pie y trataba de recuperar su mano—. Yo le estoy muy agradecida por las cosas tan bonitas que me ha dicho, y siempre le reservaré un lugar muy especial en mi corazón… Pero creo que más vale que me vaya a casa.
—¿A casa? —dijo Flemming, incorporándose a su vez y sin soltarle la mano—. ¿Te crees que voy a dejar escapar la felicidad como si tal cosa?
—¿Y por qué está tan seguro de que yo sería su felicidad?
—¿Pero no te has visto? —entonó Flemming—. ¿Acaso no eres consciente del aspecto que tienes?
—Esa es una de las cosas que dijo el señor Wetzel… —comentó Arlene—. Que me miraba demasiado a mí misma.
Flemming convirtió la mano libre en un puño.
—Debería haberle pegado —dijo, enseñando los dientes—. ¡Cómo me habría gustado partirle la cara!
—Me alegro mucho de que no lo hiciera —dijo Arlene, que seguía intentando recuperar la mano sin herir los sentimientos de ese hombre dispuesto a sacrificarlo todo por ella.
—Así habrías visto que soy un hombre —clamó Flemming, cargado de adrenalina. Y entonces vio que aún le quedaba otra oportunidad: Eddie Wetzel estaba a su alcance en el reservado de al lado.
La pelea fue breve y carente de ambigüedad. Flemming acabó con la nariz sangrando sin haberle puesto un dedo encima a Eddie Wetzel.
Y a continuación, el barman los echó a los tres del establecimiento, lanzándolos a la pringosa noche.
—A partir de ahora —le dijo el hombre a Arlene, que ya estaba llorando—, ¡hazme un favor y llévate a tus novios a otro sitio!
Subieron los tres al apartamento de Eddie para evitar que al pobre Flemming le siguiera sangrando la nariz. El pisito en cuestión era pequeño y estaba deprimentemente vacío. No había cortinas, ni alfombras, ni mesas: solo dos baratas sillitas de cocina para sentarse. La única cama, el estrecho lecho en que ahora yacía Flemming, era un catre del ejército procedente de algún sobrante.
—Ay, Dios… —le comentó Flemming al techo—. Cuanto más viejo, más tonto.
—No pretendía darte tan fuerte —le dijo Eddie—. Lo siento. La verdad es que no tenía la menor intención de pegarte.
—Ojalá me hubieses matado —declaró Flemming.
Arlene estaba en la cocina, envolviendo cubitos de hielo en un trapo para colocárselo a Flemming en la nariz. En el frigorífico no había nada más que una rodaja de salchichón y una lata de cerveza. Averiguar dónde comía Eddie se le antojaba a la muchacha un misterio, ya que no había mesa.
Y entonces vio los restos del desayuno tirados encima de la nevera. Ahí era donde comía Eddie, de pie. Y ahí estaba también el único objeto decorativo del apartamento: la fotografía de una novia extraordinariamente atractiva en un marco dorado.
Apareció Eddie y pilló a Arlene contemplando la foto.
—Natalie —anunció.
—¿Qué? —preguntó Arlene.
—Que se llama Natalie —respondió Eddie—. Supongo que ya lo sabes. Seguro que las demás chicas del departamento ya te habrán hablado de Natalie y de mí nada más incorporarte al trabajo.
—Así es —reconoció ella—. Y lamento mucho lo que le pasó a tu matrimonio.
—Fui tan idiota como para creer que era tan buena como parecía —dijo Eddie—. Craso error.
—Si se portó tan mal contigo, ¿por qué conservas su foto? —le preguntó Arlene.
—Es como si te pegan un tiro y te quedas la bala de recuerdo —repuso Eddie. Cambió inmediatamente de tema, pasando torpemente al siguiente—. Mira, lamento lo que ha ocurrido hoy, siento haber tenido que echarte.
—Pues explicaste muy bien por qué tenías que hacerlo —dijo Arlene—. Y me temo que tenías más razón que un santo. Tal como lo contaste, la verdad es que me lo merecía.
Eddie agitó las manos en el aire:
—Bueno… Tampoco es tan grave. No es que tengas una familia que mantener ni nada parecido.
—Cierto —dijo ella.
En esos momentos, Arlene le habría dado la razón dijera lo que dijese, pero sus palabras estaban tan vacías como el frigorífico de Eddie. Se sentía demasiado interesada en él, por su condición de espécimen curioso, como para preocuparse mucho de lo que decía. Creía haberse hecho ya una idea muy precisa sobre su catástrofe conyugal.
—De hecho —comentó Eddie—, no creo que una chica como tú deba dedicarse a esas cosas.
—¿Y a qué debería dedicarme? —preguntó Arlene con interés.
Eddie se encontró con que no sabía qué decir. Se sentía tan confuso y alarmado ante la belleza que no se le ocurría ningún sitio normal en el que situarla.
Un largo y lastimero gemido de Flemming le sirvió para retrasar un rato su respuesta.
§§§
A Flemming le había dejado de sangrar la nariz por su propia cuenta. Ahora, el hombre estaba sentado al borde del chirriante jergón de Eddie, lamentándose del desastre en que había convertido su vida.
—En realidad, las cosas no son tan espantosas, ¿verdad, señor Flemming? —le dijo Arlene—. Mañana mismo puede usted devolver el dinero, los bonos y toda la pesca.
Flemming negó con la cabeza.
—La nota, la nota —dijo.
Resultó que había dejado una nota de despedida encima de su escritorio, una nota en la que enviaba a tomar por saco a todo el mundo de manera explícita, con especial inquina hacia su cuñado el Vicepresidente y su señora de armas tomar.
—Lo mejor que haya escrito jamás… Lo único sincero que he escrito en la vida —dijo Flemming—. Les decía a todos que me disponía a vivir, que me iba a los Mares del Sur a escribir la gran novela americana —se estremeció—. A estas alturas, ya la habrán leído todos.
—Pues adelante con los faroles —le animó Arlene—. Váyase realmente a los Mares del Sur. Y escriba ese libro.
—¿Sin ti? —dijo Flemming con pocas esperanzas de que ella se fugara con él en su lamentable estado presente.
—Yo nunca me iría con usted —razonó la muchacha—. Es que yo no le amo, así que nunca haría algo así.
Flemming asintió.
—Pues claro que no —dijo. Y cerró los ojos—. Hoy es el día en que se me fue la olla —declaró—. Hoy es el día en que me volví loco. Hoy es el día en que demostré no ser un hombre y destruí mi carrera de un plumazo.
—Todavía podría recuperar el trabajo y a su mujer… Si así lo desea —le dijo Arlene—. Todo el mundo lo entendería.
—Si así lo deseo —repitió Flemming—. Tú, querida, eres lo único que deseo.
—Pero si ni siquiera me conoce —dijo Arlene. Se volvió a Eddie—. Y tú tampoco. Para vosotros dos, sólo soy la idea de una chica guapa. La muchacha que hay en mi interior podría cambiar cada cinco minutos y ni os daríais cuenta. Intuyo que eso es lo que te pasó con tu mujer —dijo dirigiéndose a Eddie.
—Yo me porté muy bien con mi esposa —aseguró Eddie.
—Teniendo en cuenta que no sabes cómo somos realmente —le dijo Arlene—, te informo de que una mujer tiene que hacer todo tipo de chaladuras con la única intención de demostrarse a sí misma que está viva. Tú nunca se lo dijiste. Cuando una chica hace algo malo, suele ser porque hay alguien que no le presta la debida atención.
Se volvió hacia Flemming.
—Gracias por hacerme tan famosa —le dijo. Y se marchó.
§§§
Flemming vio partir a Arlene y luego se fue a su vez.
—De vez en cuando, sienta muy bien salirse de la rutina —dijo sarcásticamente—. Buenas noches y felices sueños.
Eddie dio por sentado que Flemming volvía a casa. Y ahí es donde también Flemming daba por sentado que se dirigía.
Pero cuando Flemming, de camino a su coche solitario en mitad del aparcamiento de la empresa, pasó junto a Arlene, que estaba esperando el autobús, ésta le preguntó si se dirigía a casa.
Y él se detuvo y le dio unas vueltas al asunto, para luego concluir:
—¿A casa? ¿Pero tú estás loca?
Y se dio la vuelta de regreso a la ciudad. Y acabó yéndose realmente a Tahití.
El autobús de Arlene tardaba en llegar, tanto que Eddie, que había salido a buscarla, la encontró antes de que ella saliera de su vida para siempre.
—Oye… —le dijo—. ¿Podría llevarte a cenar a algún sitio?
—¿Y por qué habrías de hacerlo?
—Porque estoy en deuda contigo… Por todo —dijo él.
—No me debes nada —le aseguró ella.
—Entonces puede que me lo deba a mí mismo… —dijo Eddie—. Para demostrar que puedo tratar a una chica guapa como Dios manda —suspiró—. ¿O ya es demasiado tarde para intentarlo?
Arlene le dedicó una sonrisa leve y tristona que delataba su voluntad de perdonar y olvidar en determinadas circunstancias ideales.
—No —dijo—, para eso nunca es tarde.