Ella está sentada en un rayo de luz. Es un rayo oblicuo que entra por el cristal oscuro de una ventana alta, es cálido y movedizo, vivo con motas de polvo, y cae perfectamente sobre su piel como helado de vainilla.
Su padre le compraba helados hacía muchos, muchos, años. Max tenía diecisiete años cuando los descubrió, Angelina comiendo helado, desesperada, temblando, con los ojos entornados, con la mano de su padre metida bajo su falda amarilla y suave.
Al día siguiente vinieron a llevarse a su padre, los hombres con uniformes de algodón, los hombres con armas y ojos de plomo. Ella sabía que Max lo había delatado, y pensaba que había contado aquello, lo que su padre había hecho con ella, y que por eso se lo habían llevado. No fue hasta mucho más tarde que supo la verdad. Lo que él realmente había dicho. Y por qué. No fue hasta que Rick se lo dejó bien claro que comprendió cómo Max había construido su carrera a partir de esa delación. Por rabia. Por indignación. Por malicia. Y codicia. Y celos.
El sol era real. Oblicuo y oscurecido y muy real. Max la había mandado a su casa, en las montañas en Kenskoff. Ella estaba esperando a que él volviera. Ella tenía miedo.
Celos. Más que nada habían sido los celos. Max quería que ella fuera toda para él. En el fondo tenía la impresión de haberlo sabido siempre, de haber deseado un poquitín que fuera así. Max era poderoso ahora. E iba a serlo aún más. Su traición había dado su fruto.
Ella tenía un objeto en el regazo. Un círculo dorado, un disco de oro batido y grabado, cuidadosamente reparado. Las pequeñas grapas que lo unían apenas eran visibles. Era como si nunca hubiera sido roto. Pasó un dedo por su superficie, una y otra vez, saboreando su dureza, su valor, su poder. La luz se reflejó en su superficie con veneración.
Il y avait une fois… Érase una vez… Ella sonrió. Érase una vez una ciudad en un bosque. Volvió a sonreír. El viejo cuento, el que le contaba su padre antes de que Max hiciera que se lo llevaran. Ahora era su único consuelo. La sonrisa le desapareció de la cara. Iba a pasar algo terrible.
Tali-Niangara era un recuerdo, una ruina en el corazón de una enorme selva inexplorada. Los huesos de sus reyes habían sido reducidos a polvo en sus urnas de marfil hacía mucho tiempo. Pero el símbolo de su poder había sido arrancado del fondo del mar. Los dioses esperaban la resurrección.
Angelina levantó el disco a la luz. Recordaba la historia de Aladino y su lámpara maravillosa, el genio que podía ser invocado con ella, la magia que podía ser desencadenada con sólo frotar. Ya no hacía falta creer en la magia. Que otros creyeran en la magia, en los antiguos dioses. Con su círculo dorado podía conseguir eso y mucho más.
Levantó la vista. El reloj marcaba las cuatro y media. Max estaba de camino.