Roma
Esta es la historia de una chica criada por su padre, al que adoraba… Hasta que descubrió que se trataba de un hipócrita espantoso. Esto sucedió realmente.
Sucedió el año en que yo era el presidente del Club de Máscaras y Pelucas de North Crawford. Fue el año del gran escándalo del sorgo y del petróleo en Barbell, Oklahoma. El chorizo principal era un tipo llamado Fred Lovell. Lovell tenía una hija de dieciocho años llamada Melody, pero carecía de esposa. Y tenía una hermana en North Crawford. Así pues, envió a Melody a vivir con su hermana hasta que los problemas amainaran.
Él creía que sus problemas irían desapareciendo. Pero no fue así.
Melody se unió al Club de Máscaras y Pelucas. Era tan guapa, y a nosotros nos parecía tan fundamental distraerla del juicio de su padre, que le dimos el papel protagonista en una obra de teatro nada más verla. Le otorgamos el rol de Bella, una meretriz con el corazón de oro, en Roma, de Arthur Garvey Ulm.
En esa obra solo hay cuatro personajes: Bella; Ben, el soldado americano bueno; Jed, el soldado americano malo; y Bernardo, un cínico policía romano. La acción transcurre durante la Segunda Guerra Mundial.
A Bryce Warmergran le cayó el papel del buen soldado, el poeta. Bryce era un niño de mamá criado en la ciudad de Nueva York. Su madre, viuda, era la propietaria de la Compañía Maderera Warmergran, y la Compañía Maderera Warmergran poseía prácticamente cada árbol y cada mojón en la zona norte de New Hampshire. Bryce iba a pasar un año en North Crawford para aprender todo lo posible acerca de los árboles. Era un chaval agradable, pulcro, tímido y educado.
Bryce nunca había actuado. Lo único que había hecho por el club era servir ponche durante los intermedios. Recuerdo lo que John Sherwood, el electricista, dijo sobre la manera de servir el ponche de Bryce. «Ese trabajo ni le va grande ni se le queda pequeño». Una descripción perfecta del amigo Bryce.
John Sherwood también actuaba en Roma. Era el soldado malo. Medía más de metro ochenta y era flaco, aunque de anchas espaldas, así como el perdulario oficial de la zona. Era famoso entre las señoras por su destreza al bailar, su boca suelta y su sonrisa de tiburón. Y también sabía actuar. Le encantaba actuar. Le fascinaba provocar picores y morisquetas entre el público femenino.
Yo era el policía cínico. Tuve que dejarme un buen bigote.
La directora de Roma era Sally St. Coeur.
Sally nos reunió a los cuatro en la trastienda de su establecimiento de objetos de regalo para una primera lectura de la obra. La tienda tenía por nombre La Mejor Ratonera. Sally había hablado mucho con Melody. Pero los tres hombres acudíamos a nuestro primer encuentro cercano con la muchacha.
Lo que más me impresionó, dejando aparte su bello rostro, fue su porte. Mantenía los codos contra los flancos, los hombros echados hacia delante y las manos sobre el pecho, como si le aterrorizara la posibilidad de contraer algún germen. En lo que más se fijó Bryce fue en lo que él llamaba su «pureza». Según él, hasta que vio a Melody, no había creído posible que una mujer fuese tan pura. Lo que John dijo de ella no puede darse a la imprenta. Pero se podría resumir diciendo que a él le ponían enfermo las mujeres tan frías y tan ignorantes de las cosas básicas de la existencia. La inocencia de esa muchacha constituía un ataque imperdonable a todo aquello en lo que John creía.
Era indudable que Melody era una chica ignorante e inocente. La primera pregunta que le hizo a Sally fue:
—Disculpe, señorita St. Coeur, ¿pero qué es una mujer de la calle?
—Agárrate fuerte —me susurró John.
—¿Una mujer de la calle, cariño? —repuso Sally—. Bueno, se trata de… De una mujer que acepta dinero.
—Ah —dijo Melody.
—Adiós a la buena reputación de todas las cajeras decentes de este mundo —susurró John.
—Bueno, con respecto a la obra… —dijo Sally—, la verdad es que sólo duró una noche en Broadway. Pero tras leerla atentamente, llegué a la conclusión de que la culpa era del director y de los actores, no del texto. Es una función magnífica, y tenemos una gran oportunidad para ofrecer las interpretaciones que merecía y nunca consiguió.
—¿Quién es Arthur Garvey Ulm? —preguntó John.
—Es el señor que escribió la obra.
—Eso ya lo sé. Me preguntaba qué otras cosas habría escrito.
—Yo… Yo diría que no ha escrito nada más —dijo Sally.
—A eso se le llama una vida plena —dijo John.
—¿Puedo hacer otra pregunta? —intervino Melody.
—Pues claro, querida —todo un acto de valor por parte de Sally.
—Yo me la he leído entera —dijo Melody—, y hay varios momento en los que se supone que debo besar a distintas personas, ¿sabe?
—¿Y?
Melody meneó la cabeza poniendo cara de desdicha:
—¿Y de verdad tengo que hacerlo?
—Eh… Pues sí —dijo Sally.
—Señorita St. Coeur… Yo le prometí a mi padre que no besaría a ningún hombre que no fuese mi marido.
John emitió un suspiro tan exasperado que pareció el silbato de un tren de carga.
Melody se volvió hacia él fríamente y le dijo:
—Supongo que a usted le parecerá anticuado o nada sofisticado o algo por el estilo.
—No, qué va —repuso él—. Me parece un compromiso sagrado.
—No sé si lo dice en serio o no.
Y entonces Bryce tomó la palabra. Era la primera vez que le oía hablar en voz alta de lo que fuese. Respiraba con dificultad y se había puesto de color tomate.
—Señorita Lovell —dijo—, cualquier mujer que tenga el valor de sostener tan altos ideales en los tiempos que corren es la dama más noble y valerosa que pueda existir.
Melody se mostró agradecida.
—Gracias —le dijo—. No había reparado en que hubiera aquí algún hombre capaz de respetar a una chica con altos ideales.
—Quedamos uno cuantos —dijo Bryce.
—Más de los que la mayoría está dispuesta a admitir —dijo John.
—A callar —le dije.
—Querida, con respecto a lo de los besos… —entonó Sally.
—No puedo hacerlo, señorita St. Coeur… Sobre todo, con público.
—Vaya —dijo Sally.
—Papá dice que besarse en público es lo más asqueroso que hay.
El hombre que le había dicho eso estaba imputado por un timo de seis millones de dólares a sus vecinos y a su país.
§§§
—Querida, una obra de teatro no es la vida —le dijo Sally a Melody—. Si una actriz interpreta el papel de una mujer que no es muy buena, eso no significa que la actriz sea realmente una inmoral.
—¿Y cómo va a interpretar una mujer un papel impuro si carece de pensamientos impuros?
—Buena pregunta —dijo John.
—Cariño, seguro que has visto películas o programas de televisión en los que las actrices, que llevan una vida absolutamente respetable…
—Dígame una —susurró John.
—Nunca he visto la televisión —dijo Melody—. Nunca he visto una película. Nunca he visto una obra de teatro. Papá dice que los libros, el cine, la televisión y demás son los que ensucian hoy día la mente de los jóvenes —pilló a John sonriendo. Lo detestaba tanto como él a ella—. Oh, veo que se está riendo. Ya estoy acostumbrada a la gente que se ríe. Ya me dijo papá que habría gente riéndose. «“Tú tranquila, deja que se rían”, me dijo. “Serás la última en reír, cariñito mío, cuando tú vayas al Cielo y ellos al Infierno”».
§§§
Cómo seguimos adelante, o por qué, es algo que ignoro, pero así fue. Creo que ésa es la norma básica del teatro de aficionados: tira adelante aunque no sepas adónde vas. Roma tampoco era lo peor que hubiese acometido el Club de Máscaras y Pelucas. Lo peor, y a gran distancia del resto, fue el Edipo Rey de Sófocles. Pero eso no viene a cuento. Baste saber que el tesorero de la Asociación de Ahorros y Préstamos de North Crawford tuvo que plantarse ante todos sus depositarios, cubierto por una sábana, para luego arrancarse los ojos por haberse casado con su propia madre por error.
En cuanto a la función de Arthur Garvey Ulm, intentamos prescindir de Melody, pero no hubo manera.
—No —dijo—. Yo he empezado esto y yo lo veré acabar. Papá me dijo: “Cariñito, lo que se empieza se acaba. Lo único que te pido es que nunca hagas nada de lo que pudiera avergonzarme”.
Y Sally consiguió que se prestara a besar a Bryce y a John tal como decía el guión. Pero no pensaba hacerlo durante los ensayos. Solo lo haría la noche del estreno.
—Probablemente, no es un mal sistema —dijo Sally—. Nunca me olvidaré de La ronda.
La ronda es una obra del austríaco Arthur Schnitzler. Trata de cómo en Viena todo el mundo se liaba con todo el mundo. El club intentó representarla en cierta ocasión con una versión más recatada. Durante los ensayos, todo el mundo besaba a todo el mundo, y hubo una epidemia de gripe asiática. Nunca conseguimos montar esa obra. Nunca logramos reunir un reparto sin gripe.
§§§
¿Qué pensaba Melody de ese gran jurado al que tenía que enfrentarse su padre? Nos lo contó esa primera noche. Con suma educación, nosotros tratábamos de averiguar qué religión practicaban exactamente su padre y ella. Resultó que el tipo no formaba parte de ninguna iglesia.
—Mi papá —dijo ella— se limita a leer la Biblia y vivir de acuerdo a sus enseñanzas —y entonces se echó a llorar—. Es el hombre más recto de Oklahoma. Oh, sé de algunos que se comportarán como cuervos cuando empiece ese juicio. Pero yo conozco a papá, y cuando empiece el juicio, todo el mundo le conocerá también. Y verán a un santo subido a un caballo blanco. Y todos esos tipos de mente sucia, bebedores de whisky, fumadores de cigarrillos y perseguidores de mujeres que le acusaron falsamente, acabarán siendo los que vayan a la cárcel, y yo me reiré y me volveré a reír. Y tremolarán todas las banderas de Barbell, y repicarán todas las campanas de la iglesia, y desfilarán los Boy Scouts, y el gobernador de Oklahoma dirá: “¡Proclamo este día como el día de Fred Lovell!”
Recuperó el oremus.
—Continuemos —dijo.
—Tu madre está muerta, ¿verdad, querida? —le preguntó Sally.
—Está en Los Angeles, viviendo en pecado. Papá la echó cuando yo tenía dos años —se sonó la naricita.
—¿La echó?
—Era sucia —afirmó Melody—. De mente y de obra.
La obra de Ulm empieza con una escena nocturna situada en una esquina de Roma. Bryce Warmergran, el soldado bueno, ve a la trotacalles bajo una farola y es tan inocente que no sabe a qué se dedica. La muchacha es joven y hermosa, y a él, que ha estado bebiendo vino por primera vez en su vida, le parece sagrada.
—¿Qué flor es ésta que crece en la noche romana? —pregunta.
Además de ser un buen soldado, también es poeta. Bryce leyó muy bien su papel desde el principio. No necesitaba exagerar. Estaba loco por Melody.
Y Melody le responde:
—Las flores nocturnas son muy comunes en Roma. Pero tú tienes un rostro sensible, soldado. Puede que seas más listo que nadie a la hora de escoger una.
Y entonces viene un montón de cháchara en la que Bryce insiste en que las flores no deberían ser arrancadas, pues habría que dejarlas donde están para que otros pudiesen apreciarlas a su vez y tal y cual. Y luego dice que las guerras son esos tiempos en los que la gente va por ahí arrancando flores de cuajo y así sucesivamente.
La cosa consiste en que ella ve cómo se incrementa su autoestima gracias a que un hombre le ha hablado con respeto por primera vez. Y Bryce lleva encima el sueldo de tres meses de combate y se lo da todo a ella sin pedir a cambio ni un beso.
—No me pidas explicaciones —le dice—. En sueños no hay por qué dar explicaciones.
Hace una pausa.
—Ni en la guerra.
Nueva pausa.
—Ni en la vida.
Ulm le obsequia con otra pausa.
—Ni en el amor —dice el soldado antes de perderse en la noche.
§§§
Y entonces aparece John Sherwood, el soldado malo, que va prácticamente arrastrando los nudillos por la acera. Está borracho y hecho un asco, y fuma un cigarro negro. Ha desertado del ejército y ha ganado una fortuna con el contrabando. Lleva un maletín lleno de cigarrillos, medias de nylon y chocolatinas.
Melody sigue pensando en Bryce mientras reluce con su recién ganada autoestima. Y John aparece tras ella y dice:
—Hablas muy bien el inglés, chata.
—¿Cómo? —pregunta ella.
—Yo diría que alguien que habla tan bien el inglés tiene que haber conocido a unos cuantos soldados yanquis.
—¿Me has oído hablando con ese hombre?
—Te he oído hablando con ese chaval. Es un crío, un bebé. Si tú no ves la diferencia entre un crío y un hombre, no sé quién puede verla.
—No entiendo a qué te refieres.
John le ofrece su mejor sonrisa de tiburón y arrambla al poco con la autoestima de su presa y se van juntos.
La empresa de Boston que nos vende los textos y recauda los royalties mostraba mucho interés por nuestra producción. Éramos el primer grupo de aficionados que montaba Roma. Me escribieron de la empresa para preguntarme si estábamos encontrando alguna dificultad especial.
Hice un alto en la tienda de Sally para mostrarle la carta.
—Alguna dificultad especial —dijo ella—. Debe ser una muestra de ironía.
—Sólo quieren saber cosas de las que tenga la culpa Arthur Garvey Ulm —dije yo—. No quieren saber nada de Barbell, Oklahoma.
—Ojalá yo tampoco supiese nada —dijo Sally.
Llevábamos cinco semanas de ensayos y nos quedaba una. Y gracias a Melody, la cosa era un verdadero desastre. Un genuino espanto, vamos.
—Tal vez deberíamos cancelarlo —propuse.
—New Hampshire ya está lo suficientemente deprimido con la llegada del invierno —dijo ella.
La cosa era que Melody se mostraba absolutamente incapaz del más mínimo cambio de carácter. Tal como Ulm había escrito la pieza, la acción principal era lo que sucedía en el alma de la buscona, lo que pensaba de sí misma después de que los hombres la trataran así y asá. En el breve prefacio de la obra, Ulm decía: «Para que Roma tenga vida, el alma de Bella, tal como la siente el respetable, debe ser un caleidoscopio fascinante… Un caleidoscopio reflejado turbiamente en un espejo infernal. Si Bella prescinde de un solo matiz de color del completo espectro que identifica a una joven muerta de hambre y sin raíces de un país devastado por la guerra, Roma fracasará».
Le mencioné a Sally el prologuillo de Ulm y le pregunté si Melody sabría lo que es un caleidoscopio.
—Sí —repuso ella—. Y también sabe lo que es un espectro. Lo que no sabe es qué es una mujer.
—¿Te refieres a lo que a veces tiene que ser una mujer? —pregunté.
—Tú mismo —repuso Sally.
Se produjo un significativo silencio. En el exterior, avanzaba la tarde. Y de repente, Sally se llevó la mano a la boca y dijo, «¡No, no, no, no!». Estaba imitando a Melody. Durante los ensayos, cada vez que llegábamos a un momento en el que se suponía que Melody debía besar a Bryce o a John, eso era lo que hacía.
Y Melody tampoco era mucho mejor entre beso y beso. Le dijeran lo que le dijesen los hombres, ella era la hija de Fred Lovell y nunca haría nada que pudiese avergonzar a su papaíto.
—Tal vez deberíamos darle el papel de Juana de Arco —sugerí.
Sally se rió y me preguntó:
—¿Y a ti qué te hace pensar que Juana de Arco iba hasta arriba de novocaína?
Pero seguimos adelante pese a todo.
Total, todos se sabían sus líneas, como debe ser. Durante el ensayo final antes de las pruebas con vestuario, le dije a Sally lo que siempre dice alguien en el ensayo final antes de las pruebas con vestuario:
—Pues nada, ya tenemos obra.
—Pero la pregunta es: ¿De qué trata? —dijo ella.
Y no le faltaba razón. En el escenario estaba Melody haciendo de Melody, y Bryce haciendo de Bryce, y John haciendo de John, y yo haciendo de mí mismo… Pero no se entendía muy bien qué hacíamos todos en Roma. Y con cierta frecuencia, alguno de nosotros abría la boca y salían palabras aterradoras que no tenían nada que ver con nada, palabras del espacio exterior, palabras de otro mundo: las palabras de Arthur Garvey Ulm.
El ensayo seguía su curso cuando dije lo de que ya teníamos obra. Yo no estaba en esa escena en concreto. Resulta que me hallaba sentado junto a una de las muchas novias de John. Se llamaba Marty y era camarera en South Crawford. Como casi a la mitad de las admiradoras de John, a Marty le habían roto la nariz en un momento u otro. Y creo recordar que la mitad de las chicas de John solían llamarse Marty.
Esta Marty en concreto me clavó el codo en las costillas y me dijo:
—Ese tal Bryce Warmergran es un zoquete, ¿verdad?
Se estaba tronchando de risa. Creía que se trataba de una obra humorística.
Y es que Bryce resultaba muy divertido, Dios nos asista. Estaba loco por esa mírame-y-no-me-toques, por ese pedazo de mojigata, por esa tal Melody. Y deambulaba a su alrededor medio inclinado, en plan Groucho Marx, mientras levantaba la vista para mirarla con ojos de carnero degollado. Así era cómo seguía las instrucciones de Ulm, que rezaban: «Ben, el buen soldado, tiene un alma casi tan mercurial como la de la chica; no hay que olvidar que es un poeta y que las pasiones de un poeta, por definición, nunca pueden predecirse ni controlarse».
Marty me preguntó si a Melody le preocupaba el juicio de su padre. Yo le contesté que nadie sabía cuándo se iba a celebrar el juicio en cuestión. El gobierno tenía equipos de investigadores en Barbell, según los periódicos, y daba la impresión de que iban a tardar años en descubrir con exactitud qué había hecho Fred Lovell y cómo.
—En lo que respecta a Melody —dije—, su padre es un hombre a prueba de pecados. No concibe que pueda hacer nada malo, así que no se preocupa lo más mínimo —me encogí de hombros—. Y quién sabe… Ése igual se sale de rositas.
—Pues sí —dijo Marty—. Hoy día, parece que todo el mundo se sale de rositas menos Eichmann. ¿El tal Lovell anda suelto, está encerrado o qué?
—Supongo que habrá salido libre bajo fianza —apunté.
—Como todos —dijo ella.
Y en ese mismo momento fue cuando Fred Lovell apareció por el auditorio.
Lo reconocí de inmediato. Su imagen había aparecido profusamente en prensa y televisión. Era un sujeto macizo con cara de pan de kilo, una naricilla mínima y una frente muy despejada. Llevaba gafas con montura de acero y cristales del tamaño de monedas de veinticinco centavos. Lucía un traje cruzado de un material duro y tieso que recordaba al contrachapado. Sólo tenía una expresión, que era de un estilo despectivo a lo Reina Victoria.
Fui a saludarle. Llevaba el bolsillo superior de la chaqueta trufado de estilográficas, y una de las solapas brillaba como la Vía Láctea. En la solapa en cuestión lucía los emblemas de, por lo menos, una docena de organizaciones fraternales y de servicios: no me habría extrañado encontrar una chapa de Orange Crush. Pero lo que más me impresionó de Fred Lovell fue su pungente hedor a priva.
Le recibí de manera entusiasta para poner en guardia a todo el mundo.
—¡Señor Lovell! ¡Qué sorpresa tan agradable! —clamé—. ¡No teníamos ni idea de que fuese a venir!
Se encendieron las luces. Se interrumpió la función. Melody chilló de alegría desde el escenario. Vino corriendo hacia su papá y lo rodeó con sus brazos. Me pregunté qué diría cuando oliera todo ese vinazo.
—Oh, papi, papi, papi… —dijo—. Ya se te ha vuelto a ir la mano con el aftershave.
§§§
Sally dijo que igual podíamos volver a empezar desde el principio, y así lo hicimos.
—Señor Lovell —le dijo—, si toma asiento donde le plazca… Creo que se sentirá muy orgulloso de su hija.
—Así ha sido siempre —repuso él—. Nunca he tenido motivos para no sentirme orgulloso de ella.
El público consistía en seis personas y trescientas butacas vacías. Lovell observó la situación, recordando un poco a W.C. Fields en la famosa secuencia en que busca un palo de billar que no esté torcido. Y a continuación, ocupó el asiento que yo acababa de abandonar, el que estaba al lado de la novia de John Sherwood con la nariz rota.
—¿Y tú qué haces en esta obra? —le preguntó Lovell.
—Yo no salgo —repuso ella.
—¿Y entonces por qué vas tan pintada? —quiso saber el otro.
Unos segundos antes de que las luces se apagaran de nuevo, un joven desconocido se coló de puntillas en el auditorio, tomando asiento muy atrás. Llevaba el pelo largo y la camisa desabotonada, pero di por hecho que era del FBI. Pensé que seguía a Fred Lovell para cerciorarse de que no se daba el piro.
Yo salía en la primera escena, así que tenía que estar en el escenario. No tenía nada que decir. Me limitaba a recorrerlo dos veces, poniendo cara de cínico. Estaba entre bambalinas con John Sherwood. Melody se hallaba ya bajo la farola, a la espera de que se alzase el telón.
—¡Mmmm, mmmm! —me decía John—. Tío, seguro que hay un montón de mujeres ahí afuera —entrechocó los labios—. ¡Qué ganas tengo de un buen beso de viernes por la noche! Ñam, ñam, ñam… Voy a por el mejor beso que un hombre pueda llegar a disfrutar.
—No hace falta que te rías de ella porque no tiene la nariz rota —le reprendí.
—Muéstrame una mujer con la nariz rota —me dijo— y yo te señalaré a una mujer que cree que es muy importante hacer feliz a un hombre —meneó la cabeza y miró hacia Bryce, que estaba al otro lado, esperando su momento—. Y ahí tenemos a un chaval que puede morir asesinado por el milagro de ese beso de viernes por la noche.
—¿Asesinado? —inquirí.
—No creo que sea inmune a ninguna enfermedad —dijo John—. Nunca se ha visto expuesto a nada.
Y entonces se alzó el telón.
Melody se cimbreaba un poco en el círculo de luz de la farola. Sally le había dicho que lo hiciera. Melody le había preguntado, «¿Por qué?». No llevaba la ropa de la función, pero hacía oscilar un bolso de cuero grande y reluciente que pendía de una larga correa. Por puros que fuesen sus pensamientos, todo el mundo tendría muy claro a qué se dedicaba, con la excepción de Bryce Warmergran.
Se oyó una risotada procedente de la novia de John. Le encantaba la obra.
Y entonces, justo antes de que nadie en el escenario dijera nada, Fred Lovell emitió un gruñido terrible.
—¡Abajo el telón! —rugió.
§§§
El telón cayó a plomo. Se encendieron las luces. Yo, como presidente del club, intenté razonar con aquel enajenado. Se había puesto de pie. Estaba de color morado. El jovenzuelo desabrochado también se había incorporado.
—¡Se cancela esta inmundicia! —dijo Lovell.
—¿Señor? —intervine yo.
—Mi dulce hijita… —añadió. Tragó saliva—. La cosa más perfecta de mi vida, la única cosa perfecta que hay en mi vida, y usted me la pone bajo una farola, ¡meneando el bolso! No me parece bien. ¡No me parece nada bien!
Apareció Melody, muerta de miedo.
—¡Ya te estás largando de aquí! —le dijo Lovell.
—¿Nos volvemos a Barbell, papá?
—Tú te vuelves a casa de tu tía.
—¿No puedo ir contigo?
—Aún no, cariño. Más adelante. Mientras tanto, aléjate de esta gente, ¡y mantente a distancia de ellos! No te convienen. ¿Me oyes?
—Te oigo —Melody no pensaba discutir. Se colgó del brazo de su padre y ambos se marcharon de allí.
Nada más irse, el joven desconocido hizo lo propio. Dando un portazo.
Me volví hacia Sally.
—¿Qué pasa por esa sucia mente tuya? —le pregunté.
—Estaba llorando —dijo ella.
—A mí no me lo ha parecido.
—¿De quién estás hablando? —me preguntó Sally.
—De Lovell —repuse—. De ese Tartufo.
Tartufo es un hipócrita de una obra francesa que montamos en cierta ocasión.
—Yo me refería al joven de la gabardina —dijo ella.
—Los agentes del FBI nunca lloran —la tranquilicé.
§§§
Al día siguiente, la noticia aparecía en todos los periódicos: Fred Lovell era un fugitivo de la justicia. Se había saltado a la torera la fianza. Justo después de depositar a Melody en casa de su tía, se dirigió hacia la frontera canadiense, la cruzó y se plantó en Montreal. Desde allí esperaba pillar un avión hacia Brasil.
La fianza de ochenta mil dólares se había perdido, decía la prensa. Pero el dinero no era de Lovell. Había sido recaudado entre los probos ciudadanos de Barbell que aún creían en su inocencia.
Había también otra historieta asaz repugnante, y con imágenes. Las fotos eran de la amante de Fred Lovell, una jovencita muy atractiva con pestañas como abanicos, largos pendientes de diamantes y una melena de color champagne. Había sido vista en Nueva Orleans, subiendo a un avión en dirección a Brasil.
—¿Y esto en qué puede afectar a la obra? —me preguntó mi esposa a la hora de la cena.
—Ya no queda nada que hacerle a la obra —repuse.
—Me da miedo plantear la auténtica pregunta.
—¿Cómo afectará esto a Melody? —dije—. Vete tú a saber. Sally lleva todo el día intentando comunicarse con ella, pero no se pone al teléfono. Está encerrada en su cuarto.
—¿Y la puerta se cierra por dentro o por fuera?
—Buena pregunta. Por dentro.
Sonó el teléfono. Descolgué. Era John Sherwood. Quería saber si esa noche tendría lugar el ensayo con vestuario.
—¿A ti qué te parece? —le pregunté.
—La verdad es que se me ha ocurrido una idea —dijo—. Los carteles ya están colgados, llevamos semanas anunciando la obra y las entradas están prácticamente agotadas. Y hemos invertido doscientos pavos en ropa y decorados…
—Cuéntame algo que no sepa, John.
—¿Qué me dirías si mi novia se hace con el papel de Bella? —me propuso.
—¿Marty? —dije—. ¿Sabe actuar?
—¿Acaso sabía Melody? —contraatacó John—. Por lo menos, Marty sabe de qué va la obra. Se ha tragado casi todos los ensayos. Si trabajo con ella los próximos tres días, cuando llegue el viernes ya estará preparada.
—Merece la pena intentarlo —reconocí—. Llamaré a todo el mundo para decirles que esta noche habrá ensayo con vestuario, como estaba previsto.
—El espectáculo debe continuar —dijo John.
—O algo parecido —dije yo.
Esa noche, cuando volví al auditorio, el joven desconocido estaba de nuevo en las filas de atrás.
—¿Puedo preguntarle una cosa? —le dije.
—Adelante.
—Puede que usted no deba responder, y puede que yo no deba preguntárselo, pero… ¿Usted es del FBI?
—¿Tengo aspecto de serlo?
—Ni el más mínimo.
—En ese caso, le dejaré sacar sus propias conclusiones —dijo.
—Si está siguiendo a Fred Lovell, lamento informarle de que su pájaro ha emprendido el vuelo.
—Eso he oído —dijo él.
Y ahí se acabó la conversación. Me fui hacia la parte de delante pensando en mis cosas. El ensayo aún no había empezado, pero la chica de John ya estaba junto a la farola, calentando motores.
—¿Qué tal lo va a hacer? —le pregunté a Sally.
—Va a haber una redada policial por primera vez en la historia del Club de Máscaras y Pelucas de North Crawford —repuso ella.
Entendí a qué se refería. Marty iba a convertir la obra maestra de Arthur Garvey Ulm en una función realmente sucia, cutre y chabacana.
—¿Bryce ya la ha visto? —pregunté.
—Se quedó más pálido que la nieve y desapareció. Creo que se ha escondido en algún rincón del sótano.
Y entonces apareció Melody. Tenía los ojos enrojecidos y con ojeras, pero estaba muy tranquila. Se había maquillado con pestañas falsas, rímel a granel y colorete en las mejillas. Y su boca, como dicen en los libros, era una mancha escarlata.
Esa chica irradiaba tanta tragedia y tanta dignidad que la gente se apartaba a su paso. Cuando la vio, Marty se alejó de la farola sin rechistar.
Melody subió al escenario, nos miró por encima de las candilejas, cerró los ojos un buen rato y los abrió de nuevo.
—¿Empezamos? —preguntó.
§§§
¡Dios bendito, menuda interpretación! Melody estuvo formidable. El público gimoteaba a conciencia mientras ella representaba a todas las mujeres, desde la Pequeña Cerillera a María Magdalena.
Cuando llegó el momento de besar, esa chica besó. La primera vez que besó a Bryce, el muchacho regresó a las bambalinas con los ojos en blanco. La primera vez que besó a John, éste hizo su salida en plan hombre de mundo. Pero cuando perdió de vista al público, cayó de hinojos.
Cuando Melody salió al final del primer acto, la tomé en mis brazos:
—¡Eres la mejor actriz que jamás haya pasado por este club!
—¡Soy como ella! —declaró—. ¡Soy chusma! ¡Soy basura!
Se apartó de mí, fue hacia John y se arrojó en sus brazos.
—Soy lo que necesitas y tú eres lo que yo necesito —le dijo—. ¡Escapémonos juntos!
A John le parecía muy bien.
—Claro que sí, nena —le dijo—. Tú y yo… Ya verás lo que es bueno.
Se abrió la puerta del público y apareció el joven desconocido. Parecía más afectado que nadie. Apartó a John y puso los brazos en torno a Melody.
—¡Te quiero más de lo que ninguna mujer ha sido amada jamás! No te voy a pedir que te cases conmigo. Debes casarte conmigo. ¡No hay elección! ¡Así ha de ser!
—Espera a que se entere J. Edgar Hoover —comenté.
—¿Y ése qué pinta aquí? —preguntó el muchacho.
—Es usted el agente del FBI más desaliñado que he visto nunca —le aseguré.
—Yo no soy del FBI —dijo.
—¿Pues quién es usted?
—Soy dramaturgo —dijo—. Y me llamo Arthur Garvey Ulm.