Un enorme campo de piedra temblaba ante él, sus amplios adoquines iluminados por las oscilantes luces. Un techo bajo de piedra se extendía en todas las direcciones. Un poco más adelante un espacio vacío daba lugar a un bosque de columnas con bandas de hierro, con un entramado de arcos estrechos. Era como si Reuben estuviera en el corazón de una catedral oscura, un lugar vacío, sin sol. Las lámparas se convirtieron en meras chispas en uno de los extremos, y más allá había innumerables oscuridades dobles y triples.
Bellegarde esperaba a la salida, con la lámpara en la mano, una sombra en el reino de las tinieblas.
—Sabían que nunca volverían a Tali-Niangara —dijo—, así que construyeron otra ciudad aquí, una ciudad subterránea, donde podían conversar libremente con sus dioses. Ya había unas bodegas aquí, subterráneos que los antepasados de Bourjolly habían usado para guardar vino. Él se gastó una fortuna ampliándolas, durante los años que precedieron a la revolución. Después sus seguidores continuaron trabajando, cavando, reparando, construyendo. Hay túneles que se extienden millas y millas. Hay cavernas naturales tan grandes que nadie las ha visto enteras.
Reuben tuvo un estremecimiento. ¿Por qué lo había llevado allí Bellegarde? El mayor suspiró y miró con cara curiosa a Reuben.
—Vamos allá —dijo—. Vamos a encontrarnos con unos viejos amigos.
Echó a andar por el campo de adoquines sin esperarle. Loubert propinó a Reuben un empujón entre los omoplatos.
A intervalos regulares veían chozas de piedra. Algo en el estilo de su construcción le recordaba a las fotos que había visto de los antiguos palacios y tumbas egipcias, aunque mucho más pobre. Pronto llegaron a la primera columna, un gran pilar de piedra con intrincados bajorrelieves. Esto también recordaba a Reuben a Egipto: en los bajorrelieves había unas figuras con cañas y flores de loto a sus pies. Bellegarde seguía adelante, sin mirar a izquierda ni derecha.
Después llegaron a un espacio como una plaza urbana, sin columnas ni chozas. Reuben oía unos sonidos como susurros de voces apagadas, bajos y difíciles de distinguir. Miró a su alrededor, pero sólo veía espacio vacío. Y entonces miró al suelo.
Estaba sobre una piedra circular, una losa con diecinueve agujeros del tamaño de una moneda. Tan lejos como llegaba la vista, el suelo estaba compuesto de esas losas, idénticas a las que habían visto en Brooklyn. El sonido procedía de debajo del suelo, a través de los agujeros.
Bellegarde se detuvo y miró a su espalda. Vio que Reuben miraba fijamente el suelo.
—¿Le interesa, no es así? —preguntó—. Ese ruido.
Se oyó algo como un ladrido, como si la voz de Max lo hubiera disparado. Cesó, y fue sustituido por un llanto humano.
—Nos oyen —dijo Bellegarde—. Oyen nuestras voces e intentan contestarnos. No tenga miedo, teniente. No le pueden dañar. Hace mucho que dejaron de ser capaces de eso.
—¿Qué es? —quiso saber Reuben. El ruido aumentaba de volumen. Cada vez que alguien hablaba, parecía disparar un esfuerzo renovado de lo que había debajo de las losas. Había docenas, o cientos de losas, todas con sus agujeros—. ¿Qué hace ese ruido? —gritó.
Y surgió un ruido a su lado, algo muy parecido a una voz humana, articulando algo que casi eran palabras.
—Los animales domésticos de los dioses —dijo Bellegarde—. En Tali-Niangara, los niños que mandaban como tributo a los dioses eran colocados en agujeros como éstos. Cada tantos días, se les llevaba comida y agua. Vivían vidas enteras, aunque algo restringidas. Los más jóvenes olvidaban el exterior y se hacían adultos sin conocer nada más que los agujeros. Los que disgustaban a los dioses se sumaban a ellos. Para ellos era más duro: no eran capaces de olvidar la vida que habían tenido antes. Los agujeros estaban siempre llenos. Cuando uno moría, se encontraba otro para sustituirlo.
Reuben se quedó helado de horror. Los murmullos y galimatías que oía surgían de las bocas de seres humanos. Con un estremecimiento recordó los lamentables restos que él y Danny habían encontrado en el agujero que habían abierto en Brooklyn. Oyó un roce a sus pies, y algo que corría, y se preguntó qué era lo que había visto Danny en el túnel.
Avanzaron por el suelo agujereado mientras que el ruido iba fluctuando a su alrededor. El ruido no parecía afectar en absoluto a Bellegarde y Loubert, pero Reuben no lo podía soportar y corrió tapándose los oídos con las manos.
Llegaron a un túnel oscuro, muy parecido al que conducía a la biblioteca de Bourjolly en Brooklyn. Bellegarde entró, señalando a Reuben para que lo siguiera. El túnel recorrió quinientos metros de roca maciza antes de acabar en una pesada puerta de madera. Bellegarde llamó a la puerta y una voz apagada contestó desde dentro. Agarrando un fuerte pomo de hierro la abrió y entró. Reuben lo siguió y después Loubert, quien cerró la puerta.
Era como si un genio, invocado con una lámpara, hubiera trasladado a Petite-Rivière la biblioteca de Bourjolly en Brooklyn. Los mismos libros en las mismas estanterías. Los mismos retratos miraban con furia desde los mismos marcos, el mismo globo terráqueo en el centro, y en el suelo propiamente dicho, el gran pentágono a la espera del toque del mago.
Ante una mesa cubierta de papeles, con los dedos resecos aún agarrando las páginas de un libro, Bourjolly estaba sentado, inmóvil, aún vestido con la ropa en la que murió.
Sólo había una diferencia. En la pared junto a la mesa había una pintura grande. No la había visto en la biblioteca de Brooklyn. El estilo era realista, pero moderno. Era la escena del grabado del libro que leía Bourjolly, la escena de la resurrección. Las tumbas abiertas, los cuerpos podridos reviviendo, el horror en la cara de los resucitados. La pintura tenía dos divergencias principales con el original: allí los muertos eran negros y no blancos. Y las cosas que les lamían y chupaban las carnes salían de los profundos agujeros, agujeros idénticos a los que Reuben había visto hacía sólo unos minutos. En el lado inferior del marco se leía el título: La Nuit des Septiémes Ténébres (La noche de la séptima oscuridad).
—No se preocupe, teniente. Lo que ve no es una alucinación.
La voz llegaba del fondo de la habitación. Una figura se desprendió de un manojo de sombras deformes y salió hacia el centro. Reuben notó que los pelos de la nuca se le erizaban: Smith.
Reuben se puso tenso. Notó el cañón de una pistola contra su sien. Loubert no se iba a arriesgar. Smith alargó la mano y levantó un mechón de las canas corruptas del pelo de Bourjolly, dejando que el cabello le pasara entre los dedos, casi como si jugara.
—Fue una hazaña, no le parece, conseguir traerlo hasta aquí intacto. —Dejó caer el pelo y señaló las paredes—. Todo esto desmontado, empaquetado y transportado aquí en cuestión de días. Y después montado de nuevo en su cámara privada, como si llevara todos estos años esperándolo.
—¿Por qué me han hecho venir? —preguntó Reuben—. Ya tiene lo que quiere. Yo ya no le sirvo de nada.
Smith sonrió.
—Siéntese, por favor, teniente. Ya hay confianza, no hace falta que esté de pie.
Loubert cogió a Reuben por el codo y lo llevó a una silla. Smith se sentó frente a él. Bellegarde se mantuvo a distancia, mirando.
Smith se agachó y levantó una cartera grande de piel, poniéndosela en el regazo. De ella sacó dos sobres marrones. Se arrellanó en la silla, volviendo a sonreír. No era una sonrisa cálida, más bien se diría que enseñaba los dientes, como un depredador que acecha a su gran presa.
—Tengo entendido que le gustan las fotos —dijo—. Es el arte de la observación y la distorsión. Tal vez todas las artes sean así, por naturaleza. La ciencia también, puestos a ser honestos. Pero la fotografía tiene un impacto especial. Nos permite retener para siempre un momento. Una persona, un sitio. Como un insecto atrapado en ámbar. Una pintura son muchos momentos, pero una fotografía es realmente instantánea. Esa sonrisa, esa mirada descarada, esa declaración de amor o de odio.
Smith vaciló un momento, y después sacó un montón de fotos de uno de los sobres.
—Las fotos tienen una cierta afinidad con la muerte —dijo—. Cuando estemos muertos seguiremos viviendo en ellas, sonriendo, mirando al fotógrafo al que amamos u odiamos, a nuestra propia imagen en el objetivo que no perdona.
Mostró una de las fotografías, lo bastante cerca para que Reuben la viera, una foto de Sally Peale. Y entonces, sin decir palabra, la dejó caer al suelo. Levantó otra foto. Era también de Sally, pero no como Reuben la recordaba, sino acribillada a balazos, manchada de sangre, con una mirada de sorpresa en la cara. Y después un primer plano. Smith seguía sin hablar.
Reuben miró cómo iba sacando foto tras foto del montón, primero vivos, después muertos: Sutherland Cresswell, su mujer, sus hijos, Emeric Jensen, Hastings Donovan y sus hijos, todos los que habían estado en la reunión de Washington. Smith informó a Reuben de la identidad de los que no conocía. Entonces otra serie de fotografías.
Danny sonriendo, Danny en la mesa de las autopsias; el padre de Reuben en una foto vieja, recién llegado a América, el padre de Reuben, irreconocible, sangriento; la madre de Reuben viva, la madre de Reuben muerta; Rick Hammel vestido con su toga académica, Rick Hammel como Reuben lo había visto por primera vez, una víctima de asesinato recién descubierta; Sven Lindström bajo el sol, Sven Lindström bajo el agua, como Reuben lo había visto por última vez; y, por último, Devorah en su boda, seguido por una foto de la tumba de Devorah.
Smith dejó que las fotos cayeran al suelo, un cementerio de papel tieso y brillante. Reuben recordó las fotos destripadas que había encontrado en su propio apartamento, las que Angelina había hecho trizas, su propia galería de vivos y de muertos.
—Espero que esté prestando atención, teniente —susurró Smith—. No se trata de una lección de arte. Quiero que recuerde esas caras.
Recogió las fotos, las ordenó, y las volvió a meter en el sobre. Se detuvo y sonrió. Del segundo sobre sacó una única foto y la dejó en el regazo de Reuben.
Davita, sentada en una silla, mirando a la cámara, con los ojos rojos. A su lado, Smith, sin expresión alguna. Reuben hizo un amago de ataque contra Smith, pero Loubert volvía a estar donde antes, con la pistola apretada contra el cuello de Reuben.
—No se preocupe. Está a salvo. Nadie le ha hecho daño. Nadie tiene por qué hacérselo. Siempre y cuando usted sepa escoger. Porque de lo contrario… —sacó otra foto del segundo sobre.
En un primer momento Reuben no fue capaz de distinguir lo que era. Entonces lo entendió, y se le heló la sangre. Un cuadrado perfectamente negro, a excepción del dibujo de diecinueve puntos blancos, formando círculos concéntricos, como una constelación de estrellitas. Durante mucho tiempo Reuben se quedó sentado mirando la oscuridad de la foto. Sabía que el agujero no estaba preparado para él, sino para Davita.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué a mí? ¿Por qué a Davita?
Smith se encogió de hombros.
—¿Por qué no? La vida no nos da muchos motivos. Para mí es suficiente que usted esté aquí, y me pueda ser útil. Si me ayuda, su hija pasará el resto de su vida al sol. Es cosa suya.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó Reuben.
No había nada en su voz, ni odio, ni desprecio. Nada.
—Quiero que mate a alguien —dijo Smith.
Reuben aguantó la respiración. Sentía un terrible dolor en la cabeza y un principio de náuseas.
—¿A quién? —preguntó—. ¿A quién tengo que matar?
—Al presidente —contestó Forbes—. Al presidente de Haití.