CAPÍTULO V

LA NATURALEZA HA PUESTO EN NOSOTROS LA SEMILLA DE LOS ELEMENTOS ANTEDICHOS (ERUDICIÓN, VIRTUD Y RELIGIÓN)

1. Entendemos aquí por NATURALEZA, no la corrupción inherente a todos después del pecado (por la que somos llamados hijos de la ira por naturaleza, incapaces de pensar algo bueno de nosotros mismos como tales), sino nuestra primera y fundamental constitución, a la que hemos de volver. En este sentido dice Luis Vives: ¿Qué es el cristiano sino un hombre cambiado de naturaleza, como si dijéramos restituido a su primitivo ser, del que había sido despojado por el Diablo? (Lib. 1 de Concordia et Disc.) Y en igual sentido puede interpretarse lo que Séneca escribió: La sabiduría consiste en volvernos hacia la naturaleza y restituirnos a aquel estado de que luimos desposeídos por el público error (esto es, del género humano en la persona del primer hombre). Dice asimismo: No es bueno el hombre, pero es creado para el bien; con el fin de que acordándose de su origen procure asemejarse a DIOS. A nadie está vedado intentar subir al sitio de donde había descendido. (Epist. 93.)

2. Entendemos también por voz de la Naturaleza la universal providencia de DIOS, o el influjo incesante de la bondad divina para obrar por completo en todas las cosas; esto es, en cada una de las criaturas todo aquello para lo que la destinó. Propio es de la divina sabiduría no hacer nada en balde, o sea sin fin alguno y sin los medios proporcionados para conseguirle. Por lo tanto, todo cuanto tiene existencia existe para algo y está dotado de los órganos y elementos necesarios para obtener su determinado fin; tanto que habrá dolor y muerte si mediante cualquier violencia impides que algo vaya a su fin con expedición y agrado por el mismo instinto de la naturaleza. Así, pues, es cierto que el hombre ha sido creado con aptitud para la inteligencia de las cosas, para el buen orden de las costumbres y para el amor de DIOS sobre todas las cosas (acabamos de ver que está destinado a todo esto) y que lleva dentro de sí las raíces de los tres principios enunciados como los árboles tienen las suyas enterradas.

3. Y para que con mayor evidencia aparezca lo que quiere decir Sirach, cuando afirma que la Sabiduría puso fundamentos eternos en el hombre (Eclesiást. 1. 10.), vamos a ver cuáles son los fundamentos de erudición, virtud y religión puestos en nosotros y que hacen del hombre un maravilloso instrumento de la Sabiduría.

4. Es un principio admitido por todos que el hombre nace con aptitud para adquirir el conocimiento de las cosas, en primer lugar porque es imagen de Dios. La imagen, sí es fiel, debe representar y reproducir todos los rasgos de su modelo, de otro modo no sería verdadera imagen. Entre todas las demás cualidades de Dios, ocupa un lugar preeminente la Omnisciencia; luego necesariamente debe aparecer en el hombre alguna señal de dicha cualidad. ¿Y cómo? El hombre está realmente colocado en medio de las obras de Dios, teniendo su luminoso entendimiento a la manera de un espejo esférico suspendido en lo alto que reproduce las imágenes de todas las cosas. Es decir, de todo lo que le rodea. Pero además, nuestro entendimiento no solamente es ocupado por las cosas próximas, sino también se deja impresionar por las remotas (ya en el tiempo, ya en el espacio), acomete las difíciles, indaga las ocultas, revela las desconocidas e intenta investigar las inescrutables; por lo tanto, es en cierto modo infinito e ilimitado. Si se concediera al hombre una existencia de mil años, durante los cuales; aprendiendo sin cesar, siguiera deduciendo una cosa de otra, jamás carecería de objeto a que dirigirse; tan inmensa es la capacidad de la mente humana que puede compararse a un insondable abismo. Nuestro débil cuerpo ocupa un reducido espacio; la voz se extiende poco más allá; la altura del firmamento limita nuestra vista; pero al entendimiento no se le pueden fijar límites ni en el cielo ni más allá del cielo; lo mismo asciende hasta los cielos de los cielos que desciende al abismo de los abismos; y aunque estos espacios sean millares de veces más extensos los recorre con increíble rapidez. ¿Negaremos que todo le es fácil? ¿Habremos de negar que tiene capacidad para todo?

5. El hombre ha sido llamado por los filósofos microcosmo (μικροκοσμος), compendio del Universo, que encierra en sí cuanto por el mundo aparece esparcido. Ya en otra parte demostramos la verdad de esta afirmación. El entendimiento del hombre al venir a este mundo ha sido comparado muy acertadamente a la semilla o germen; en el cual, aunque en el momento no exista la figura de la hierba o árbol, en realidad de verdad hay en él un árbol o hierba, como claramente se comprueba cuando, depositada la semilla en la tierra, emite raicillas por abajo y tallos hacia arriba, que, en virtud de la fuerza nativa, se convierten después en troncos y ramas, se cubren de hojas y se adornan con flores y frutos. Nada, pues, necesita el hombre tomar del exterior, sino que es preciso tan sólo desarrollar lo que encierra oculto en sí mismo y señalar claramente la intervención de cada uno de sus elementos. Y en confirmación de lo dicho, nos refieren que Pitágoras acostumbraba decir que era tan natural al hombre el saber todas las cosas, que si interrogamos con habilidad a un niño de siete años acerca de todas las cuestiones de la Filosofía podrá responder acertadamente a todas ellas; sin duda, porque sola la luz de la razón es forma y regla suficiente de todas las cosas, por más que ahora, después del pecado, velada y obscurecida, no sabe desembarazarse, y quienes debían desembrollaría la envuelven más.

6. Además de todo esto estamos dotados de ciertos órganos a modo de vigilantes u observadores para que auxilien a nuestra alma racional durante su estancia en el cuerpo, a fin de que mediante ellos pueda el alma humana ponerse en relación con el mundo exterior, y son la vista, oído, olfato, gusto y tacto, y así nada habrá referente a las criaturas que se escape a su conocimiento, puesto que en el mundo visible nada existe que no se pueda ver u oír, oler, gustar o tocar, y, por tanto, conocer qué y cómo sea; y de esto se sigue que todo cuanto el mundo encierra puede ser conocido por el hombre dotado de entendimiento y de sentido.

7. Es inmanente en el hombre el deseo de saber, y no solamente tiene tolerancia en los trabajos, sino inclinación a ellos. Resalta esto de un modo visible en la primera edad y no nos abandona durante toda la vida. ¿Quién no procura oír, ver o tratar siempre algo nuevo? ¿A quién no agrada ir diariamente a algún sitio, conversar con alguien, contarle alguna cosa o referir de nuevo cualquier otra? Así, efectivamente, ocurre: Los ojos, los oídos, el tacto, el mismo entendimiento, buscando siempre objeto en que emplearse, se dirige, en todo momento al exterior, siendo igualmente intolerable para la naturaleza viva el ocio que la imposibilidad. ¿Y por qué razón los idiotas admiran a los varones doctos; de qué es señal esto mismo sino de que experimentan el estímulo de cualquier deseo natural? Ellos querrían participar también de este estímulo, y viendo que no pueden conseguirlo, lo lamentan y envidian a quienes ven por encima de sí.

8. Los ejemplos de quienes se instruyen por sí mismos demuestran con toda evidencia que el hombre puede llegar a investigarlo todo con el solo auxilio de la Naturaleza. Hay, efectivamente, quienes sirviéndose ellos mismos de maestros o, como dice Bernardo, con las hayas y las encinas por catedráticos (es decir, paseando y meditando en las selvas) que han programado mucho más que otros con una laboriosa ayuda de preceptores. ¿Acaso no es esto clara demostración de que en el hombre se encierran todas las cosas? Es como una lámpara con su candelero, aceite, pabilo y todo su aparato: primero sabría hacer saltar la chispa y encender la luz; después vería, en agradabilísimo panorama, los admirables tesoros de la Divina Sabiduría, tanto en sí como en el mundo exterior (de qué modo se halla todo dispuesto para el número, la medida y el peso). Ahora bien; no puede procederse de modo distinto a como se procede cuando no se enciende en el hombre su luz interna, sino que está rodeado de las lámparas de las opiniones ajenas, a semejanza del que está encerrado en una cárcel obscura que se halla rodeada de hogueras, que percibirá los rayos que entren por las rendijas sin que pueda disfrutar la luz total. En este sentido afirmó Séneca: Existen dentro de nosotros los principios de todas las artes; Dios nuestro Maestro calladamente revela los ingenios.

9. Los objetos a que se asemeja nuestro entendimiento nos enseñan lo mismo. ¿Por ventura la Tierra (a la que la Sagrada Escritura compara con frecuencia nuestro corazón) no recibe gérmenes de todas clases? ¿Acaso no pueden sembrarse en un mismo huerto, hierbas y flores de todas especies y aromas? Ciertamente; si el hortelano no carece de saber y cuidado. Y cuanto mayor sea la variedad más hermoso será el espectáculo para los ojos, más suave el deleite del olfato, mayor el placer del corazón. Aristóteles comparó el alma del hombre a una tabla raza, en la que nada hay escrito, pero en la que pueden inscribirse muchas cosas. Y de igual modo que en una tabla limpia puede escribirse lo que el escritor quiere o pintarse lo que desea el pintor conocedor de su arte, así en el entendimiento humano puede, con igual facilidad, fijarlo todo aquel que no ignore el artificio de enseñar. Y si esto no se realiza no será ciertamente por culpa de la tabla (a no ser que esté estropeada), sino por ineptitud del pintor o escritor. Conviene tener en cuenta que en la tabla no se pueden trazar más líneas que las que permita su extensión, mientras que por más que se escriba o grabe en el entendimiento jamás se hallará término, porque (como antes hemos dicho) es ilimitado.

10. Muy acertadamente ha sido comparado nuestro entendimiento, como laboratorio de pensamientos, a la cera, que lo mismo admite la impresión de un sello que se deja modelar en variadas figurillas. Así como la cera es capaz de admitir toda clase de formas y permite ser conformada y transformada del modo que se quiera, de igual manera nuestro entendimiento al recibir las imágenes de todas las cosas recibe en si cuanto contiene el universo entero. Y esto nos permite conocer de un modo claro qué es nuestro pensamiento y qué nuestra ciencia. Todas las sensaciones que impresionan mi vista, olfato, oído, gusto o tacto son a manera de sellos que dejan impresa en mi cerebro la imagen de lo percibido. Y por eso, desaparecido de mis ojos, oídos, nariz o manos el objeto que causaba la impresión, queda en mí su imagen; y necesariamente tiene que ser así, salvo el caso de que una atención imperfecta haya contribuido a que la impresión se efectúe débilmente. Por ejemplo: Si he visto o hablado con algún hombre; si yendo de camino he admirado un monte, visto un río, atravesado un campo o un bosque o conocido una ciudad, etc.; si he escuchado grandes truenos, dulces músicas o elocuentes discursos; si he leído con atención a cualquier autor, etc., etc.; todas estas sensaciones se imprimen en mi cerebro de tal manera que cuantas veces se presente ocasión de recordarlas me parecerá claramente que están ante mis ojos, que resuenan en mis oídos o que experimento su sabor o contacto. Y aunque estas impresiones se verifiquen en mi cerebro unas antes que otras, se reciban con mayor claridad o evidencia o se retengan con mayor fuerza, sin embargo, cada cosa se recibe, representa y retiene de algún modo.

11. En lo que también tenemos que admirar el reflejo de la Divina Sabiduría es en disponer que una tan reducida masa como la de nuestro cerebro sea capaz de recibir tantos miles de millones de imágenes. Todo lo que cada uno de nosotros (en especial los dedicados a las letras) pudo durante tantos años ver, oír, leer, deducir por experiencia o raciocinio y que puede recordarse como cosa conocida, todo ello está evidentemente encerrado en el cerebro; esto es, allí han sido recibidas las imágenes de todas las cosas anteriormente vistas, oídas, leídas, etc., de las que existen miles de millones y que se multiplican casi hasta lo infinito viendo, oyendo, leyendo, experimentando, etc., algo nuevo cada día. ¿A qué se debe esto sino a la insondable Sabiduría de la Omnipotencia divina? Causaba la admiración de Salomón el que todos los ríos fuesen a parar al mar y que, sin embargo, éste no se llenaba jamás (Ecles. 1. 7.); y quién será el que no experimente mayor admiración al considerar el profundo abismo de nuestra memoria, que todo lo traga y todo lo devuelve sin que jamás se llene ni vacíe por completo? Así, realmente, nuestro entendimiento es mayor que el mundo a la manera que el continente es necesariamente mayor que lo contenido.

12. Por último, nuestro entendimiento es parecidísimo al ojo o al espejo, puesto que si pones en su presencia un objeto, sea cual fuere, su forma y color presenta en sí una imagen completamente igual, a no ser que el objeto se halle en la obscuridad, o vuelto, o excesivamente elevado a mayor distancia de la conveniente, o dificultada su reflexión o alterada por el movimiento; en este caso, claro es que no acontece lo antes afirmado. Hablamos en el supuesto de la existencia de luz y de la natural y acostumbrada situación del objeto. De igual modo, pues, que el ojo sin trabajo alguno se abre y mira los objetos, y, como ansioso de la luz, se recrea en la mirada; se basta para todas las cosas (a no ser que se vea confundido por el excesivo y simultáneo número de ellas) y jamás se saciará de ver, así nuestro entendimiento está sediento de objetos, los desea con ansia, trata siempre de investigar, y recibe, mejor dicho devora, todas las cosas; siempre infatigable, con tal de que se le ofrezcan a su consideración ordenadamente una detrás de otra sin ofuscarle con simultánea multitud.

13. Los mismos paganos vieron ya que era natural al hombre la armonía de costumbres, y aunque desconocían la otra luz venida del cielo y considerada guía más cierta de la vida eterna, estimaban (vano intento) estas ligeras chispas como teas brillantes. Así dice Cicerón: Existen en nuestros espíritus gérmenes innatos de virtudes, y si pudieran desarrollarse la misma naturaleza nos conduciría a la vida bienaventurada. (¡Esto es demasiado!) Pero ahora, apenas salimos a la luz, nos aplicamos a toda suerte de maldades que no parece sino que con la leche de la nodriza se nos infunden todos los errores. (3. Tusc.) Dos son las razones en que nos fundamos para asegurar que son innatos en el hombre ciertos gérmenes de virtudes: primero, que el hombre se complace con la armonía, y segundo, que el mismo hombre no es sino armonía por dentro y por fuera.

14. Se demuestra que la armonía agrada al hombre y que con empeño intenta alcanzarla. Pues, ¿quién es el que no contempla con agradable satisfacción a un hombre hermoso, un vigoroso caballo, una bella imagen o un bonito cuadro? ¿Y cuál es el motivo sino la armónica proporción de sus elementos y colores? Este encanto de los ojos es natural en extremo. Ahora pregunto, ¿a quién no conmueve la música? ¿Cuál es la causa de este sentimiento? A no dudarlo, la armonía de las voces que produce una agradable consonancia. ¿A quién no agradan los platos bien condimentados? Es que la mezcla de los sabores afecta gratamente al paladar. Todo el mundo experimenta bienestar con un suave calor o una agradable frescura, o con una cómoda postura de los miembros. ¿Por qué razón? Porque todo lo que es moderado y ordenado es apacible y saludable para la Naturaleza mientras que resulta odioso y nocivo lo desmesurado y sin moderación. Y si admiramos las virtudes en los demás (pues aun los faltos de ellas envidian la virtud en los otros, aun cuando no los imiten juzgando imposible de vencer su hábito hacia el mal), ¿por qué no ha de amarla cada uno en sí mismo? ¡Cuán ciegos estamos al no ver que existen en nosotros las raíces de toda armonía!

15. El hombre mismo no es sino armonía, tanto respecto del cuerpo como del alma. Así como el mundo entero es a modo de un inmenso reloj, formado por muchas ruedas y campanas tan ingeniosamente dispuestas que para obtener la perpetuidad del movimiento y la armonía se hacen depender unas de otras por todo el universo, de igual modo puede ser considerado el hombre. En cuanto a su cuerpo, formado con maravilloso ingenio, su primer móvil es el corazón, fuente de la vida y de todas las acciones y del cual reciben los demás miembros el movimiento y el ritmo de este movimiento. La pesa que causa los movimientos es el cerebro, que sirviéndose de los nervios como de cuerdas, atrae y separa las demás ruedas (los miembros). La variedad de las operaciones internas y externas es la misma ordenada proporción de los movimientos.

16. Del mismo modo, la rueda principal en los movimientos del alma es la voluntad; las pesas que la mueven son los deseos y afectos que la inducen hacia uno u otro lado. La razón es el muelle que detiene o impide el movimiento y regula y determina qué, adónde y en qué medida debe aproximarse o separarse. Los demás movimientos del alma son como ruedas menores subordinadas a la principal. Por lo cual, si no se pone demasiado peso con los deseos y afectos, y la razón como llave regula y cierra sabiamente, no puede menos de resultar la armonía y consonancia de las virtudes; esto es, una suave ordenación de las acciones y pasiones.

17. ¡He aquí, pues, que realmente el hombre no es sino armonía en sí mismo! Y así como un reloj o un órgano musical, hecho por las hábiles manos de un insigne artista, si llega a estar estropeado o desafinado no decimos por eso que no pueda ser ya jamás usado (puede ser reparado y compuesto), así también el hombre, una vez corrompido por el pecado, debemos pensar que con el auxilio de Dios puede reformarse por medios ciertos.

18. Vamos a demostrar que naturalmente existe en el hombre la raíz de la religión, toda vez que es la imagen de Dios. La imagen indica semejanza y es ley inmutable de todas las cosas que cada uno se complace con su semejante (Ecc. 13, 18). Como el hombre no tiene nada que se le asemeje a no ser Aquél a cuya imagen fue creado, es evidente que no encuentra adonde dirigir sus deseos como no sea a la fuente de donde procede, siempre que la conozca de un modo suficiente.

19. Claramente lo indica el ejemplo de los gentiles, los cuales, desprovistos de toda noción de Dios, sin embargo, por el solo instinto oculto de la Naturaleza, conocían, veneraban y deseaban la Divinidad, aunque se equivocasen en el número y motivo del culto. Todos los hombres tienen idea de los dioses y todos ellos asignan el lugar supremo a una cualquiera de las divinidades, escribe Aristóteles en el libro I, de Coelo, cap. III. Y Séneca afirma (Epis. 96): Lo primero es el culto de los dioses, creer en ellos; después, atribuirles la majestad, adornarlos con la bondad sin la cual no hay majestad alguna, saber que son ellos los que presiden el mundo, los que ordenan el universo como cosa suya, los que ejercen la protección del género humano. ¡Cuán poquito se separa esto del dicho del Apóstol! (Hebr. 11, 6): Al acercarse a Dios hay que creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan.

20. Platón se expresa de este modo: Dios es el sumo bien sobre toda substancia, toda naturaleza y a quien todas las cosas se dirigen (Platón en Timeo). Y esta es una verdad tan evidente (que Dios es el sumo bien adonde tienden todas las cosas) que hace exclamar a Cicerón: La primera maestra de la piedad es la naturaleza (1 De la Naturaleza de los Dioses). Sin duda porque (como Lactancio afirma, lib. IV, capítulo XXVIII) somos engendrados bajo esta condición: que rindamos a Dios nuestro creador la justa y debida reverencia, a El sólo conozcamos y sigamos. Enlazados con este vínculo de piedad quedamos fuertemente ligados a Dios, de lo cual toma su nombre la Religión.

21. Hay que confesar, sin embargo, que aquel natural deseo de Dios, como sumo bien, se encuentra corrompido por el pecado y se ha convertido en un cierto remolino incapaz de volver jamás a la rectitud por su propio esfuerzo; pero en aquellos a quienes Dios ilumina de nuevo con su palabra y espíritu, se vuelve a excitar continuamente, como David cuando exclama dirigiéndose a Dios: ¿Qué hay para mí en el cielo y fuera de ti, qué he querido sobre la tierra? ¡Desfalleció mi carne y mi corazón! ¡Oh roca de mi corazón y mi porción, Dios para siempre! (Sal. 72.)

22. Al tratar de los remedios de nuestra corrupción por el pecado no se nos argumente en contra con la misma corrupción, puesto que Dios Nuestro Señor puede sanarnos de ella por su Espíritu con la intervención de adecuados medios. Y de igual modo que a Nabucodonosor al serle quitado el sentido humano y mudado su corazón en bestial, se le dejó, sin embargo, la esperanza de volver a adquirir entendimiento humano y, más todavía, a ser repuesto en la dignidad real en cuanto conociese que el señorío estaba en los cielos (Dan., 4. 26); también a nosotros, árboles cortados del Paraíso de Dios, se nos han dejado raíces que puedan germinar si reciben la lluvia y el sol de gracia divina. ¿Por ventura Dios, inmediatamente después de la caída y decretada nuestra perdición (el castigo de la muerte), no abrió en nuestros corazones los renuevos de la nueva gracia? (la promesa de la descendencia bendita). ¿No envió a su Hijo, por quien habían de levantarse los caídos?

23. ¡Qué vergüenza, infamia y evidente ingratitud! ¡Nosotros arrastrándonos siempre hacia la corrupción y aparentando la reparación! ¡Correr tras lo que el viejo Adán puso en nosotros y no buscar lo que Cristo, nuevo Adán, nos dejó! Muy acertadamente dice el Apóstol en su nombre y en el de los regeneradores: Todo lo puedo en Cristo que me da fuerza (Fil., 4. 13). Si es posible que germine y dé fruto el renuevo injertado en un sauce, espino u otro cualquier arbolillo silvestre, ¿qué ha de acontecer con el sembrado en su propia raíz? Esta es la argumentación del Apóstol (Rom., 11. 24). Y si Dios puede despertar hijos a Abraham aun de las piedras (Mat., 3. 9), ¿cómo no ha de poder despertar para toda buena obra a los hombres, hechos desde su creación hijos de Dios, adoptados nuevamente por Cristo y reengendrados por el Espíritu de la gracia?

24. ¡Ah! ¡Tengamos cuidado de no coartar la gracia de Dios que está dispuesto a derramar generosamente sobre nosotros! Pues si nosotros, injertados en Cristo por la fe y adoptados por el Espíritu Santo, nosotros, repito, nos declaramos incapaces, con nuestra descendencia, para todo aquello que afecta al Reino de Dios, ¿cómo afirmó Cristo de los niños que de ellos era el Reino de Dios? ¿Y cómo nos los pone por modelo mandando volvernos y hacernos niños si queremos entrar en el reino de los cielos? (Mat., 18. 3.) ¿Por qué el Apóstol llama santos a los hijos de los cristianos (aun siendo solamente uno de ellos fiel) y niega que sean impuros? (I Cor., 7. 14.) Antes bien, aun de aquellos que anteriormente estaban contaminados de gravísimos vicios se atreve el Apóstol a afirmar: Así érais antes, en verdad; pero ahora ya estáis limpios, ya estáis santificados, ya estáis justificados en nombre de Jesús Nuestro Señor por el Espíritu de DIOS nuestro. (I Cor. 6. 11.) Por lo cual, si declaramos aptos para recibir las semillas de la eternidad a los hijos de los cristianos (no a la progenie del viejo Adán, sino a la descendencia del Adán nuevo, hijos de Dios, hermanos y hermanas de Cristo), ¿habrá alguno a quien parezca imposible? Ciertamente no pedimos los frutos al sauce, sino que ayudamos a los renuevos injertados en el Árbol de la vida para que produzcan en Él inmanentes frutos.

25. Conste, pues, que es natural al hombre ser sabio, honesto y santo, y que por la gracia del Espíritu Santo se está más libre de que la maldad posterior pueda impedir su progreso; todas las cosas tornan fácilmente a su ser natural. Esto es también lo que enseña la Sagrada Escritura: Con facilidad ven la sabiduría aquellos que la aman; más aún, sale al encuentro de los que la desean para ser antes conocida, y los que la esperan la encontrarán sin trabajo sentada a sus puertas. (Sab., 6. 13. 14.)

Sabido de todos es aquello del poeta venusino:

Nadie es tan fiero que no pueda amansarse,

Con tal que aplique a su cultura paciente oído.