La cartera del cretino
Todo el mundo tiene tendencia a comprar lo que vendo, pues mi mercancía consiste en consejos para hacerse rico, probablemente, y sobre qué acciones y bonos comprar o vender… y cuándo. Son los consejos de un experto, y yo me los curro. Pero por buenos que sean, no todo el mundo puede ser cliente mío porque no todo el mundo tiene capital para arriesgar; o sea, dinero para la Bolsa y para mí.
Hay más gente con pasta disponible de la que parece, y mi trabajo consiste, si es que quiero seguir comiendo, en descubrir a los que no abren la boca y convencerles de que sería una tontería no aceptar mi ayuda. Es decir, que los tontos serían ellos. Pero, siendo América como es, averiguar quién tiene pasta y quién no se convierte en una pesadilla.
Nunca se me había pasado por la cabeza convencer de la necesidad de una buena cartera de valores —o sea, asegurarse el bienestar con valores fijos— al viejo bocazas deshilachado que vendía periódicos a la entrada de mi apartamento. Pero cuando murió, la policía le encontró en el colchón 58 000 dólares en capital de riesgo. Y peor aún: antes de que pudiese recuperarme de la impresión, su heredero había invertido toda la pasta en un motel de Florida.
La ropa no te da pistas. Un sombrero elegante, un traje gris de banquero, la corbata del regimiento o unos zapatos negros bien lustrados son tan útiles para saber si alguien tiene dinero como la forma de sus orejas. Sí, vale: yo llevo un buen sombrero, traje gris de banquero, la corbata del regimiento y zapatos negros lustrosos.
Así pues, encontrar clientes tiene mucho de lotería, pues pueden salir de cualquier parte y presentar cualquier aspecto.
Por una herencia llegué a uno de mis clientes, un joven con la pinta más conservadora que se pueda imaginar. No pensé que podría camelarlo para ninguna inversión remotamente especulativa, de esas que suben o bajan con rapidez, pero que normalmente suben. Pero tras brindarle una cartera de 20 000 dólares lo más estable y conservadora posible, el muchacho tiró 10 000 a la basura, y aún estoy esperando que se arrepienta.
Se llama George Brightman y me heredó de sus padres adoptivos, dos personas encantadoras que figuraban entre mis primeros clientes. Poco después de ponerles la cartera en condiciones, perdieron la vida en un accidente automovilístico y yo seguí ocupándome de sus asuntos en nombre de su hijo adoptado y heredero, George.
Yo me tomo mi trabajo muy en serio y siento un afecto especial por mis primeros esfuerzos. La cartera Brightman fue un buen trabajo: equilibrada y sólida. A su manera, estaba hecha con amor, ya que los Brightman aspiraban a que su hijo la heredara en el futuro, y a George lo adoraban. Pues nada, la hora de George llegó mucho antes de lo esperado y yo me puse de los nervios cuando empezó a dinamitar el pequeño, aunque pulcro, edificio financiero que le habíamos construido.
George era cliente mío seis meses antes de llegar a conocerle. Era un estudiante de teología de la Universidad de Chicago y nos comunicábamos por correspondencia y llamadas telefónicas de larga distancia.
Sus padres me habían dicho que era un chaval saludable, bondadoso y espléndido, que avanzaba en sus estudios de teología; y ni sus cartas ni sus conversaciones telefónicas me dieron ningún motivo para pensar lo contrario. Sí creía que era excesivamente confiado e inocente a la hora de afrontar sus asuntos económicos, pero la verdad es que dichos asuntos estaban en manos de un hombre honrado, afortunadamente, por lo que podía permitirse el lujo de decirme que hiciese lo que me pareciera bien con sus 20 000 dólares. En ocasiones, sus respuestas a mis preguntas y sugerencias eran tan ausentes que uno se preguntaba si le importaba lo más mínimo la cartera o si tenía la más vaga idea de lo que era y de cómo funcionaba. Hasta que un día dejó de mostrarse ausente.
La primera señal del cambio consistió en una carta del tal George, diciendo que volvía a casa a pasar una semana y reclamando 519 dólares con 29 centavos. A primera vista, la carta parecía falsa, y me temí que algún mangante hubiese atisbado la maravillosa posibilidad de vaciarle al chico los bolsillos aprovechando que tenía la cabeza en las nubes. La letra de George, por lo que yo sabía, era tan recta y suavemente poderosa como esas lentas olas marinas que se enfrentan al viento. La letra que reclamaba 519 dólares con 29 centavos era chapucera y confusa.
Fue únicamente cuando comparé esa carta con otras anteriores de George cuando comprobé que todas habían sido escritas por la misma mano. Las suaves olas habían sido atacadas por la tormenta.
§§§
—Soy George Brightman —dijo amablemente al entrar en mi despacho.
—Ya me lo parecía —repuse—. Vi muchas fotos tuyas cuando trabajaba con tus padres. Y te vi de lejos en el funeral.
—En esos momentos no tenía muchas ganas de conocer a nadie.
—Muy comprensible.
Para ser un hombre era muy bajito: poco más de metro y medio, diría yo. Su rostro no era ese pan de kilo apacible, brillante y amistoso que yo recordaba de las fotografías. Aunque cuando lo atisbé en el funeral, claro está, su cara estaba distorsionada por el dolor. La que ahora tenía ante mí era inquieta y agitada, un poco alterada: contrastaba con el traje de franela de color gris oscuro y la corbata negra que llevaba.
Yo iba predispuesto a una charla agradable y entretenida, pero el muchacho parecía tener mucha prisa con respecto a algo.
—¿Dónde está mi dinero? —preguntó.
Le entregué un cheque personal por la suma que había solicitado. Junté las palmas de las manos, apreté los labios juiciosamente y me eché hacia atrás en el asiento: la viva imagen de un experto.
—Bueno, verás, el dinero procede de la venta de cien acciones de las Exploraciones Mineras de Nevada —le informé—. La cartera se nos queda un tanto desequilibrada, debilitada en lo concerniente a recursos naturales. En mi opinión…
—Pues nada, gracias por todo —dijo George—. Haga lo que considere oportuno —y se dispuso a partir.
—¡Un momento! ¡Espera! —le dije—. Tenemos mil dólares de las Minas de Nevada, así que dispones de un sobrante en efectivo de aproximadamente 480 dólares que supera ese cheque. Mira, resulta que hay una interesante empresa dedicada al zinc, pequeña, pero antigua y bien llevada, en la que no sería ninguna tontería invertir esos 480 dólares. Recuperaríamos parte del equilibrio perdido y…
—¿Podría pillarlo?
—¿El stock de la empresa de zinc?
—La pasta sobrante —dijo él—. Los 480 dólares.
—George —entoné sin alterarme—. ¿Puedo preguntarte para qué los quiere?
—Tal vez se lo cuente más adelante —dijo el muchacho, con los ojos brillantes—. Es mi dinero, ¿no?
—Sí que lo es, George. No tengas la menor duda. Pero…
—Y si quiero más, sólo tengo que decirle que venda algo. ¿No es así cómo funcionan las cosas?
—Como la seda, George —le dije con cierto sarcasmo—. Pero…
—Muy bien. Pues fírmeme un talón por… Por el efectivo sobrante —ese término le encantaba.
Rellené lentamente el cheque.
—Puede que no sea asunto mío, George —le dije—, pero no te habrás cruzado con algún simpático desconocido que se ofrece a doblar tu dinero, ¿verdad?
—En el momento adecuado, se enterará usted de todo —dijo él.
—Entonces ya será demasiado tarde —le dije, pero ya se había ido.
§§§
No soy ningún artista, pero creo sinceramente que mi trabajo se parece mucho a la pintura. Me pone de los nervios ver una cartera de valores maltratada, del mismo modo que a un pintor le duele ver un cuadro que no acaba de estar bien hecho. Tras el ataque de George a sus inversiones, que era como hacerle un agujero a un lienzo, yo no podía pensar en otra cosa. Y no podía quitarme de la cabeza que a ése —a ambos, en realidad— le estaban timando. Antes de que acabara la tarde, me convencí a mí mismo de que debía obedecer un sagrado mandato con respecto a los asuntos de George. Todos ellos.
Llamé a la YMCA, la residencia de jóvenes cristianos, y descubrí que se alojaba allí, por supuesto. Cuando se puso al teléfono, parecía aún más alterado que cuando pasó por el despacho.
—Deberíamos vernos lo antes posible para hablar de negocios —le dije—. ¿Qué tal si cenamos?
—Esta noche no, esta noche no —dijo él—. Precisamente esta noche, ni hablar. Y además, tampoco tengo hambre.
—¿Almorzamos mañana?
—Sí. Vale, de acuerdo.
Cité un restaurante en el que podríamos quedar.
—George —le dejé caer—. He estado pensando en tu portafolio.
Lo que había estado pensando era que, si alguien le estaba tentando con rápidas perspectivas de lucro, a mí me tocaba hacer lo propio con ciertas propuestas especulativas de alto riesgo en las que, al menos, él tuviese una mínima oportunidad de ganar.
—Si puedes conservar el dinero que te has llevado esta tarde hasta nuestra charla de mañana, creo que podría enseñarte una manera de invertirlo para conseguir, en un breve lapso de tiempo, un incremento de…
—Ya hablaremos mañana —dijo George—. Ahora tengo la mente muy ocupada como para pensar en inversiones.
—Hum —dije yo—. Conservarás el dinero hasta mañana, ¿verdad?
—No puedo —dijo él. Y colgó.
Pasé una noche agitada intentando imaginar qué podría costar 519 con 29, ser entregado después del anochecer y entusiasmar a un estudiante de teología.
A la mañana siguiente, llamé una docena de veces a la YMCA y siempre me decían que George pensaba descansar hasta el mediodía y no podía ponerse al teléfono.
A las doce aceptó ponerse, y pude escuchar el eco de sus pisadas por el pasillo mientras se acercaba al teléfono. Sonaban como brochazos de un trapo mojado.
—¿Sí? —dijo con una voz que parecía el graznido de un pato.
—¿George?
—Sí.
—¿Qué tal esa súper noche?
—Sí.
—Almuerzo, George… ¿Dentro de una hora?
—Sí.
—George, ¿te encuentras bien?
—Sólo Dios podría darle a un hombre un dolor de cabeza como éste —farfulló.
—Supongo que podríamos cancelar el almuerzo. ¿Qué tienes? ¿Algún virus?
—Pecados es lo que tengo —dijo George con una voz espesa—. Iré. Tengo que hablar con usted.
No necesitaba preguntárselo para saber que el dinero había desaparecido sin recibir a cambio satisfacción alguna: mil dólares arrojados por la ventana. No podía evitar cierta satisfacción perversa mientras esperaba a George en el restaurante. Algo había obtenido, en cierta medida: una contundente lección de economía que nunca olvidaría. Podría haber sido mucho peor, me dije. Aún le quedaban 19 000 dólares a los que agarrarse para lo que le quedara de vida.
Cuando George apareció por el restaurante y se puso a buscarme con la mirada, sus ojos parecían hogueras moribundas al fondo de una cueva. Quien se lo hubiese llevado al huerto, lo había emborrachado a conciencia: un truco que a mí me habría parecido imposible de llevar a cabo.
—¿A dónde fuiste anoche, George? —le pregunté en tono jovial.
—Da igual —dijo él con expresión desolada, y durante la comida, que no pudo tragar, apenas si abrió la boca.
—¿Decías que querías hablar conmigo? —le insistí suavemente.
—Primero tengo que pensarlo —dijo él—. Tengo que verlo muy claro.
—Tómate tu tiempo, no hay prisa —le dije yo.
Y para hacer pasar el tiempo, me puse a hablar cabalmente, creo yo, de esos hombres que habían perdido el dinero a manos de timadores de uno y otro signo y que habían hecho el tonto dos veces al no acudir con sus cuitas a la policía.
—Así es cómo los timadores siguen a lo suyo —le dije al muchacho—. Uno se siente tan tonto después de la tomadura de pelo, que no quiere que nadie se entere de lo idiota que ha sido.
Observé cuidadosamente a George en busca de alguna muestra de interés.
—En fin —dijo George con apatía.
—¿Cómo que en fin? —salté indignado—. Los timadores le soplan a la gente honrada millones de dólares al año. Hay que tener agallas y denunciarlos.
George se encogió de hombros:
—«Es más fácil que un camello atraviese el ojo de una aguja que un rico entre en el reino del Señor». Puede que los timadores le estén haciendo un favor a la gente.
Me quedé atónito.
—¡George! Seamos prácticos.
—Creí que lo estaba siendo.
—Lo cierto, George, es que hay un término medio entre estar tieso y estar podrido de dinero. Vamos a ver, a fin de cuentas, llegará un momento en el que tendrás que mantener a una familia, y seguro que querrás darles a tus hijos ciertas ventajas que cuestan dinero. Un hogar confortable, buenos colegios, comida abundante y saludable. Esas cosas son importantes para un niño.
—Eso es verdad, ¿no? —comentó George con repentina intensidad.
—Sí tú no hubieras crecido en un hogar confortable, si tus padres no hubiesen sido incapaces de costearte la universidad, habrías sido una persona totalmente distinta, George. Esas cosas son importantes.
—Ya lo sé —dijo él con voz grave—. Estoy aprendiendo. Si no me hubiesen adoptado de pequeño, me habría quedado en el orfanato… —se le abrieron mucho los ojos—. Si no llega a ser por la gracia de Dios…
Yo estaba encantado.
—Pues ya lo ves, George, tienes que ponerle interés a la cartera y no hacer tonterías con ella, pues en realidad pertenece a tus hijos. Eso sí, como te decía ayer, está floja en recursos naturales, y he pensado que podríamos vender parte de las químicas y…
George se puso de pie.
—Por favor —dijo contrito—. En otro momento. Me encuentro bastante atontado. Más vale que me vuelva a la habitación a tumbarme —echó mano al bolsillo en busca de la cartera.
—No, no, George, ésta es mía.
—Gracias. Muy amable —dijo él.
Había sacado algo del bolsillo y lo estaba observando con una expresión muy similar a la náusea. Era un palito de plástico de los de remover cócteles. Lo rompió de forma vengativa, dejó los trozos en un cenicero, sonrió melancólicamente y se marchó.
Escrito en el palito había un nombre que a George debió parecerle extremadamente irónico: Club Alegría.
Todo va estupendamente, me dije, y di por hecho que se habían acabado los problemas con George. El chico había aprendido algunas cosas de importancia y yo había contribuido a enseñárselas. Esa idea me hacía feliz, así que pasé la tarde trabajando tan ricamente.
Silbaba al cerrar el despacho cuando sonó el teléfono.
—¡Ah! —dije alegremente—. Eres tú, George. Te oigo mucho mejor. Recuperado al cien por ciento, diría yo.
Sí, gracias —dijo él con educación—. Me preguntaba si podría usted decirme una cosa.
—De mil amores.
—¿Cuánto había en mi cartera antes de vender una parte?
—¿Hasta el último centavo?
—Por favor.
—Bueno, pues… Tendré que hacer algunos números. Espera —cinco minutos después, me vi capaz de darle una cifra exacta—. Al cerrar esta misma tarde, tenías 19 021 dólares con cincuenta centavos. Y con el efectivo de ayer, 20 021 con 50.
—¿Y la mitad de eso sería…?
—Bueno, veamos. Veinte entre dos… Mmmmm… Serían 10 010 con 75.
—¿Y menos 480 con 71 la cosa se quedaría en…?
—Eh… 9530 dólares con cuatro centavos, George. ¿Por qué?
—Necesito vender las obligaciones necesarias para conseguir esa suma, por favor. Hágalo con discreción.
—¿George?
—¿Puede tenerlo listo para mañana?
—George… ¿Qué andas tramando?
—Si quisiera comentarlo, lo haría —dijo fríamente.
—George —adopté un tono suplicante—. Dijiste que me explicarías lo que pasaba en el momento oportuno. No se me ocurre otro momento más oportuno que éste.
—Lo siento —dijo—. Me temo que el momento oportuno ya no va a llegar jamás. Pasaré a por el dinero mañana por la tarde. Adiós.
§§§
El Club Alegría estaba situado bajo las calles de la ciudad. Se trataba de un agujero lleno de humo, plantado sobre la roña, entre las alcantarillas y el metro.
—Tiene que dejar aquí el abrigo y el sombrero, señor —me dijo la chica del guardarropa mientras yo estaba en el umbral del Club Alegría, buscando desesperadamente a George.
Era muy mona, chiquita pero matona, y me miraba entre parpadeos de sus ojazos castaños a través de la algarabía de jazz histérico, sangre, sudor y lágrimas procedente de la sala principal. Llevaba el pelo teñido de un blanco níveo, y de las orejas le colgaban sendos carámbanos de rutilante bisutería. El vestido era tan corto que, desde donde yo me encontraba, no parecía llevar mucho más que la trampilla del quiosquito.
Acarició mi sombrero Homburg y mi abrigo Chesterfield mientras los colgaba.
—Igualito que Walter Pidgeon haciendo de embajador o algo parecido —dijo.
Sus dedos se demoraron unos instantes en la palma de mi mano mientras me entregaba la chapa de metal.
A punto estuve de preguntarle si había visto a alguien que encajara con la descripción de George, pero cambié de idea. Si alguien del Club Alegría había metido a George en un fregado de 10 000 dólares, me dije, sería muy poco juicioso —o más bien suicida— mostrar curiosidad por el muchacho o por la naturaleza de sus problemas.
Me quedó muy claro al observar la sala principal del Club Alegría que carecía de tal sentimiento; estaba ocupada por borrachos babosos y borrachos siniestros, así como por algunos tipos más sobrios que una lápida, de rostro frío y pálido, que lo observaban todo en el espejo azul situado detrás de la barra. Me observaban a mí.
Pedí una copa y di una vuelta en busca de George. No estaba. Miraba con discreción, pero muchos se dieron cuenta y me temo que no les gustó. En especial, a los tipos de tez pálida.
No pensaba beber gran cosa, pero en ese tugurio de pesadilla que era el Club Alegría no había mucho más que hacer. Beber constituía una necesidad física para los que no habían nacido insensibles. Todo mi sistema nervioso pedía a gritos anestesia, previendo una larga estancia en el club, y empecé a entender cómo había acabado George con aquella resaca criminal.
Al cabo de dos horas, a medianoche, George seguía sin aparecer. Pero había tenido lugar una novedad importante: me había convertido en el tío más duro de la zona, en un implacable detective privado dispuesto a salvar a George. Con esos ojos cargados que habían visto de todo, valoraba a la gente a medida que iban entrando; muchos de ellos apartaron la vista con inquietud.
Me volví hacia el gordo empapado en alcohol que tenía sentado en el taburete de al lado.
—No entiendo qué le ha pasado a mi compadre —le dije astutamente—. Habíamos quedado aquí. ¿Tú lo has visto? Un tío muy bajito, con enormes ojos castaños, traje gris oscuro, corbata negra.
—Sí que le conozco. No, hoy no ha aparecido en toda la noche.
—¿Le conoces?
—Lo vi anoche. Y fue la única vez —asintió para sí mismo—. Sí, ese chaval no sabe ni dónde le da el aire. Vaya si lo conozco. Es el que está coladito por Jackie.
—¿Jackie?
—La chica del guardarropa. Tu amigo se pasó la noche aquí sentado, mirándola por el espejo. Aguantaba fatal la bebida.
—¿Ah, sí?
—El barman no paraba de decirle que bebiera más o que vaciara el taburete, así que el chaval pilló una buena cogorza.
—¿A solas?
—Pues sí… Hasta que llevó a Jackie a casa. Aunque no sé muy bien qué es lo que pretendían, ¿sabes? A mí me pareció que el chaval tenía pinta de cura.
§§§
Llevar a Jackie a casa no requería un gran esfuerzo. Parecía una norma de la casa, y resultaba evidente que yo era el tío mejor vestido del local.
Mis recuerdos del trayecto hasta su domicilio —y lo que vino a continuación— son un tanto vagos. Mis intenciones eran de una honorabilidad sin tacha, de eso estoy seguro. Creo que mi plan consistía en descubrir, sin caer yo mismo en ella, qué clase de trampa le había tendido la chica a George. No sé muy bien cómo iba, pero era ingenioso.
Me quedé sopas en el taxi varias veces y sólo pillé fragmentos de la conversación de Jackie, que era tan chispeante como falsa y tan quebradiza como el cristal. No me ahorró ni una: estaba sola y era una chica pobre e indefensa, y había crecido en un severo orfanato, y nunca se había sentido feliz ni comprendida.
Lo siguiente que recuerdo es estar sentado en el sofá de su apartamento, pugnando por mantener los ojos abiertos, mientras ella preparaba unos tragos en la cocina. Pero los ojos se me acabaron cerrando y no me desperté hasta escuchar a un hombre gritar que iba a matar a alguien.
—¿Sí? —dije con los ojos aún cerrados.
—¡Pues vaya! —gritaba el hombre—. Me he tirado años siendo un buen marido, trabajando duramente para ahorrar, y mira con lo que me encuentro.
—¿Qué ocurre? —farfullé, vagamente interesado.
—¡Esto!
—Ah —dije—. Vaya.
—Creí que estabas en Los Ángeles —dijo Jackie.
—¡Ja! —dijo él—. Acabé el trabajo dos días antes de lo previsto. Me apresuro a volver a casa y ¿con qué me encuentro?
—¿Con qué? —le pregunté.
—¡Contigo!
—Ah.
—¡Nos has pillado! —dijo Jackie—. Perdónanos, perdónanos.
—¡Tú! —le dijo a ella—. Ya me encargaré de ti —se volvió hacia mí—. Te has cargado mi hogar, colega, pero ahora yo voy a destrozar el tuyo. Tu mujer se va a enterar de este ultraje mañana mismo a primera hora. ¡A ver qué te parece!
—Yo no me he cargado nada —le dije, somnoliento—. Y tampoco estoy casado. Destrózale el hogar a otro.
—Pues te hundiré la carrera. ¿Qué me dices a eso?
—Que, total, ganaría más dinero en cualquier otra —repuse.
Hubo más berridos de los que puedo recordar, pero fueron amainando con el paso del tiempo hasta que, finalmente, me arrojaron al pasillo y cerraron la puerta.
Dormí hasta mediodía y no llegué al despacho hasta después del almuerzo, que no pude ni tocar. George me estaba esperando.
—¿Lo ha conseguido? —inquirió.
—¿El dinero? —me eché a reír, le di unas palmaditas paternales y lo senté en un sillón—. No, George, no lo he conseguido. Pero tengo algo que decirte: estás fuera de peligro, chaval.
—¿Qué peligro? —preguntó. Parecía molesto.
—George, anoche conocí a una chica muy mona llamada Jackie. De hecho, la acompañé a su casa.
George se puso de un rojo carmesí y se incorporó:
—¡Me da igual lo que me cuente!
—Tranquilo, George, tranquilo. Es el truco más viejo del mundo, el timo del marido adúltero, y lo único que hay que hacer es enviarles al carajo. Entonces apuntarán más bajo. Tú les dices que se queden con tu reputación en vez de con tu dinero y no les vuelves a ver el pelo. ¡No hay que darles ni un céntimo!
—No pienso discutirlo —dijo George—. Hágame el favor de tener el dinero listo para esta tarde.
—George —le insistí—, si no te enfrentas a esos dos, yo mismo acudiré a la policía a denunciarlos. También lo intentaron conmigo. Y aunque les dieses la mitad de lo que tienes, George, las cosas no acabarían ahí. Si empiezas a pagarles, no te dejarán en paz hasta que te lo saquen todo y más.
—Si hace que los detenga, usted y yo hemos acabado.
—Si te dejo que les des el dinero, yo mismo me desentiendo —le informé—. Ya les has dado mil dólares, y eso son mil dólares de más.
—No les he dado mil dólares, ni nada que se le acerque —afirmó George—, pero pienso hacerlo. Por favor, consígame el dinero y no le hable a nadie de esto. ¿O voy a tener que llamar a la policía?
—¿Para que los detenga? ¡Por supuesto!
—Para que le detengan a usted —dijo George.
§§§
Estaba tan cabreado que le dejé con la palabra en la boca. Y si se llega a interponer en mi camino, le habría partido la cara sin pararme a pensar que estudiaba teología.
Con una migraña espantosa, me dediqué a deambular por la ciudad intentando reconstruir el estúpido lío en el que se había metido George. Alguien le había ofrecido algo que deseaba por 519 con 29 y le había dicho que fuese al Club Alegría a recogerlo; y George, mientras esperaba a que apareciese el vendedor con la mercancía, se había emborrachado sin pretenderlo y había sido víctima de Jackie y del timo más viejo del mundo. QED, quod erat demostrandum.
Fui al banco, cobré un talón, me hice con el saldo y luego me trasladé a un bar para sacar un clavo con otro; un clavo que me había clavado yo mismo por el bien de George.
Hojeé mis cheques cancelados en la penumbra del bar, al principio de manera nerviosa y exenta de interés, por hacer algo. Hasta que encontré el talón de 519 con 29 que le había extendido a George. Le di la vuelta y vi que había sido cobrado por George… Y por un tal Robert S. Noonan. Busqué a Noonan en el listín. Era un detective privado.
Así pues, eso era lo que había comprado George: información. Eso era lo que lo tenía tan excitado, lo que le había llevado a abandonar los estudios y volver a casa. Eso era lo que estuvo esperando en el Club Alegría durante toda la noche.
Y entonces intuí que Noonan no le había dado plantón a George. Noonan le había entregado lo pactado con su cliente antes de que éste llegara a poner los pies en el Club Alegría.
A última hora de la tarde, localicé telefónicamente a George en la YMCA.
—George —le dije—. Lamento haber perdido el oremus.
—Me quedé un ratito en su despacho, confiando en que regresara —dijo él—. No le culpo por perder los estribos. Fui muy grosero.
—Creo que ya sé de qué van las cosas, George.
—Por favor —repuso el muchacho—, no volvamos a lo mismo. Se trata de un asunto personal que usted no podría entender.
—George, intuyo que me has despedido porque no te conseguí el dinero para esta tarde. No podía hacerlo, pero te voy a decir algo de todos modos.
—No creo que pueda decirme nada sobre ese tema que yo ya no sepa.
—Puedo decirte algo que no sabía hasta hace muy poco. Ella es tu hermana, ¿verdad?
George se quedó un instante en silencio.
—Sí —reconoció luego: su voz estaba muerta.
—No te enfades con Noonan. Él no me ha dicho nada. Yo mismo lo intuí. ¿Sabe ella quién eres tú?
—No. Fui a ese sitio sólo para observarla. Iba a decirle quién era, pero parece que me pasó lo mismo que a usted.
—¿Y pagaste?
—Por supuesto. Total, iba preparado a gastarme el dinero celebrando nuestro encuentro. Y ahora, por favor, ha sido usted muy amable conmigo, ¿me conseguirá el dinero para mañana? Tengo prisa por volver a clase.
—Sea o no sea tu hermana, George… Es una ladrona de cuidado —le dije.
—Hay un hijo, y en eso hay esperanza —repuso él—. Yo soy lo que soy porque unas buenas personas me dieron lo que nadie me debía. Ahora, lo mejor que puedo hacer por ella, aunque llegue tarde, es exactamente lo mismo. Sólo pretendo hacer lo que es mejor. Le veo mañana.
Ciertamente, George tenía que pillar un tren de última hora hacia Chicago. Vendí la mitad de su reino y le enviamos el dinero a Jackie por correo en forma de un cheque bancario cuyo origen nunca podría precisar.
George y yo cenamos espléndidamente y luego surgió la cuestión de cómo podríamos pasar el rato de la forma más agradable posible hasta la salida de su tren.
Estuvimos de acuerdo en que sólo había un sitio al que ir, el Club Alegría. Nuestra visita fue puramente ceremonial. Pedimos unas copas, pero ninguno de los dos probó la suya. Nos limitamos a quedarnos allí sentados, con aspecto de asesinos.
Quince minutos antes de la salida del tren, recogimos los abrigos y sombreros que habíamos dejado en el guardarropa. Jackie nos volvió a mirar igual que al entrar: con miedo a que la entregásemos a la policía; y con la esperanza de que fuésemos tan idiotas que no sólo nos mantuviéramos callados, sino que volviéramos a por más.
—Buenas noches, Jackie —le dijo George.
—Buenas noches —contestó ella con incomodidad.
George le dejó una moneda de diez centavos en el platillo, envuelta en billetes de uno y de cinco.
—¿Diez centavos asquerosos? —comentó, sarcástica, Jackie.
—Eso es todo, hermana —le dijo George—. No peques más.