CAPÍTULO SESENTA Y SIETE

Durante un toque de queda, el silencio se transforma. Insensiblemente, asume diferentes formas, diferentes modalidades. Fluctúa, se acumula en los portales, se filtra por las ventanas sin persianas, las cerraduras abiertas, los tragaluces desprotegidos. A veces es tenso, como el momento antes de que estalle una bomba, o se dispare una pistola, o se muera un niño. A veces es seductor, como el silencio entre un hombre y una mujer antes de hacer el amor. O triste, como si ya hubiera pasado un cierto tiempo y estuvieran a punto de pelearse.

Tantos silencios, tantos estados de ánimo, tantos escudos para tener a raya el mundo vociferante.

Reuben notó cómo se les iban acercando todos esos silencios, hasta rozarle la piel, perfectos caparazones para su miedo. Estaban a medio camino de Pétionville. Amirzadeh había detenido el coche y había parado el motor, dejando que los silencios inundaran el coche. Ya habían pasado por dos controles, donde el iraní había mostrado sus documentos. Había explicado que el doctor Phelps había sido llamado del Hospital Adventista de Diquini, justo al sur de la ciudad, para atender al general Valris en su casa en Pétionville. Los soldados habían oído hablar del intento de asesinato, pero no estaban al corriente de su actual estado de salud. Por no causar un retraso potencialmente fatal, dejaron pasar la ranchera Volvo de Amirzadeh.

Los controles eran muy serios. En uno habían encontrado un tanque aparcado, con el motor ronroneando sonoramente, preparado para responder al momento a un estado de alerta. Cerca estaba aparcado un autobús blindado Fiat 55-13. Amirzadeh le había susurrado al oído a Reuben que estaba lleno de soldados o policías antidisturbios equipados para enfrentarse a cualquier problema de orden público. Reuben tuvo la impresión que al iraní le parecía bien aquello. El desorden de cualquier tipo era anatema para él, como para los Hooper.

Habían llegado al centro de Pétionville. A su derecha empezaban a verse una serie de villas construidas sobre los acantilados con vistas a la carretera, a un lado, y a la ciudad por el otro. Los faros del Volvo distinguían los caminos de acceso de grava, largos y con hibiscus a cada lado. Las flores brillaban como sangre, como si la oscuridad estuviera sangrando. Enormes polillas blancas bailaban en la luz, trozos de plata sacudiéndose, con sus alas polvorientas mareadas y confundidas. Angelina cogió con fuerza la mano de Reuben.

La plaza estaba llena de policía y vehículos militares. Una palpitación continua llegaba de los motores de dos tanquetas Panhard AML H60-7 aparcadas a la puerta del Chocoune. Aquella noche no había nadie de juerga. Soldados con aspecto nervioso, gran parte de ellos poco mayores que niños, estaban sentados junto a un vehículo de transporte de tropas, fumando, mirando a la oscuridad. Había guardias en la puerta.

Amirzadeh mostró su pase, pero allí su historia ya no servía. Angelina salió y habló un rato con uno de los guardias. Reuben la miraba desde el coche. Tenía las manos pegajosas de sudor. Se preguntaba cómo habían dejado que Amirzadeh les convenciera de que aquello era posible.

Pero Angelina no sólo era hermana de Max por nombre. En Nueva York era una don nadie, la mujer de un profesor, una pintora frustrada, medio blanca, medio negra, una criatura de las que no son ni carne ni pescado. Allí tenía la confianza de su familia y su clase social, la seguridad de alguien que sabe cómo funcionan las cosas. El guardia desapareció, diligente, y volvió menos de cinco minutos más tarde. Angelina y Reuben debían entrar. Amirzadeh debía esperar.

Max los esperaba, pero no en su oficina, sino en una habitación grande de la planta baja. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de grandes mapas y tableros. Había una gran mesa con un mapa de Port-au-Prince con los controles y puestos de vigilancia indicados por modelos a escala reducida. Cuando entraron, Max estaba ocupado gritando instrucciones por un teléfono. No levantó la vista hasta que hubo acabado de hablar. Alguien le dio un despacho. Le echó una ojeada, asintió con la cabeza y lo echó sobre su mesa.

—Buenas noches, Angelina, profesor. Los esperaba. Han venido a ver a su amigo Douglas Hooper. Pobre señor Hooper, me temo que lo van a encontrar algo desmejorado. Ha sido imprudente. Mejor dicho, ha sido estúpido, francamente estúpido.

—¿Es verdad que ha matado a alguien? —preguntó Angelina—. ¿Un ministro del gobierno?

Bellegarde asintió. Un soldado entró y le entregó un sobre grueso sellado. Firmó su recepción y lo dejó a un lado.

—Debe disculparme. Como ven, esta noche estamos muy ocupados. —Se detuvo un momento, como intentando recordar de qué hablaba—. Sí —dijo—, es cierto. Pegó un tiro al general Valris. De alguna manera Hooper consiguió meterse en casa del general. Los guardaespaldas del general lo pescaron después del asesinato. Me temo que le pegaron una buena paliza, pero el oficial encargado fue lo bastante sensato para detenerlos antes de que lo mataran. Sabía que me interesaría un hombre blanco, americano, que había cometido un asesinato aquí, en Haití. Y, en efecto, estoy interesado, muy interesado.

Reuben se adelantó en la silla.

—Estoy seguro de que se da cuenta de que no se trata de un acto con motivaciones políticas, que Hooper no tenía ninguna siniestra intención. Valris le había hecho la vida imposible a Hooper. Sin duda está al corriente. Destrozaron su tienda, y después le prendieron fuego. Hooper tiene tan poco juicio como usted dice, y se excedió en su respuesta. Pero sin duda sabe que es ingenuo en términos políticos.

—Sí —contestó Max—, estoy al corriente de todo eso. Pero no puedo estar pendiente de las motivaciones, ni de quién es políticamente inocente y quién no. Estamos en medio de una crisis política, ¿o es que no se ha dado cuenta, profesor? No me queda otro remedio que guiarme por las apariencias. El ciudadano de un país que no tiene relaciones diplomáticas con Haití, un americano con una pistola cargada entra en la casa del ministro de Defensa y lo mata de un tiro. Sin duda usted se da cuenta de ello. ¿O es que usted también es inocente, profesor?

Angelina lo interrumpió.

—Max, tú mismo dijiste que lo que Hooper hizo fue una estupidez. ¿Crees realmente que podría haber algo más en todo ello, que la CIA utilizaría un hombre así?

—¿Quién ha dicho nada de la CIA?

—Pero es lo que estabas pensando, ¿no?

Bellegarde se encogió de hombros.

—No necesariamente —dijo.

Se quedó callado. Sus ojos se posaron en el sobre. Lo abrió, miró por encima su contenido y lo volvió a apartar.

—Me gustaría hablar con él —dijo Reuben—. ¿Dónde lo tienen retenido?

—¿Hooper?

—Claro, Hooper, por supuesto.

—Está aquí, ¿dónde, si no? No sé si me parece bien que hable con usted.

—Me gustaría saber su versión de los hechos.

—Claro. Eso es natural. —Max se volvió a Angelina—. ¿Qué te parece? ¿Les dejamos hablar?

Angelina asintió.

—Sí —dijo ella—. Si después quedan preguntas, si Hooper muere, entonces el profesor Phelps será testigo de que lo vio vivo bajo tu custodia. A mí también me gustaría verlo.

Bellegarde sacudió la cabeza.

—No, hermanita. A mí me gustaría hablar contigo. Puedes quedarte aquí. Mandaré a uno de mis hombres con el profesor. El puede ver a Hooper si así lo desea.

Bellegarde llamó a un hombre que estaba holgazaneando cerca de la entrada. Era el hombre del traje beige, el que se llamaba Loubert. Se acercó y sonrió a Reuben. Bellegarde le soltó unas tajantes instrucciones.

—Venga conmigo —dijo Loubert.

Reuben fue con él hacia la puerta. Angelina lo vio irse. Max lo vio irse. Angelina no dijo nada. Max no dijo nada.