CAPÍTULO SESENTA Y CINCO

El humo tardó mucho en dispersarse. La calle estaba llena de cenizas y brasas, los bordillos estaban llenos de agua ennegrecida, la gente miraba, de pie, en grupitos, murmurando. Había sido difícil acercar lo suficiente un coche de bomberos, y aun entonces no habían conseguido suficiente presión de agua. Los vecinos habían ayudado con cubos, pero no habían logrado salvar gran cosa, el fuego había sido demasiado intenso… También habían resultado dañadas las casas de la otra acera. Tal vez las tendrían que demoler.

Una suave brisa levantó algunas cenizas por el aire de la mañana. Eran ligeras, ligeras como telarañas, flotaban con la menor corriente. Vistas de cerca, se podían distinguir leves imágenes blancas dibujadas en su superficie, las sombras de palabras impresas. Pies indiferentes las aplastaban contra el suelo, reduciéndolas a polvo.

Habían conocido la desgracia de los Hooper poco después de despertarse. Locadi había llegado preocupada, diciendo que se había producido un incendio en la rue des Casernes, y que la librería americana había sido destruida.

Sin esperar al desayuno, habían ido corriendo a ver en qué podían ayudar. Desde que habían llegado, Reuben sentía una curiosa responsabilidad por lo que pudiera pasarles a los misioneros. Y seguía inquieto por Doug: no era tanto un temor real de que el norteamericano le pudiera hacer daño, sino más bien una premonición, un sentido de que la miseria interior de Hooper, su búsqueda de una clara finalidad lo podría meter en problemas.

Los Hooper habían resultado ilesos, pero estaban anonadados por la enormidad de lo que les había sucedido, el tremendo desencanto de su pérdida. No quedaba nada, ni las cosas pequeñas, la ropa, la pasta de dientes, las chocolatinas. Reuben los encontró abrazados en la calle llena de cenizas, mirando atontados las ruinas de su proyecto, como si estuvieran ocupados por alguna plegaria en voz baja que tuviera el poder de deshacer la saña del fuego.

Jean explicó conmovedoramente cómo habían vuelto a la tienda la noche anterior después de una reunión. Ella lo llamó un «festín», pero parecía ser algo bastante comedido: café, galletas y oraciones interminables. Se habían dormido, Doug, como de costumbre, con la ayuda de un calmante, y habían dormido hasta después de las tres, cuando los despertaron las voces de alarma por las llamas. Doug, al correr hacia la calle, había notado un olor inconfundible de gasolina, con la que habían rociado generosamente la tienda.

Doug se acercó a Reuben. Llevaba el pelo alborotado, no se había afeitado desde la paliza, sus ojos parecían traumatizados y drogados.

—Esto ha sido cosa de Valris, como la otra vez —susurró, entre dientes—. Lo volvió a intentar ayer, me dio un ultimátum. Lo tuve que rechazar. Ahora va y pasa esto. Pero las pagará, me las pagará.

Jean Hooper cogió del brazo a su marido.

—Ya basta de hablar así, Douglas Hooper. Si es cosa de alguien, es de Dios. Quiere ponernos a prueba, ver si somos dignos. La Asamblea nos ayudará. Nos dirigiremos a la Asamblea.

Pero Doug se apartó. Ni siquiera el espectro del sacrificio piadoso lo apaciguaba.

—Ha acabado con nosotros, Jean. Dios nos pondría a prueba, pero no acabaría con nosotros. ¿Qué sentido tendría eso? Valris tiene la culpa, Valris y sus matones. Pero le voy a dar una lección, una lección a la americana de la que se va a acordar.

Reuben se llevó a Hooper aparte.

—Escuche a su mujer, Hooper —dijo—. No deje que Valris le haga hacer algo de lo que después se tenga que arrepentir. No estamos en Indiana. El hombre que ordenó esto puede hacer que los metan en la cárcel o le peguen un tiro o lo tiren al mar sin el menor problema. ¿No se ha dado cuenta de lo que está pasando? Dicen que va a haber toque de queda esta noche. Ha habido detenciones. Apaleamientos. Dos personas han muerto en comisaría. Aquí no tiene protección alguna, no tiene a nadie que pueda defender sus intereses. Olvídese de Valris, olvídese de Haití. Reduzca sus pérdidas antes de que sea demasiado tarde. Quizá sea su última ocasión.

Hooper no contestó. Estaba ausente.

Reuben suspiró y se volvió a Jean Hooper.

—¿Dónde van a dormir?

Ella señaló media docena de hombres y mujeres que estaban junto a la tienda.

—Estos amigos se ocuparán de nosotros —susurró—. Ahora son nuestra familia.

—De momento vaya con ellos —dijo Reuben—. Pero cojan el primer vuelo que salga de Port-au-Prince.

Ella lo miró con sus ojos persistentes.

—Le agradezco su preocupación, profesor, pero vinimos con un objetivo, y nos quedaremos hasta que Dios nos dicte lo contrario. No se preocupe por nosotros. Preocúpese por usted…

* * *

August los estaba esperando cuando llegaron de vuelta a casa de Mama Vijina. Locadi había preparado pollo frito con salsa criolla, judías, berenjenas y arroz. Estaba comiendo como si llevara un mes sin tocar la comida. Angelina pensó que parecía estar cansado. No era más que eso. Hecho migas. Parecía tener cincuenta años, en vez de doce o trece. ¿O sería que no se había fijado bien hasta entonces?

Se unieron a él, poniéndose mucha comida en el plato, dándose cuenta de que ellos también tenían hambre. La noche anterior la habían pasado con Mama Vijina, hablando, viendo Tele-National, el canal nacional y los dos canales nominalmente independientes de Tele-Haití, escuchando Radio-Cacique, interpretando las informaciones contradictorias que llegaban de la ciudad y las zonas rurales. Reuben había ido a la oficina de correos para llamar de nuevo a Sally, pero se encontró con que habían cortado las comunicaciones con el exterior.

El batallón Desalines, el más grande del país, había sido puesto en estado de alerta. La guardia presidencial había sido doblada. Todos los permisos militares habían sido anulados. El general Nord Laguerre, el comandante en jefe de la fuerzas armadas, había sido llamado al Palacio Nacional para una larga consulta con el presidente y el general Valris. Se habían efectuado detenciones en Port-au-Prince, Cap-Haïtien, Port-de-Paix, Jérémie, Les Cayes y Jacmel. Max había hablado por la radio, recomendando calma, insinuando oscuramente cuál sería el curso futuro de los acontecimientos.

Se habían acostado pronto, habían vuelto a hacer el amor, y se quedaron charlando hasta la madrugada. A través de la ventana abierta de la habitación de Angelina, la luna lo pintaba todo de magia. Lentamente, se habían abierto el uno al otro, ofreciéndose los fragmentos de sus vidas individuales para que cada uno los escrutinara. Por la mañana todo eso parecía lejano e irreal, las caricias, las intimidades, los silencios largos y perfectos. El sabor de las cenizas les llenaba la boca.

Al principio, August apenas habló. Nadie le preguntó dónde había estado ni qué había hecho. Angelina lo miró comer: la manera apresurada y ansiosa del ave rapaz criada para defenderse. Lindström no había hecho gran cosa para civilizarlo. A medida que empezaba a estar harto su ritmo disminuía. Finalmente, dejó la cuchara.

—Los he encontrado —dijo—. Los que lo hicieron.

Su boca estaba sucia de salsa. Angelina alargó la mano y se la limpió. Él no la evitó.

—¿Los que hicieron qué? —preguntó.

—Los que mataron al capitán.

Ella buscó a Reuben con la mirada y le tradujo lo que el chico le acababa de decir.

—Pregúntale cómo lo sabe.

Ella preguntó. Él vaciló un momento, y después se lanzó con su relato.

—No fue fácil —dijo—. Tuve que preguntar a mucha gente. En los muelles. Recorrí todos los amarres, el terminal del transbordador, el muelle de mercancías, hasta el muelle de la marina. Está todo hecho un lío. La tormenta se lo ha llevado todo. En cualquier caso, pregunté quién más había llegado después del huracán, aparte de nosotros. Los que mataron al capitán no podían haber entrado hasta que acabara la tormenta. Debían estar a medio camino cuando la tormenta arreció, quizá ni eso. Me acuerdo de sus nombres. Había un barco de pasajeros que venía de Santiago. Ése está descartado. Hubo un pesquero llamado el Ti Coy o. El motor se les estropeó. Los conocen en el puerto. Yo mismo los he visto salir. Son legales. Pero el tercero, ése es. El Quinquin, Cuarenta pies de eslora, igual que el Fanchette. Entró anteayer. Ningún problema de motor, ni nada por el estilo. Simplemente se quedaron colgados, según dijeron. El patrón es uno que se llama Gro Moso. Llevaba tres pasajeros. Nadie los conocía.

—¿Cómo eran los pasajeros?

—Dos negros y un blanc. El blanco será fácil de encontrar. Tiene una cicatriz. Una cicatriz larga en la mejilla derecha.