CAPÍTULO XI

HASTA AHORA HEMOS CARECIDO DE ESCUELAS QUE RESPONDAN PERFECTAMENTE A SU FIN

1. En extremo presuntuoso parecerá seguramente el hacer esta afirmación. Pero invito a considerar el caso y te hago, lector, juez de él, quedándome con el papel de actor. Llamo escuela, que perfectamente responde a su fin, a la que es un verdadero taller de hombres; es decir, aquella en la que se bañan las inteligencias de los discípulos con los resplandores de la Sabiduría para poder discurrir prontamente por todo lo manifiesto y oculto (como dice el libro de la Sabiduría, 7.17); en la que se dirijan las almas y sus afectos hacia la universal armonía de las virtudes y se saturen y embriaguen los corazones con los amores divinos de tal modo que todos los que hayan recibido la verdadera sabiduría en escuelas cristianas vivan sobre la tierra una vida celestial. En una palabra; escuelas en las que se enseñe todo a todos y totalmente.

2. Pero ¿hay alguna escuela que se haya propuesto llegar a este grado de perfección, cuanto menos que lo haya conseguido? Para que no se nos diga que perseguimos ideas platónicas o que soñamos una perfección que no existe y que tal vez no podamos esperar en esta vida, vamos a demostrar con otros argumentos que las escuelas deberían ser como dejamos dicho y no como son hasta ahora.

3. Lutero, en su exhortación a las ciudades del Imperio para que erigiesen escuelas (año 1525), exige respecto a ellas, entre otros, estos dos requisitos: Primero. Que en todas las ciudades, plazas y aldeas se creen escuelas para educar a toda la juventud de uno y otro sexo (como nosotros razonamos en el cap. IX que debía hacerse); de tal manera, que aun aquellos que estuviesen dedicados a la agricultura o a los oficios, acudiendo diariamente a la escuela durante dos horas, se instruyesen en letras, costumbres y religión. Segundo. Que se establezcan las escuelas con algún método, mediante el cual, no sólo no se les haga huir de los estudios, sino que, por el contrario, se les atraiga con toda suerte de estímulos; y conformes dice que no experimenten los niños menor placer en los estudios que el que gozan jugueteando el día entero a las nueces, la pelota o la carrera. Así se expresa.

4. ¡Consejo extremadamente sabio y digno de varón tan esclarecido! Pero, ¿quién no ve que, hasta ahora, no ha pasado más allá de su opinión? ¿Dónde están esas escuelas universales? ¿Dónde se encuentra el método suave que preconiza?

5. En cambio vemos todo lo contrario, puesto que todas vía no se han creado escuelas en las localidades pequeñas, aldeas o lugares.

6. Donde existen escuelas no son juntamente para todos, sino para algunos pocos, los más ricos, en realidad; porque siendo caras, los pobres no son admitidos a ella, a no ser en algún caso, por la compasión de alguno. Y en ellas es fácil que pasen y se pierdan algunos excelentes ingenios con daño de la Iglesia y de los Estados.

7. Para educar a la juventud se ha seguido, generalmente, un método tan duro que las escuelas han sido vulgarmente tenidas por terror de los muchachos y destrozo de los ingenios, y la mayor parte de los discípulos, tomando horror a las letras y a los libros, se ha apresurado a acudir a los talleres de los artesanos o a tomar otro cualquier género de vida.

8. Los que se quedaron (unos, obligados por la voluntad de sus padres o instigadores; otros, con la esperanza de obtener en algún tiempo alguna dignidad a causa de las letras; otros, por fin, movidos por un espontáneo impulso hacia estas profesiones liberales) no obtuvieron su cultura sino de un modo poco serio, nada prudente, más bien de mala manera y falsamente. Pues lo que principalmente debía arraigarse en sus almas, la piedad y las buenas costumbres, se descuidaba por completo. No hubo el menor cuidado acerca de esto en todas las escuelas (y lo mismo en las academias, que convenía que fuesen la cumbre de la cultura humana), tanto que muchas veces, en lugar de mansos corderos, salieron de allí asnos salvajes, indómitos y petulantes mulos, y en lugar de inclinación encaminada a la virtud, sacaban una afectada urbanidad de costumbres, algún lujoso y exótico vestido y los ojos, las manos y los pies diestros para todas las humanas vanidades. ¿Cómo se le iba a ocurrir a nadie que aquellos pobres hombres instruidos durante tan largo tiempo en las letras y en las artes habían de ser modelos para los demás mortales de templanza, castidad, humildad, humanidad, prudencia, paciencia, continencia, etc., etc.? ¿Y de qué provenía esto sino de que en las escuelas no se plantea cuestión alguna acerca de bien vivir? Testimonios de ello son la disoluta disciplina de casi todas las escuelas; las licenciosas costumbres en todos los órdenes; las quejas, suspiros y lágrimas de muchos piadosos varones. ¿Habrá aún quien defienda el estado actual de las escuelas? Estamos invadidos desde nuestro origen por una enfermedad hereditaria que, desdeñando el árbol de la vida, nos lleva a desear desordenadamente el árbol de la ciencia tan solo. Guiadas las escuelas por este desordenado apetito no han hecho hasta ahora más que perseguir la ciencia.

9. Y aun para conseguir esto, ¿qué orden se ha seguido? ¿Con qué éxito? En realidad, de tal manera que lo que la mente humana es capaz de conocer en el espacio de un año, entretenía durante cinco, diez, muchos. Lo que puede infiltrarse e infundirse suavemente en las almas se introducía violentamente, o mejor, se embutía y machacaba. Lo que podía ser expuesto clara y lucidamente se ofrecía a los ojos de modo obscuro, confuso, intrincado como verdaderos enigmas.

10. Callándome lo actual, apenas se vio jamás alimentado el entendimiento con la verdadera esencia de las cosas; se le llenaba las más veces con la corteza de las palabras (una locuacidad vacía y de loro) y con la paja o el humo de las opiniones.

11. Si nos fijamos en el estudio de la lengua latina (aunque no sea más que a la ligera y como ejemplo), ¡gran Dios, qué intrincado, trabajoso y prolijo lo han hecho! Cualquier aguador, cantinero o zapatero de viejo, entre los oficios de baja condición, culinaria, militar o de cualquier otra índole, aprenden antes una lengua diferente de la suya, y aun dos o tres, que los alumnos de las escuelas con gran tranquilidad y sumo esfuerzo llegan a conocer tan sólo la latina. ¡Y con qué aprovechamiento tan distinto! Aquéllos al cabo de unos pocos meses ya charlan de lo lindo sus idiomas; éstos, después de quince y aun veinte años, sostenidos con los andadores de sus gramáticas y diccionarios, apenas si pueden expresar en latín unas pocas cosas, y esto no sin duda y titubeos. ¿De dónde puede provenir esta lastimosa pérdida de tiempo y trabajo sino de un método vicioso?

12. Con sobrada razón escribe acerca de esto el ilustre Eilardo Lubin, Doctor en Sagrada Teología y Profesor en la Academia de Rostock: La forma corriente de educar a los muchachos en las escuelas me parece ciertamente como si se hubiese mandado a alguno que, concentrando su trabajo y estudio, averiguase el modo y manera que tanto los profesores como los alumnos no llegasen a conocer la lengua latina sino a fuerza de grandísimo trabajo, de inmenso fastidio, de infinito esfuerzo y a costa de un largo espacio de tiempo.

Cuanto más repito una cosa o la repaso de mala gana tanto más me exacerbo y estremezco en todo mi ser.

Y afirma a continuación: Y reflexionando no una vez sola, sino con frecuencia acerca de esto, confieso que he llegado a pensar que estoy completamente persuadido de que algún genio maligno, enemigo del género humano, ha introducido este método en las escuelas. Esto dice este autor, a quien he querido citar aquí como uno de los muchos testimonios entre las gentes más preclaras.

13. Aunque, ¿qué necesidad tenemos de buscar testigos? Lo somos todos los que hemos salido de las escuelas y academias con un ligero barniz literario. Entre muchos miles yo mismo soy uno, mísero hombrecillo, cuya riente primavera de la vida, los florecientes años de la juventud pasados en las vaciedades escolásticas fueron desdichadamente perdidos. ¡Ah, cuántas veces, después que me ha sido dado comprenderlo mejor, me ha llenado el pecho de suspiros, los ojos de lágrimas y el corazón de pena el recuerdo de la edad perdida! ¡Ah, cuántas veces el sentimiento me obligó a exclamar!:

¡Oh, si Júpiter me devolviera los años pasados!

14. Pero todos estos deseos son inútiles; el día que pasa no ha de volver. Ninguno de nosotros, cuyos años pasaron, vuelve a hacerse joven para rehacer su vida e instruirse con mejor provecho; no hay ningún remedio. Sólo nos resta una cosa, solamente hay una cosa posible, que hagamos cuanto podamos en beneficio de nuestros sucesores; esto es, que conociendo el camino por el que nuestros Preceptores nos han inducido a error, señalemos el medio de evitar esos errores. Hagamos esto en el nombre y con la guía de Aquél, que es el único que puede contar nuestros defectos y corregir nuestras desviaciones (Ecles., 1.15).