La catedral olía fatal. Bajo capas de cera acumulada e incienso, restos de un olor más antiguo y espeso persistía como carne podrida bajo la piel incorrupta de algún santo muerto hacía mucho tiempo. La iglesia no era muy antigua; sus partes más antiguas eran sólo de finales del siglo XIX, pero había adquirido algo de la pátina de la edad. Algo más antigua que sus iconos indiferentes, más antigua que sus ventanas pintadas, más antigua que la cristiandad misma, algo primigenio persistía en sus piedras. En lo alto de una de sus dos torres, una campana solitaria sonaba, tocando a muerte, una nota repetitiva y firme, de luto en un cielo vacío.
A sus pies, las diminutas figuras de los curas y sus ayudantes corrían de un lado a otro por el crucero, preparando la puesta en escena de los inminentes rituales. El ataúd abierto ya estaba montado sobre unos caballetes, cubierto con la bandera haitiana, arropado entre las flores rojas y blancas.
Los sacerdotes habían asistido al general Valris esa mañana en la puerta de la catedral, rociando su cadáver al son del Si iniquitate y el De profundis. Lo habían precedido de entrada a la iglesia, mientras que el coro cantaba Exultabunt Domine. Reuben había mirado, escondido y solo, mientras ponían el ataúd ante el altar mayor y encendían cirios a su alrededor.
Doug Hooper había sido enterrado la noche anterior en la fosa común. Jean Hooper había sido puesta a bordo del primer vuelo de salida de Haití después del levantamiento del toque de queda. El departamento de estado norteamericano había hecho pública una declaración en la que negaban la implicación de Hooper en un complot norteamericano contra el presidente Cicerón y condenaban la ejecución. Nadie había hecho el menor caso. El funeral sería un montaje teatral, el centro de atención del dolor de la nación. O al menos la proclamación de una victoria. Había acabado el toque de queda, el riesgo de un golpe de estado había pasado. O al menos eso parecía.
Veinte metros por encima de la nave llena de sillas, Reuben estaba arrinconado contra la pared de la sacristía, cuidando su dolor de cabeza, que al menos lo protegía contra el sueño. Llevaba allí desde la noche anterior, cuando lo habían hecho entrar por una puerta lateral acompañado por dos de los favoritos de Valris. La noche había transcurrido lentamente, atormentado por los pequeños ruidos sin sentido de la iglesia y el leve susurro de su propia voz. Su único compañero había sido la pequeña luz roja del santísimo. Al llegar el amanecer ella también se desvaneció.
Suponía que podría escaparse, pero, ¿para qué? Si no estaba allí a mediodía para matar al presidente Cicerón, Smith pondría en marcha su terrible maquinaria. Reuben no tenía la menor duda respecto a su capacidad de poner en práctica su amenaza.
Reuben no tardó mucho en descifrar lo que buscaban Smith y Bellegarde. Lo habían montado para tener pruebas de un complot de la CIA contra Cicerón. La presencia de Hooper en el país había sido meramente fortuita, pero su enfrentamiento con Valris les había venido como anillo al dedo. Hoy Reuben mataría al presidente. Minutos más tarde lo cogerían, vivo o muerto, seguramente lo segundo.
Se establecería su relación con el asesinato de Valris, sus vínculos con la AVS se harían públicos. Un complot de los Estados Unidos desenmascarado y revelado a la prensa del mundo entero. Sin duda descubrirían otros cómplices. Y los detendrían. Y los fusilarían. En cuestión de días, Smith y Bellegarde verían cómo el poder les caía en las manos como un mango maduro.
Reuben ya había montado y comprobado el arma, un fusil de francotirador H&G PSG1 semiautomático. El asesinato debía parecer bien preparado y adecuadamente equipado. El PSG1 tenía un cañón de libre desplazamiento con un cargador ajustable, y estaba equipado con un visor Hensoldt Wetzler 6 × 42 ajustable de 100 a 600 metros, se apoyaba en un trípode bien equilibrado. El hecho de que él nunca había usado un arma así, y que no tenía, ni mucho menos, formación de asesino no sería, por supuesto, un factor relevante. No dispararía para fallar. Smith ya le había dicho claramente cuáles serían las consecuencias si obraba así. El silogismo era para fines exclusivamente psicológicos. Nada le impedía matar a Davita, pasara lo que pasase.
Miró la hora. El funeral empezaría dentro de un cuarto de hora. Ya habían comenzado a llegar los primeros enlutados. Los dignatarios llegarían tarde, por supuesto, y el presidente sería el último en llegar. Reuben cerró los ojos para atenuar un calambre de dolor, y después se apoyó en la pared.
Cuando llegara la hora, él estaría escondido detrás de la alta barandilla de piedra, una de tantas que recorrían la nave. Estaba situado bastante lejos del altar, pero tenía un buen ángulo sobre el ataúd. En algún momento de la ceremonia, el presidente depositaría unas flores sobre el féretro, y subiría al púlpito para dirigirse a la congregación y a la prensa. Ésta sería la señal para Reuben.
La catedral se estaba llenando. Habían encendido velas, el incienso bajaba por los pasillos, un rayo de luz entraba por una ventana del crucero occidental, cayendo con una puntería casi teatral sobre las dunas de flores que morían alrededor del general asesinado.
Los primeros en llegar fueron los don nadie, los funcionarios, comerciantes locales, representantes de la mermada comunidad extranjera en Haití, amigos de la familia. Después llegaron los parientes cercanos, algunos llorando, otros curiosamente silenciosos. Al fin llegó el turno de los dignatarios. Primero los de menor rango: el director de la Banque Nationale, el presidente de la cámara de comercio haitiana, el jefe de la policía, el rector de la Universidad de Haití, varios jueces, abogados, editores de periódicos.
Por último, la crème de la crème: dos generales, el comandante de la guardia presidencial, el almirante de la minúscula marina haitiana, representantes de los vestigios del cuerpo diplomático, el nuncio papal, miembros de las familias más destacadas del país, ministros.
Hubo una pausa en la procesión. La gente se sentó. Reuben notó que brotaba un sudor seco de su frente. Estaba mareado. Mareado por el dolor y el temor. No era un asesino, pero aunque no disparara, hoy sería la causa de una muerte. Quería ponerse en pie y gritar, pero eso sería causa segura de la muerte de Davita.
Entró el obispo de Port-au-Prince. Una voz anunció la llegada del presidente. La congregación se puso en pie con ruido de golpeteo y toses apagadas. Cicerón bajó lentamente por el pasillo principal, acompañado por guardias con uniformes de ceremonia. Estaba vestido de negro y llevaba una banda negra en el brazo. No estaba solo. Reuben miró con avidez entre el dibujo de piedra esculpida, intentando ver al hombre al que debía matar.
Detrás de Cicerón, vestido con un uniforme que parecía indicar un importante ascenso, iba Max Bellegarde. Él también llevaba una banda negra. No estaba solo. A su lado no iba su mujer, ni su madre, sino su hermana Angelina, vestida totalmente de negro, de luto, como Reuben la había visto por primera vez.
* * *
La campana se detuvo a medio girar, como si se hubiera helado. Suavemente, el eco de su última nota vibró y se desvaneció en el aire. Por las calles no circulaba tráfico desde las ocho.
El silencio se abalanzó sobre la catedral como un ave rapaz, portentosa, de potentes alas.
En el interior de la catedral sonó una campanilla, minúscula y aguda, clara y precisa sobre el ruido de llanto reprimido. No todos habían ido a hacerse ver. Los sacerdotes en su vestimenta de entierro empezaron la misa de réquiem, con caras solemnes, rodeados de nubes de incienso.
Ella estaba sentada en primera fila junto a su hermano, entre los generales y los diplomáticos. Se notaba que estaba inquieta. A cada momento giraba la cabeza en uno u otro sentido. ¿Lo estaría buscando? ¿Sabría que aún estaba vivo? Vio a Max agacharse y susurrarle al oído. Notó que la sangre se le helaba en las venas. ¿Qué debía hacer? Nadie lo había preparado para aquello.
La misa siguió su curso, monótona, cadencias conocidas en una lengua nueva, los misterios de la muerte expuestos en una mezcla de francés y latín. No era la primera misa de réquiem a la que Reuben asistía. Desde que empezó sus estudios en la academia, cada año había asistido al menos a dos entierros de compañeros muertos en el cumplimiento del deber. Muchos eran irlandeses, polacos, italianos. Se sabía la misa de réquiem casi mejor que el kaddish. Se dio cuenta, sorprendido, de que estaba llorando en silencio, llorando porque no había podido recitar el kaddish para su padre ni su madre. No tenía hermanos, era su deber. ¿Qué pasaría si moría Davita?
Se echó hacia atrás y esperó, con la mirada fija en la misa que se desarrollaba a sus pies. Las voces fluctuaban, los celebrantes se movían entre el incienso con ritmos nada terrenales, como participantes en un sueño ajeno. Caras negras, manos negras, voces negras, atrapadas en los gestos de un credo extranjero. Tendrían que haber estado bailando, pensaba Reuben, tendría que haber tambores. Dios no debería ser tan remoto, su hijo tan etéreo, ni sus manifestaciones tan parsimoniosas ni tan contenidas.
Pero al fin acabó. El obispo completó el rito de la absolución, los concelebrantes se dispersaron. Se hizo el silencio en la catedral, un silencio expectante. En el altar, físicamente intacto, el cuerpo de Valris permanecía inerte en su ataúd cargado de flores, un testimonio silencioso de la dureza del mundo externo.
Reuben vio que Cicerón se levantaba y subía los escalones del altar. El presidente resultaba un hombre pequeño y cansado, con ojos tristes, al que nadie quería. Se puso de cara a la congregación permaneciendo en silencio durante lo que pareció ser mucho tiempo. Alguien tosió. Otro se aclaró la garganta. Cicéron empezó a hablar, palabras sencillas en criollo, el elogio de un hombre al que no había querido. Reuben no entendía ni una palabra. No importaba.
Reuben apuntó a la cabeza de Cicerón, un milímetro por encima de la pared. Estaba de lado, pero no importaba: a esa distancia un tiro bien colocado sería mortal. Era fácil hacerlo. Pensó en Danny, en su padre, su madre, Devorah, todos los muertos y los casi muertos. Pensó en Davita. Pensó en el agujero. Suavemente, cerró los ojos y recitó las primeras palabras del kaddish.
—Que su gran nombre sea ensalzado y adorado en el mundo que Él ha creado según su voluntad.
Abrió los ojos y volvió a apuntar. ¿A él qué le importaba Cicerón? Dejó el rifle en el suelo. Era imposible. Él no era un asesino.
Un segundo más tarde se oyó un sonoro disparo.