Al silencio siguió un silencio tan absoluto, tan intenso que era como si el mundo se hubiera quedado tieso. Entonces estalló el caos, al principio apagado, creciendo rápidamente en intensidad y confusión. Reuben miró la nave de la catedral. Cicerón estaba tirado sobre los escalones como una muñeca rota. No se movió. Nadie se le acercó. Reuben no tenía la menor duda de que estaba muerto.
El presidente iba acompañado en la iglesia por un círculo de guardaespaldas. Por todas partes, hombres con trajes blandos o de uniforme habían sacado sus pistolas, peinando la multitud con los ojos, buscando por todas partes el origen de la bala asesina.
El tiro procedía del lado opuesto de la nave. Reuben se puso en pie y miró al otro lado. El asesino era claramente visible, una cara oscura detrás de un brillo de metal pulido. Loubert. Bajó el fusil, se giró y miró a Reuben por encima del vacío que los separaba. Sus miradas se encontraron. Loubert levantó el rifle y apuntó a Reuben. Apretó el gatillo. No pasó nada. Su arma se había encasquillado.
Reuben no dudó ni un momento. Levantó el rifle y se lo apoyó en el hombro. Sin apuntar, sin pensar, disparó tres tiros rápidos. Uno dio contra la barandilla, los otros dos dieron en el blanco. Loubert se alejó del borde, soltando el rifle, que cayó al suelo con estruendo.
La mayor parte de los asistentes ya habían salido precipitadamente a la calle, dejando a los guardaespaldas del presidente y a varios dignatarios acurrucados en un rincón del crucero. Algunos de los responsables de seguridad estaban intentando alejar a los dignatarios que quedaban de lo que parecía ser la zona de peligro. Hubo un resonar de pasos en la escalera que llevaba al balcón a ambos lados de la nave. Reuben tiró el rifle y se puso de pie. Se puso las manos en la cabeza. Había cierta posibilidad de que no dispararan si pensaban que estaba indefenso.
Max apareció en la salida de las escaleras solo, desarmado. Sabía lo que le esperaba.
—Está bien, teniente —dijo Max—. Ahora no tiene nada que temer.
Reuben salió de las sombras. Olía el incienso. El sonido de los tiros le resonaba en los oídos.
—¿Qué está pasando? —preguntó él—. No consigo seguirle. Va de una muerte a la siguiente como un niño probando caramelos.
—Ahora el presidente soy yo —dijo Max—. Ahora mando yo. Conmigo no tiene nada que temer. Baje. Angelina lo está esperando.
—¿Está bien ella?
Max lo miró desconcertado.
—¿Por qué no lo iba a estar? Angelina no ha tenido nunca ningún problema conmigo. —Reuben se preguntaba qué quería decir con eso.
Bajaron. Max abría camino, con el rifle abandonado de Reuben en una mano y Reuben siguiéndolo como un corderito. Había empezado a comprender. Los escalones conducían al crucero. La luz le caía a los pies como melaza espesa. Delante de él estaba el ataúd, como una carroza de desfile fuera de sitio, grotesca y redundante.
Ya quedaba poca gente. Por los escalones del lado opuesto bajaban dos agentes que llevaban en brazos el cadáver del asesino del presidente. Un tercero llevaba su rifle. Entregó el rifle a Max, quien lo intercambió por el que tenía Reuben.
Angelina estaba junto al cuerpo del presidente. Mejor dicho, el ex presidente. Ahora el presidente era Max.
Junto a Angelina estaba un hombre vestido con un sobrio traje gris. Smith. O Warren Forbes. Su nombre era lo de menos. Smith llevaba el cabello cuidadosamente peinado y un anillo de plata en el índice izquierdo.
—¿Por qué, Angelina? —preguntó Reuben.
Ella no dijo nada. Ella parecía estar conmocionada. O indiferente. Tenía algo en la mano. Un disco de oro grande. Le resultaba conocido y extraño a la vez.
Angelina se acercó a Max. Le alargó el círculo, el antiguo símbolo de poder de los reyes de Tali-Niangara. Con esto, Max sería más que un mero presidente. Sería el fundador de una dinastía. Se lo cogió y lo puso a la luz. El metal brillaba, oro más antiguo que la pompa de Cristo. Miró la catedral como un conquistador en un templo extranjero.
—Es de Max —dijo ella—. Uno de los sacerdotes que vino a Haití en el Hallifax era hijo del rey. Él era nuestro antepasado. Max es el legítimo gobernante. El rey ha vuelto. Esta noche es la Noche de la Séptima Oscuridad.
Y, de repente, Reuben se dio cuenta de quién había pintado el cuadro que había visto en la habitación de Petite-Rivière. «En Haití pintaba todos los días». ¿Qué más habría pintado?
Angelina sonrió suavemente, con una sonrisa distinta de todas las que Reuben le había visto. Cuando yo sea rey, tú serás mi reina…
Y entonces, con la mayor facilidad, traspasó la sonrisa a Reuben. Él la miraba impasible. La había amado, aún la deseaba. Max era su hermano. No podía tener celos de su hermano.
Ella se acercó a él, en silencio, sonriendo. Se le acercó y lo abrazó, apretando su cuerpo contra el suyo, apretando sus labios contra su mejilla.
—De prisa —susurró ella—. En el bolsillo de mi chaqueta. El izquierdo. ¡Date prisa!
Ella le acarició la espalda, y entonces le acercó la mano al bolsillo de la chaqueta ligera que llevaba sobre el vestido de luto. Lo abrazó con mayor fuerza. La mano de él encontró una pequeña pistola.
—Date prisa, Reuben.
La respiración de ella rozaba, caliente, la oreja de él. Su tono era de urgencia.
Él miró hacia atrás por encima del hombro. Smith estaba a sólo unos metros, mirando, sin sospechar nada. Reuben sacó la pistola del bolsillo de Angelina, la levantó y disparó dos veces. Ambas balas dieron al hombre alto en el pecho. Smith aulló de dolor inesperado. Reuben pensó en su padre y disparó dos veces más. Ella lo abrazaba mientras disparaba, apretándolo contra su cuerpo. Smith se tambaleó, con la camisa manchada de sangre. Reuben recordó a su madre y volvió a disparar una vez más. Nadie intentó interferir. Nadie fue a detenerlo. Smith cayó hacia adelante, gritando de rabia. Avanzó a gatas. Reuben volvió a disparar, apuntando a la cabeza. La bala le dio en la nuca. Angelina lo abrazó susurrando:
—Basta, Reuben, basta.
Él no sintió ningún sabor. No era dulce. No sabía a miel. Era todo decepción: la venganza no era nada. Ella le cogió la pistola. Era una automática pequeña. Había estado cargada con siete balas. Él había disparado seis. Ella lo abrazó y lo besó en los labios con fuerza, y entonces se separó de él.
Ella le puso la pistola contra la sien.
—Te quiero, Reuben —dijo ella—. Más que a mi padre, más que a Max. ¿Lo comprendes, no?
—No —dijo él. Lo dijo a todo el mundo, pero sobre todo a ella y a Danny, sobre todo a sus padres, y a sí mismo—. No —repitió.
Era todo lo que quedaba por decir.
Ella volvió a adelantarse y lo besó con fuerza, con toda la fuerza del mundo. Al hacerlo, apretó el gatillo. Era más que un beso. Tenía los ojos abiertos. Abiertos y completamente en blanco.