Paraíso junto al río
Cuando el cazador les adelantó en el bosque, el chico y la chica hicieron como que no se conocían y aparentaron caminar por separado en busca de pájaros. El cazador observó a cada uno de ellos con la suficiente retranca como para que supieran que a él no se la daban con queso, que sabía reconocer a los jóvenes amantes y que le caían bien.
Cuando desapareció, la pareja continuó su juego con la piedra.
El chico tenía diecisiete años, era alto y aún no había dejado de crecer: desproporcionado y casi desvencijado. Sus muñecas eran gruesas, pero sus hombros aún eran estrechos. Tenía los pies y las manos grandes; las piernas eran largas y le hacían atravesar la espesura como si estuviese encaramado a unos zancos. Su cara era la de un niño bueno y serio, sorprendido de llevar tanto tiempo suspendido en el aire.
Se salió del sendero y apoyó la espalda contra un árbol. Respiraba con rapidez, contento y alerta, a la espera de que la muchacha le diese una patada a la piedra.
La piedra en cuestión era tan pequeña y azul como un huevo de petirrojo. Yacía sobre el húmedo musgo del sendero. El chico y la chica, por turnos, la habían pateado durante un par de kilómetros hasta el bosque desde la carretera en que la habían encontrado.
Ahora, a unos veinte metros más allá de la piedra, el sendero terminaba en un río.
La chica tenía diecinueve años y era bajita, madura y dotada de una suave musculatura. Sus adorables facciones se retorcían en una severa concentración mientras se acercaba a la piedra, apuntaba y disparaba.
Mientras la piedra iba dando tumbos sendero abajo, el chico se lanzó a por ella, indeciso, nervioso. Hizo una finta, se meneó, bloqueó a un adversario imaginario y le dio una patada al objetivo.
La piedra voló bajo y lejos, se estampó contra el río y se hundió, centelleando levemente hasta perderse rápidamente de vista.
El chico se volvió y, triunfal, le sonrió a la chica, como si el mundo nunca hubiese presenciado tanta fuerza viril.
Los ojos de ella no le decepcionaron: estaban llenos de amor y de admiración.
—No deberías haberle dado tan fuerte —le dijo—. No tendría que haber acabado en el río. Yo la quería. Quería conservarla.
—Podemos patear otra de camino a casa —propuso el chico—. Y ésa te la podrás quedar.
—No sería igual de buena —dijo ella—. No hay otra piedra mejor.
—Todas las piedras son iguales —declaró él.
—Típico comentario masculino —dijo ella—. Hace falta una mujer para distinguir lo que se debe conservar de lo que se puede tirar.
Tomó asiento sobre una roca plana que había en la orilla del río y dio unas palmaditas en el hueco que tenía al lado.
—Siéntate aquí. Está seco.
El chaval observó el sitio que le ofrecían y luego escogió otro a unos cuatro metros de ella, un trozo de suelo pringoso, umbrío y con restos de juncos.
—¿De verdad estás cómodo ahí? —le preguntó la chica—. ¿No preferirías ponerte al sol?
—Estoy bien —contestó él—. De verdad.
Encontraba un placer malsano en estar incómodo, en mantenerse alejado de ella.
—El paraíso debió de ser así antes de lo de la manzana —dijo la chica—. Sencillo. Limpio.
—Pues sí —convino él.
Cuando estaban juntos y a solas, era ella quien embellecía esos momentos con palabras afectuosas. Las respuestas de él consistían en unos gruñidos ausentes y maleducados. Sus pensamientos eran indefinidos y se resumían en una nebulosa sensación de orgullo y paz.
—Sólo dos personas, más los animales y las plantas —dijo ella—. De lo más apacible.
Se quitó los zapatos y estiró las piernas hasta mojarse los dedos de los pies en el agua del río.
—Y todo lo que decimos es dicho por primera vez. Y sólo nos afecta a nosotros —siguió—. No hay nadie más por ningún sitio.
—Hum —dijo él.
Con indiferencia, apartó la vista de sus deditos rosados y las curvas de las pantorrillas. Sacó una navaja del bolsillo y raspó la corteza de un pimpollo.
—Intuyo que debe de estar preguntándose dónde estamos —dijo.
—Estamos donde tenemos que estar —declaró ella.
—Yo no sé qué nos vamos a tener que inventar para explicarle qué mosca nos picó —dijo él—. Mira que salir pitando así… Dándole patadas a una piedra como dos críos a los que se les va la olla.
—No hay por qué inventar nada —dijo ella—. Ya no somos unos críos. Hoy es el día en que dejamos de serlo.
El chico, meditabundo, meneó la cabeza.
—¡Una chaladura! Para mí, lo que hemos hecho es tan absurdo como pretender ir a la luna.
—Pues a mí me gustan las cosas que pasan porque sí —dijo ella. No parecía experimentar la menor sorpresa o extrañeza ante lo ocurrido.
El chico puso mala cara, ponderando el misterio.
—Es lo más loco que he visto —declaró—. Yo sólo pretendía no cruzarme con nadie y quedarme en la carretera sin pensar en nada. Hasta que vi la piedra. Y entonces apareciste tú, yo le pegué una patada a la piedra, tú le pegaste otra…
—Y aquí estamos —concluyó la chica—. Yo ya llevaba un buen rato mirándote por la ventana.
—¿De verdad? —preguntó el chaval.
—¿No notaste que te estaba mirando? —le dijo ella—. Yo siempre lo noto cuando me miran.
El chico dejó de raspar con la navaja y se ruborizó al pensar que ella lo observaba en secreto.
—Yo pensé que andabas perdida por otro mundo —dijo—. Con todo lo que tienes que hacer y que pensar…
—Pues te estaba mirando —afirmó ella—. A ti, tan alto, tan guapo.
—Más bien doy risa —dijo él.
—Ni hablar —le aseguró ella.
—Eres la única que no piensa así —dijo él.
La chica torció la cabeza, impaciente ante su autocompasión.
El chico estaba avergonzado. Para disimularlo, se puso bruscamente de pie y sacudiéndose el polvo de las manos.
—Más vale que volvamos —dijo.
—Yo aún no estoy preparada —se resistió ella.
—Cuando tú digas —dijo él.
—Parece que deberíamos decirnos ciertas cosas —propuso la chica.
El chaval se encogió de hombros.
—Yo diría que ya hemos hablado suficiente —comentó—. Yo diría que, a estas alturas, ya nos hemos dicho cien veces todo lo que había que decir.
La muchacha miró hacia el río y se le ensancharon los ojos con una idea repentina.
—Tal vez si me besaras —dijo en un tono distante—, dirías todo lo que debe ser dicho. ¿Te importaría?
El chico se quedó pasmado.
—Claro que no… No me importa —dijo—. ¿Quieres decir ahora?
—Por favor —dijo ella—. Creo que estaría muy bien.
—Sí, claro que sí —dijo él.
Fue hacia ella arrastrando los pies y con las manos muertas ante él, como si fuesen aletas. Mirándola desde arriba, se vio invadido por una sensación de estupidez, con su sonrisita y su balanceo de pies… Era como si le estuviesen gastando una broma pesada.
—¿En la frente?
—Estaría muy bien —dijo ella.
El chico la besó levemente en la frente, con un ósculo que parecía una hoja seca al caer. Antes de poder apartarse, ella le pegó la mejilla a la suya. La mejilla de la muchacha estaba caliente; la del chaval ardía mientras regresaba a su lugar sin sol, pringoso y con pinchos.
—¿Ha estado bien? —preguntó.
—Perfecto —respondió ella—. Es la primera vez que me besas. ¿A qué se debe?
—Oh, bueno… —dijo él, azotando el aire con las manos—. Vamos a ver… En fin… Por el amor de Dios… Es que no es gran cosa, eso es todo.
La expresión de ella no había cambiado desde que él la había besado. Seguía mirando el río con los ojos muy abiertos.
—¿Sabes lo que yo creo? —preguntó.
—No —contestó él.
—Pues yo creo que casi todo es una gran cosa —dijo ella. Se levantó y se puso los zapatos sin dejar de mirarle de manera posesiva—. Y ahora que te he dicho eso, ya es realmente el momento de volver.
Parecía aliviada con respecto a algo en concreto.
De camino a casa, se mostró serena y ausente.
El chaval pateó otra piedra, blanca esta vez, sendero abajo. Bailó en torno a ella como si retara a la chica a algo, pero ella no le hizo ni caso y él se sintió estúpido.
Envió la piedra a unos matojos de una patada, metió las manos hasta el fondo de los bolsillos y hundió los hombros, tratando de concentrarse en alguna idea propia.
Se preguntaba si ella se habría enfadado con él por no insistir en lo mucho que le gustaba, por no haber pensado él mismo en lo del beso. En cierta ocasión, cuando ella le dijo que amaba a otro hombre, la chica había confiado en que hablara. Y él apenas había abierto la boca. Tenía ganas de decir cosas. Pero lo que tuviese que decir se desvaneció, dejándole indefenso.
Se cruzaron de nuevo con el cazador. El cazador mantuvo la cabeza baja hasta que vio al chico. Entonces levantó la vista repentinamente y le guiñó un ojo. En el rostro del cazador, las arrugas formaron un torbellino en torno al ojo de la lujuria.
El chico y la chica fueron recibidos en la puerta de la blanca mansión por una mujer espigada cercana a la cincuentena. Iba vestida para una boda. A su espalda, en la penumbra de la casa, había gente abrillantando la plata, secando vasos, poniendo flores en jarros y sacándole el polvo a una madera oscura que ya relucía. En alguna parte, un aspirador resoplaba bajo las alfombras y chocaba contra la base de los muebles.
—¿Dónde os habéis metido? —preguntó la mujer de no muy buen talante, mientras retorcía un pañuelo entre las manos—. Los invitados llegarán antes de una hora.
—Me sobra tiempo, tía Mary —dijo la chica—. Todo está preparado. Me lo he probado un montón de veces y todo está perfecto.
—Si tu padre y tu madre vivieran —dijo la mujer—, no los tratarías así… Mira que largarte sin decir nada…
—Era algo que tenía que hacer —dijo la muchacha, mirando a su tía a los ojos—. Simplemente tenía que hacerlo, tía Mary, y por eso lo he hecho.
—Me lo podrías haber dicho —insistió la mujer.
—No sabía que iba a suceder hasta que sucedió —dijo la chica—. Ahora iré a prepararme.
Pasó junto a su tía y subió los escalones de dos en dos.
—¡Heyden! —le gritó su tía—. ¡Ya va siendo hora de que seas más responsable con los demás! —desvió su atención hacia el muchacho—. Y tú, más vale que te prepares también.
—De acuerdo.
—¿Sabes lo que tienes que decir? —le preguntó ella.
—Sí —repuso él.
—Pues aclárate la garganta antes de decirlo para asegurarte de que no se te escapa un gallo.
—No se me escapará.
El rostro de la mujer se relajó al mirarle. Su ansiedad se vio sustituida por la ternura.
—Ay, cariño, entonces será cuando me eche a llorar —dijo—. Cuando te pongas a hablar, no podré contenerme —le asomaron las lágrimas a los ojos—. Nadie podrá —añadió—. Tú ahí de pie, bien recto…
—Pues sí —dijo el chaval, que se estaba avergonzando por los dos. Intentó largarse, pero ella lo agarró de la solapa.
—¿Sabes lo que significa? —le preguntó—. ¿Sabes lo tremendamente emotivo que es lo que vas a decir?
Las preguntas y las lagrimitas le estaban agobiando.
—Sí, claro… Supongo —dijo.
—¿De verdad? —dijo ella con gran intensidad.
—Sí… ¡Sí, sí, sí! —dijo el chaval—. ¡Te digo que sí!
Ella le soltó la solapa y dio un paso atrás.
—¿Y por qué te enfadas tanto de repente? —inquirió.
Confuso e irritado, el chico se puso a agitar los brazos.
—¡No lo sé! —dijo—. La gente me dice que me aparte o que me quede donde estoy; que diga algo o que me calle; que me levante o que me siente —hizo un ademán de enviar la boda al carajo—. ¡No lo sé! ¡Supongo que es una cosa de mujeres! Y respiraré cuando se acabe —se alejó de ella—. Cuando termine —añadió— puede que recupere algo de mi propia vida.
El chico, el novio y el padrino estaban en la bodega de la enorme mansión blanca. Los zapatos de los invitados asomaban por encima.
El novio abrió la tapa del contador del agua, hizo una lectura concienzuda y volvió a cerrar la tapa.
—¿No deberías estar arriba? —le preguntó al chico.
—A mí que me registren —dijo éste—. Si se supone que no debo estar aquí, ya aparecerá alguna señora para llevarme cogido de las orejas a donde se suponga que debo estar. Prefiero quedarme aquí con vosotros, muchachos.
—No somos una gran compañía —dijo el padrino.
—¿Quién lo es en una situación así? —comentó el chaval.
El novio sonrió.
—Parece que el que se case seas tú —dijo. Extendió la mano hacia el padrino—. Pásame otra vez esa petaca.
El padrino le pasó al novio una petaca plateada y éste bebió. Bebió con los ojos abiertos, mirando al chico.
La camaradería del momento emocionó al chaval. Aquí, por lo menos, podía sentirse cómodo en compañía de dos hombres a los que conocía y apreciaba… A una prudente distancia de los misterios femeninos. Aquí nadie le exigía nada ni le imponía unas emociones que lo confundían.
—Yo también me tomaría un traguito, si no os importa —dijo.
El novio se dispuso a ofrecerle la petaca sin pensárselo dos veces, pero de repente la apartó.
—Un momento —dijo juguetonamente—. Eso sería contribuir a la corrupción de menores.
—Peor aún —dijo el padrino—. Le destruiría la salud.
—Muy cierto —siguió el novio—. El chaval aún está creciendo. No podemos poner en peligro su constitución física. Algún día, ese físico tendrá que hacer muy feliz a alguna mujer.
El instante siguiente se le antojó eterno al muchacho, mientras no conseguía agarrar nada con la mano.
Ahora se daba cuenta de que el novio no era un amigo ni por asomo, reparaba en lo feo que era, con esos dientes tan grandes y tan blancos, esos labios tan gruesos y esos ojos tan codiciosos. Al novio cada vez se le agrandaba más la sonrisa: se mostraba radiante de burla y desprecio.
El chico volvió a sentir la mejilla de la chica en el bosque. La suya volvía a arder. De repente, le entraron ganas de explicarle al novio el paseo por el bosque, la estancia apacible junto al río, el beso. Deseaba soltarle al novio que no llegaría a conocer un amor así ni en un millón de años.
Pero no dijo nada. Se quedó mirándole, más quieto que una piedra.
—Sólo era una broma —dijo el novio de buen humor—. Venga, chaval, no pongas esa cara, parece que hayas perdido a tu mejor amigo. Yo creía que eras tú el que nos tomaba el pelo con lo de privar —cogió al chico de la mano y se la estrechó virilmente—. Oye, que hoy no nos podemos cabrear.
El novio volvía a ser un amigo, afectuoso y bien parecido.
El chico apartó la vista, alterado por esas ruidosas emociones que llevaban agitándole durante todo el día, cual tormentas de verano.
—No iba en serio lo de que estaba cabreado —dijo.
La mujer esbelta le gritó que subiera.
—¡Date prisa! —le dijo.
—Deséame suerte —le dijo el novio al chico mientras le soltaba la mano.
—Buena suerte —dijo el chico.
—Gracias —repuso el novio—. La voy a necesitar.
§§§
El chico volvía a caminar con la chica. Y esta vez, ella iba cogida de su brazo.
Su corazón latía como una alarma antiincendios. Ahora ya estaba preparado para hablar, para decirle cuánto la amaba. Tenía las palabras a punto, reventándole el alma.
Pero la mano de ella estaba fría, y tenía el brazo más tieso que un palo seco. Su rostro se había congelado en una sonrisa que no tenía nada que ver con él.
Había llegado demasiado tarde. Había dejado pasar su oportunidad en aquel Paraíso junto al río.
Estaba solo, completamente solo.
La soltó y tomó asiento. Tenía la mente en blanco y sólo captaba masas de sonido y de color.
—¿Quién entrega a esta mujer en matrimonio? —preguntó el cura.
El chico se puso de pie.
—Yo, su hermano, la entrego —dijo.