CAPÍTULO SESENTA Y CUATRO

Port-au-prince estaba abofeteado por un sol incierto, con las espaldas guardadas por montañas. El mar se acercaba a la costa como una lengua salada explorando una caries podrida. Aguas tranquilas tras un mar enfurecido, luz tras la oscuridad, silencio tras la ira, putrefacción tras la muerte. Sólo se movía el mar, hinchado, cubierto de algas y petróleo, objetos flotantes de todo tipo, una cosa sucia y caótica.

El Fanchette entró como pudo en el puerto, bastante hundido en el agua. Un pájaro bajó del cielo azul y claro, con alas blancas y ruidoso, rozando el barco al pasar. Había entrado agua y ahora las bombas empezaban a achicarla. Reuben, Angelina y August estaban en cubierta, sin hablar, anonadados, mirando cómo el mar se iba abriendo a su paso. Habían estado aguantando la tormenta toda la primera noche y gran parte del día siguiente, durmiendo y despertándose intermitentemente, entre sueños blancos y desnudos, poseídos por el huracán.

En tres ocasiones Angelina se había despertado gritando, sin que hubiera nadie que la pudiera tranquilizar. August se había pasado mucho tiempo mirando el mar, hasta que él también quedó dormido como un tronco. Reuben nadó entre oscuridades amargas y fue poseído por los dioses que ni conocía ni amaba. No le visitaron ni sus padres, ni Devorah, ni Lindström, ni Danny, ni ninguno de los muertos. Pero en cambio vio los vivos, vio a Sally y Forbes y Max Bellegarde bailando una extraña danza, y Doug Hooper, sangriento y heroico, de piel gris, girando en medio de todos, con un collar de panfletos ardientes.

—¿Dónde irás, August? —Angelina no había querido hacer esa pregunta hasta entonces—. ¿Qué vas a hacer?

El chico se encogió de hombros. Sin Lindström, no tenía ni dónde ir, ni manera de ganarse la vida. No tenía futuro. Angelina miró los harapos con los que iba vestido y sus sucios pies descalzos. ¿Cuántos años tendría? ¿Doce, trece? Era un residuo flotante, como los neumáticos y las botellas vacías que taponaban el puerto de Port-au-Prince. Un grumete sin patrón ni barco. No le cabía la menor duda de que el Fanchette sería vendido para pagar las deudas de Lindström. No quedaría ni una gourde.

—Creo que deberías venir con nosotros —dijo ella.

El niño volvió a encogerse de hombros. Tenía el gato cogido en brazos, acariciaba su piel impregnada de sal con movimientos automáticos.

—Sam también puede venir —dijo ella.

¿Pero, por cuánto tiempo? Aquello ya no era su casa, y nunca conseguiría permiso para llevárselo a Estados Unidos. Quizá Mama Vijina podría ayudar.

August asintió. Sabía que no debía rechazar la generosidad de los ricos. Y, a su parecer, Angelina y Reuben eran enormemente ricos. Había aprendido a aceptar con aparente elegancia lo poco que le ofrecía la vida. Pero hería su orgullo, esperaba llegar a tener la libertad suficiente para tirar algún día todo lo recibido a la cara de alguien.

Echaron el ancla justo enfrente de la punta al norte de Fort Ste. Claire y remaron hasta la orilla en la barca, dejando todo el equipo a bordo. El puerto estaba extrañamente desierto, como si la tormenta se hubiera llevado la voluntad de la gente, tentándolos para que no fueran a trabajar ese día. Había una tensión en el aire de la mañana que no había estado presente cuando salieron, una inquietud que no podía ser obra sólo del huracán.

El Peugeot les esperaba donde lo habían dejado. Había chareos por todas partes por la tormenta. De camino hacia casa de Mama Vijina vieron signos de devastación por todas partes. El viento había azotado la isla, arrancando árboles, tumbando vallas, robando gallinas, derribando los grajos de sus nidos, reduciendo a trizas, aporreando, destruyéndolo todo sin compasión ni vergüenza. Las tortuosas calles estaban llenas de fragmentos que habían viajado kilómetros antes de llegar allí: ollas y sartenes, cuencos rotos, cocos, palas, velas y un crucifijo roto. Por todas partes, las ventanas se habían roto por la presión del viento, repartiendo fragmentos de cristal a izquierda y derecha. Reuben pensó en los Hooper y en la destrucción de su tienda. A ellos el huracán les había llegado por adelantado. Se preguntó qué se habría hecho de ellos.

Mama Vijina los esperaba. Alguien había visto llegar el barco y había hecho correr la voz. No había ni luz ni teléfono, pero Port-au-Prince funcionaba a su manera, con otras normas. No dependían del teléfono o de los periódicos para dar a conocer algo. Si querías las noticias de verdad, no sintonizabas la radio, sino que escuchabas el boca a boca.

Comieron un poco, simulando un apetito que no sentían. Alguien habló de amor en términos nada claros: amor a los mystères, amor al océano, amor a la muerte. Desde donde estaban sentados olían el hibiscus y la adelfa, almendro y buganvilla, olores oscuros, lábiles y singulares, resucitados en la tormenta. No hablaron de nada. Mama Vijina miró al niño, sabiendo el poco futuro que le esperaba. Otra persona habló de la soledad. Hubo un sonido de golpeteo de cucharas y platos, y resplandor de cuchillos, el olor de la resurrección. En la calle hombres y mujeres iban reconstruyendo sus vidas con todo cuidado, como habían hecho tantas otras veces. Nadie mencionó la penitencia.

No se había descubierto nada en el asesinato de Macandal. La policía lo había identificado como un hombre de treinta y cuatro años llamado Otard Le Sauveur, un griffon de Les Cayes, un funcionario del Ministerio de Cultura, sin antecedentes. Había dejado una esposa —una femme caille— en Port-au-Prince, de quien tenía tres hijos, y otra —una femme placée— en el Carrefour. Estaban buscando al asesino. No había pistas.

Cuando se fueron sus amigas, las mujeres que hablaban de amor y soledad, Mama Vijina se acercó a Reuben y Angelina y les contó las inquietantes noticias. La situación política era tensa y se hacía cada vez peor, se hablaba de utilizar mano dura con la oposición e imponer el toque de queda, de que la sangre correría por las calles. Ya no se celebrarían las elecciones prometidas hacía tanto tiempo, se incitaba a la gente a que se uniera en su lealtad a su jefe y benefactor, el presidente Cicerón, a los agitadores se les pegaría un tiro sin molestarse con un juicio. Se multiplicaban los rumores, habían aparecido graffitis en las paredes la noche anterior; el miedo se había apoderado de la ciudad. Amor y soledad. Las únicas soluciones.

Poco después del desayuno, August desapareció. Sam se quedó atrás, maullando tristemente, negándose a comer. Locadi entró, con un vestido estampado con flores, y se lo llevó, desconcertado, arañando. Angelina le dio la gorra de Lindström, que había traído del Fanchette para ponerla a su lado, pero Locadi la rechazó, diciendo que los gatos no son perros.

Después subieron a dormir. Angelina estuvo despierta mucho tiempo, mirando la luz difuminada por las persianas azules. Si cerraba los ojos, la habitación parecía balancearse, y se veía obligada a abrirlos para centrar la atención en algo duro y fijo, que no se moviera. Cuando al fin llegó el sueño, soñó con el olor de la vainilla majada y el sabor semiamargo del chocolate francés.

Eran mucho más de las doce cuando se despertó. La habitación estaba oscura, pero llena de puntos de luz. El sol proyectaba formas punteadas sobre el suelo de madera desnuda; suaves, pero intensas, como mantequilla fundida en un recipiente metálico. La había despertado un sonido, y durante un largo momento sintió que el miedo la hacía prisionera, tirándole del corazón y del cuello.

Había una sombra al pie de la cama, inmóvil. De repente, se dio cuenta de que era Reuben. Estaba de pie, mirándola. Una larga aguja de luz solar le cruzaba lateralmente el pecho. No se movió en absoluto. A cada momento que pasaba era menos sombra y más carne, a medida que sus ojos se acostumbraban al conjunto de su imagen.

—No podía dormir —dijo él, al fin—. La cama se movía. Todo se movía.

—Lo sé —dijo ella, con la voz lánguida de sueño.

—Estabas durmiendo —le dijo él—. Te he estado mirando.

—¿Hace mucho?

—No sé. —Vaciló—. Un rato largo.

En la calle, fuera, una voz de mujer cantó una canción de amor, lentamente, con sentimiento, antes de que cayera la noche. Llegaría el toque de queda, los tanques pasarían, pesados, la canción se desvanecería.

—Estaba soñando acerca de mi padre —dijo ella.

—¿Era verdad? —dijo él—. Lo que me dijiste sobre…

No podía acabar la frase. La idea lo horrorizaba.

Ella no contestó. Tanto si era verdad como si no, ella soñaba con las manos que olían a vainilla y la barba del viejo que le rozaba la mejilla.

Reuben se acercó y se sentó en el borde de la cama. Ella se había quitado la ropa y estaba desnuda debajo de la fina sábana, llena aún de los restos de un sueño inquieto. Toda incomprensión había desaparecido entre ellos, la tormenta había destruido las barreras, habían estado muertos y ahora revivían. O volvían a morir.

Ella se sentó y la sábana cayó, revelando sus hombros y sus pechos, una vulnerabilidad terrible. Él se inclinó hacia adelante y le tocó la mejilla y el cuello, rozando su piel cansada con sus dedos largos y desnudos. Ella suspiró y se volvió hacia él, sintiendo que su sueño se convertía en excitación, muerte en resurrección. Él se agachó y le besó el hombro, pasando sus labios y su lengua por el perfil del hueso. Ella no se había lavado, todavía llevaba el mar sobre su cuerpo. Su piel sabía a sal, no la sal del cuerpo sino la sal del océano profundo.

Se echó en la cama junto a ella, sintiendo cómo sus brazos le rodeaban el cuerpo, atrayéndolo hacia sí.

—Esto también es la danza —dijo ella.

—No comprendo.

—Déjame que te enseñe —susurró ella.

La sábana se apartó y ella quedó desnuda debajo de él. En algún sitio un tambor empezó a tocar. En la calle, la canción de amor subía y bajaba como el mar.