CAPÍTULO SESENTA Y SEIS

Los golpes en la puerta los despertaron justo después de medianoche. Reuben salió de la cama medio dormido, reaccionando automáticamente. Hubo una segunda tanda de golpes, esta vez más fuertes. Se puso los pantalones, abrió el cajón junto a la cama y sacó su nueva pistola. August la había obtenido de un hombre que tenía un puesto de ferretería en el Mercado del Hierro. Era una vieja CZ75 checa, una automática de doble acción que había precisado una buena limpieza y lubricado antes de que pudiera ponerle un cargador. No era gran cosa cuando la vida de uno dependía de ella, pero había sido la única pistola disponible en Port-au-Prince aquella tarde. Volvieron a oírse los golpes, cada vez más insistentes. Se oyeron pasos dirigidos hacia la puerta.

Angelina estaba sentada, erguida, en la cama.

—No es la policía —susurró.

—¿Cómo lo sabes?

—No se molestarían en llamar. Tiran la puerta abajo. Y si se han equivocado, mala suerte.

—¿Quién, si no?

Ella se encogió de hombros.

—¿Smith?

—Pasa lo mismo. ¿Por qué iba a avisar?

Además de comprar la pistola, había pasado la tarde buscando a Smith, hablando con los contactos de August por todo el puerto. No habían encontrado pistas firmes, sólo miradas desviadas, toses nerviosas.

Alguien llamó a la puerta del dormitorio.

—¿Quién es? —preguntó Angelina.

—Vijina. Tienes que venir en seguida.

Reuben fue a la puerta y la abrió. Mama Vijina estaba allí, con un viejo vestido de algodón. Parecía vacía, más desolada que cansada.

—Es la mujer americana —dijo—. Está con un hombre que no conozco. Parece que tiene problemas. No comprendo lo que dice.

Angelina tradujo a Reuben lo que había dicho Mama Vijina. Se envolvió en una sábana y se levantó de la cama.

—Baja —dijo ella—. En seguida vengo.

* * *

Jean Hooper estaba en el minúsculo salón de la parte delantera de la casa, mirando nerviosamente las sombras apelotonadas alrededor de una colección de pinturas al óleo y figuritas. Mama Vijina a veces lo usaba como bagui y como lugar para encontrarse con gente del vecindario cuando iban a pedir consejos. Estaba sentada en la silla que normalmente se reservaba para Mama Vijina, una silla grande y muy decorada forrada de terciopelo rojo barato. A su lado se encontraba Amirzadeh. Estaba pálido. Locadi estaba en la entrada, en silencio, vigilando, medio dormida, a los visitantes.

La misionera tenía un aspecto lamentable, aún peor que el que presentaba la mañana después del incendio. Había estado llorando, y el poco maquillaje que llevaba se había corrido, manchándole la cara. Todo en ella estaba tenso: sus manos, su mandíbula, su cuello, sus ojos. Cuando Reuben entró en la habitación, se puso de pie en seguida, y al momento se volvió a sentar, como si la hubieran empujado.

—No debería estar aquí —dijo Reuben—. Es un riesgo enorme salir esta noche. Están matando a la gente. ¿No sabe que hay toque de queda?

No sabía por qué era tan brusco con ella. Algo en su manera de comportarse le creaba un deseo de ser duro. Quería sacudirla, literalmente, intentar hacerla entrar en razón. ¿O sería sólo una respuesta al miedo que había sentido unos momentos antes?

En un primer momento ella no contestó, más allá de unos sonidos guturales que parecían respuestas cortadas de cuajo. Cerró los ojos un momento. Sus labios seguían su antiguo curso. Reuben le habría pegado; los ponía a todos en peligro, yendo allí como si sus oraciones la hicieran invisible. Y en cuanto al iraní, él no tenía excusa; ya había vivido bastante tiempo allí para saber qué hacer.

Ella levantó la vista y miró a Reuben. No había nada en sus ojos, ni una petición, ni una disculpa, ni ira, ni rechazo.

—Doug ha sido detenido —dijo ella—. Ha ingresado en prisión; Dios sabe lo que le deben de estar haciendo.

Reuben miró a Amirzadeh. El iraní tenía un corto rosario con cuentas de ámbar en una mano, pasando cada cuenta entre sus dedos largos y tensos. Las cuentas sonaban al ir girando. Reuben volvió a mirar a Jean Hooper.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Reuben—. Hay toque de queda. Su marido no debería ni haber salido de casa.

—Hubo una llamada telefónica —explicó Amirzadeh—. Alguien dijo que Doug había sido detenido por la policía de seguridad. Lo tienen en Pétionville.

—¿Le han dicho de qué se le acusa?

Amirzadeh miró a Jean Hooper.

—¿Se lo puedo decir?

—Deja —dijo ella—. Se lo diré yo misma. —Sin embargo vaciló. Sus palabras no le habían afectado los ojos. Tenía la mirada vacía. Estuviera donde estuviese, estaba muy concentrada en sí misma—. Profesor Phelps, Doug mató… mató a ese hombre…

Reuben se quedó estupefacto. En aquel momento, Angelina entró en la habitación. Locadi salió para preparar café.

—¿Qué hombre?

—Ese general, el que tenía que ayudarnos. El traidor infiltrado, el Judas: Valris. Dicen que Doug ha matado a Valris.

Ella ya empezaba a estar alterada, los ojos le rebosaban de lágrimas. ¿Qué quería decir eso «del traidor infiltrado»? ¿Querría decir algo más allá de lo evidente? A duras penas lograba hablar esa noche, la lengua se le trababa, dejando caer las palabras. Angelina se acercó para consolarla, pero ella se la quitó de encima.

—Lo tiene que encontrar, tiene que conseguir que lo suelten, tiene que… tiene que… —El tono de su voz iba subiendo. Las palabras iban saliendo a tropezones, fragmentos lanzados sin significado ni motivo. Su comportamiento era inquietante. Ella estaba arropada en su interior, aislada de todo, cómoda y abrigada, en algún tipo de comunión con su Dios, mientras que su voz y su cuerpo se agitaban como si fueran algo del todo independiente—. Tiene que… tiene que…

Reuben se volvió a Amirzadeh. El iraní parecía bastante cómodo, como si fuera el tipo de cosa que le pasaba cada día, como si el sufrimiento y el tormento fueran asuntos del todo normales. Las cuentas iban avanzando con precisión entre sus dedos.

—¿Es verdad? —preguntó Reuben—. ¿Realmente mató Doug a Valris?

Amirzadeh se encogió de hombros, un gesto oriental, el estilo sutil y equívoco del mercader bāzāri simulando desinterés por un potencial comprador.

—Hīch namīdānam. No lo sé —dijo. Hablaba un inglés cuidado, con el acento melódico del norte de Teherán—. Eso es lo que me dijeron. Creo que dicen la verdad. ¿Por qué iban a mentir? No hay ningún motivo para hacerlo.

—¿Estaba allí? ¿Vio a Doug cuando se fue?

Amirzadeh sacudió la cabeza. Tenía unas facciones regulares, una belleza exquisita, una solemnidad de bajorrelieve, como Darío el conquistador.

—Llegué hace media hora. Después de la llamada.

—¿Y aquí? ¿Por qué la ha traído aquí?

El iraní dudó. A su lado, Jean Hooper iba sonriendo y poniendo mala cara, una cosa tras la otra, alternativamente, sin motivo aparente, como si su conciencia le hiciera reproches y la consolara a la vez.

—Me dicen que su amiga la señora Hammel es la hermana de Bellegarde. Pensaba que tal vez nos pudiera ayudar. O usted, ya que es norteamericano. Quizá a usted le escuchará.

—Podría haber venido solo. No era necesario arriesgar su vida sacándola durante el toque de queda.

Amirzadeh volvió a encogerse de hombros, remoto, indiferente.

—Ahora está a salvo. Pero creo que tenemos que hacer algo.

Reuben se dio la vuelta para seguir hablando con Jean. Ella lo miraba fijamente, como si se preguntara quién era él y qué hacía ella allí. Pero parecía más serena, como si una crisis hubiera pasado y la siguiente estuviera a la vuelta de la esquina.

—Señora Hooper, ¿cree usted que es cierta esa historia? Sé que su marido es irritable por temperamento, pero sin duda…

Reuben se dio cuenta al hacer la pregunta de por qué la historia resultaba tan difícil de creer. Nunca había considerado a Doug Hooper como un adulto. Hooper no bebía, no fumaba, no decía tacos, seguramente tampoco follaba. Algunas personas religiosas son niños vestidos de adulto. Pero al parecer Doug Hooper había crecido de repente.

—Desde anoche se veía venir algo. Ya le oyó esta mañana. Amenazas, terribles amenazas. No sabe perdonar. Ya no le queda amor, ni para mí, ni para Dios. El incendio fue la gota que colmó el vaso. Creo que podría ser verdad.

—Dicen que tenía un arma —dijo Amirzadeh.

—¿Qué tipo de arma?

El iraní se encogió de hombros.

—No lo dijeron. Una pistola de algún tipo.

Reuben miró a Jean Hooper.

—¿Usted sabía algo de una pistola?

Ella sacudió la cabeza.

—No. Doug nunca tuvo un arma en los Estados Unidos. Aquí no habría sabido dónde conseguirla. —Miró a Angelina—. Por favor, señora Hammel, tiene que hacer algo. Tiene que hablar con su hermano. La fe no podrá seguir adelante si no. Tenemos que sacarlo de la cárcel, hacer que lo olviden todo.

Eso era lo único que le importaba a ella, la reputación de su secta. Doug no le importaba un pito, ni su supuesta víctima. A Reuben no le importaba para nada que echaran hasta el último Baha’i de Haití; pero la aventura de Hooper podía acabar mal.

—Señora Hooper —dijo Reuben—, no hay nada que ninguno de nosotros pueda hacer esta noche. Hay toque de queda. Hay soldados que dispararían con el menor pretexto por la calle buscando a alguien a quien acribillar. No ayudaría en nada que a Angelina o a mí nos pegaran un tiro.

—Yo les puedo ayudar —dijo Amirzadeh—. Yo les puedo ayudar a pasar los controles.

Reuben sacudió la cabeza.

—Demasiado arriesgado —dijo él—. Disparan sin preguntar. Amirzadeh hizo un gesto que Reuben nunca había visto, el equivalente iraní de una inclinación rápida de cabeza, acompañado de un chasquido de la lengua.

—Conmigo harán una excepción, ya verá. Soy farmacéutico. Incluso con el toque de queda, la gente necesita medicamentos. Alguien puede estar enfermo, puede estar muñéndose. Tengo un pase especial. Mi coche tiene una cruz roja pintada en el capó. Tiene una luz azul en el techo. Créame, estará a salvo. Lo he hecho muchas veces. El toque de queda no es nada nuevo aquí en Haití.

—Por favor —rogó Jean Hooper—. Acompáñeles, profesor. Usted y la señora Hammel son nuestra última esperanza. Si lo dejan hasta que amanezca, puede que Doug ya esté muerto. Le acusan de matar a un ministro del gobierno durante un estado de sitio.

Reuben se volvió a Angelina. Jean Hooper parecía ser algo realista, por una vez.

—¿Qué te parece? ¿Crees que Max te escuchará?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero puedo hablar con él. Si el señor Amirzadeh puede llevarnos hasta Pétionville sin demasiado peligro yo estoy dispuesta a hablar con Max. Si es que él está dispuesto a hablar conmigo.

—Muy bien —dijo Reuben—. Nos arriesgaremos.