CAPÍTULO SESENTA Y TRES

Washington, Distrito Federal

Domingo, 18 de octubre,

9.30 de la mañana

Washington nunca había tenido un aspecto tan inhóspito. Las tormentas habían terminado, dejando la tierra exhausta y el cielo desolado. El Potomac seguía turbio e hinchado con el agua de las lluvias que habían bajado de los Alleghenys. Sally abrió un claro con la mano en su parabrisas cubierto de vapor condensado; las calles iban pasando a trompicones. Había olvidado lo solitaria que podía llegar a resultar aquella ciudad.

Había llegado el momento de hacer algo. La AVS ya no era capaz de enfrentarse sola a la Séptima Orden. Habían convocado una reunión de personal de seguridad selecto, gente de quien sabían que se podían fiar. Todo el mundo había sido invitado a título personal: ninguno sabía que los otros estarían allí.

El encuentro tendría lugar en la casa de Sutherland Cresswell, el director de la AVS, con base en Washington. Sutherland había sido informado desde el principio, pero como consecuencia de los recientes sucesos habían decidido pedir ayuda a otras agencias.

Escoger la gente a quien se podía informar no había sido fácil. Nadie sabía hasta dónde Forbes/Smith y sus jefes habían infiltrado la red de seguridad y otros departamentos gubernamentales. Tenían los nombres de veintiocho individuos que sabían que habían sido reclutados por la Orden, o que habían sido colocados por ella en puestos importantes. Otros cincuenta y tres nombres estaban registrados como sospechosos. Once personas estaban bajo la influencia directa de la Orden; Cresswell estaba seguro de que Forbes tenía información delicada sobre numerosos individuos cuyas indiscreciones sexuales, financieras o políticas los hacían susceptibles al chantaje.

Al final la AVS había elaborado una lista de personas que Cresswell, Sally y el equipo de Nueva York conocían personalmente. Esa lista había sido examinada atentamente por todos, y después introducida en el ordenador para eliminar todos los que tuvieran conexiones con cualquier miembro —confirmado o sospechoso— de la Orden, ya fuera dentro o fuera de las agencias. La lista final consistía sólo en cinco nombres: Mike Fordham, un oficial de alto rango de la Dirección de Operaciones de la CIA; Joel Garrison, secretario del Consejo Nacional de Seguridad; Grace Sala de la Agencia Nacional de Seguridad; Chris Markopoulos, de la Dirección de Operaciones de la CIA; y Kevin MacNamara del FBI.

Habían hecho que el encuentro pareciera lo más informal posible. Sutherland Cresswell vivía en una casa grande en las afueras de la ciudad, en la carretera de Annapolis. Había sugerido hacerlo en domingo para garantizar que todos fueran y contribuiría a que los invitados, y todos los demás, pensaran que se trataba sólo de una reunión de fin de semana. Si el tiempo lo permitía, habría una barbacoa para comer. La mujer y los hijos de Cresswell estarían allí. Mike Fordham y Hastings Donovan llevarían a sus hijos, que tenían aproximadamente la misma edad que los de Cresswell. Joel Garrison y Kevin MacNamara irían con sus esposas.

Sally fue de las últimas en llegar. La entrada estaba llena de coches. En la puerta, Sutherland iba recibiendo a sus invitados. La casa estaba algo apartada de la carretera, entre árboles rojos y dorados, en el centro de una alfombra cada vez más gruesa de hojas caídas. De vez en cuando, una figura aparecía detrás de un árbol, se soplaba las manos o murmuraba discretamente en un auricular y volvía a desaparecer. Había grandes medidas de seguridad.

Los gritos de los niños jugando se oían en el jardín. Un reguero de humo salía de la chimenea de ladrillo. Habían hecho una hoguera cerca de la casa; cuando Sally bajó del coche, el olor de las hojas que quemaban evocó recuerdos de su infancia en New Hampshire. No notó que el sol se reflejase momentáneamente en un par de potentes prismáticos en un alto cercano a la casa.

El ambiente acogedor se acabó en el momento de entrar. Sutherland había dispuesto su estudio para la reunión, una habitación grande llena de libros en el segundo piso. La mayor parte de los presentes no conocían a Sally, y, de hecho, tampoco se conocían entre sí. El pequeño grupo de la AVS estaba en un rincón. Apenas había conversación.

Cresswell había hecho rastrear toda la casa en busca de micrófonos ese mismo día, usando el equipo que ahora vigilaba el jardín. Todos habían sido cuidadosamente seleccionados por el mismo Sutherland. Había recorrido la casa con ellos para asegurarse de que no se pasaba nada por alto.

Los últimos en llegar fueron los MacNamara. Kevin entró con Cresswell en el estudio, desconcertado al encontrarse con tanta gente, como todos los demás, a excepción del contingente de la AVS. Cresswell estaba callado y serio. Fuera, las voces de los niños retorcían el aire de otoño, haciendo de contrapunto a las palabras que ya le recorrían el cerebro. Tal vez era apropiado, pensó. ¿Acaso no se trataba de eso?

Fue hasta el fondo de la habitación y se dirigió a su reducido público. Nunca, en toda su carrera profesional, se había sentido tan nervioso. En la próxima hora, más o menos, se tomarían decisiones que afectarían profundamente a su país y a otros varios estados. No cabía la menor duda de que, como resultado de lo que decidiera ese grupo, se podrían perder o arruinar más de una vida. Sentía una tremenda responsabilidad. Y mucho miedo.

—Señoras y señores —empezó diciendo—. En primer lugar quiero pedirles perdón por haber cometido este pequeño engaño, trayéndolos aquí con un falso motivo. A estas alturas ya se habrán imaginado que tengo motivos especiales para invitarlos hoy de esta manera. Creo que la mayor parte de ustedes no se conocen de vista, aunque en algunos casos tal vez sí de oídas. Así que querría que, para empezar, se presentaran uno a uno.

Cuando hubieron acabado con las presentaciones, Cresswell volvió a hacer uso de la palabra.

—En unos momentos —dijo— la directora regional para Nueva York de la AVS, la señorita Sally Peale, les explicará el motivo de esta reunión. Quiero que escuchen con toda atención lo que tiene que decirnos. Todo lo que presentará ha sido comprobado una y otra vez por mí mismo y por un puñado de agentes de confianza del cuartel general de la AVS aquí en Washington. Creo que las informaciones de la señorita Peale son fundamentalmente correctas, y también que las conclusiones son extremadamente fiables. Eviten, por favor, juicios precipitados. Permítanle que acabe su exposición. Cuando haya terminado, pueden plantear las preguntas que quieran. —Se detuvo, recorrió la sala con la vista—. Sally…

Ella habló durante más de una hora, transportando a su público desde el escepticismo hasta el convencimiento inquieto. Tenía los hechos, los documentos, las fuentes fotográficas, todo al alcance de la mano. Usando transparencias preparadas en su Apple IIcx, les mostró datos, mapas, vías de comunicación, fechas. Pero sus palabras e imágenes eran sólo un barniz sobre lo que había debajo, como el maquillaje que se pone en la cara de un cadáver. En el estrecho cuarto, iluminado por el sol y con la risa de los niños haciendo vibrar el aire de otoño, un antiguo mal se esforzaba por recobrar vida.

—Hace un año, aproximadamente —dijo Sally—, articulamos una pequeña unidad de vigilancia en Haití. Teníamos en total catorce agentes, la mayoría haitianos o hijos de inmigrantes haitianos de Brooklyn o Miami. Hace tres semanas, doce de esos agentes fueron asesinados en una serie de ataques separados pero coordinados en Port-au-Prince, Cap-Haïtien y uno o dos pueblos menores. Uno de los norteamericanos logró escapar con vida. El decimocuarto, un haitiano al que conocíamos como Macandal, fue asesinado hace nueve días en una ceremonia vudú en las afueras de Port-au-Prince.

»El superviviente era un hombre llamado Félix Simón. Consiguió llegar a Miami y poco después se puso en contacto con nosotros. Desgraciadamente fue herido de gravedad en el ataque, y ahora se encuentra internado en un hospital; de lo contrario lo tendríamos hoy aquí para que les comunicara lo que sabe. Sin embargo, hablé con él hace dos días, y pude hacerme una idea bastante clara de lo que está sucediendo allí.

Ella se detuvo y sorbió un poco de agua de un vaso que tenía en la mesa. La tensión de la habitación estaba aumentando. Incluso el ruido de los niños parecía apagado.

—Como la mayor parte de ustedes ya sabe, la situación en Haití es especialmente inestable desde que el general Cicerón llegó al poder. Se han formado grupos de oposición en todas las ciudades importantes. Está llegando dinero de Cuba. Con algo de tiempo, creemos que una revolución podría hacer que Haití se pasara al bloque comunista. Tal vez algunos de ustedes no estén de acuerdo con esto. Desafortunadamente, eso no tendrá el menor efecto sobre lo que ha de suceder.

»En cualquier caso, la Séptima Orden está convencida que habrá una revolución comunista si no se hace nada por evitarlo. En vez de esperar a que el general Cicerón sea derrocado y que sus planes se vean aplazados indefinidamente, han decidido tomar acciones preventivas. Tienen un candidato a la presidencia, el actual ministro de Defensa, el general Louis Valris.

»Tenemos… —ahora venía lo más difícil—. Tenemos dos personas trabajando para nosotros en Port-au-Prince en este momento. Ninguno de los dos tiene formación como agente. Uno es un teniente de la policía de Nueva York, el otro es una mujer haitiana cuyo hermano es el jefe del servicio de seguridad interna de Cicerón.

»El teniente Abrams y Angelina Hammel han sido enviados a Haití como… cebo.

Cerró los ojos. Vio peces oscuros con dientes afilados nadando en aguas agitadas. No se les podía decir todo, eso ya lo habían acordado.

—Creemos que los peces ya muerden. Ayer, el presidente Cicerón declaró el toque de queda. Hay informaciones de que las tropas están en la calle en varias ciudades. Los principales aeropuertos han sido cerrados. Hemos perdido contacto con nuestros dos agentes. Creemos que Warren Forbes también está en Haití en este momento. Personalmente, estoy segura de que está a la espera de órdenes para actuar. Tenemos que entrar rápidamente en acción, y con decisión. Es por eso que los hemos convocado aquí hoy.

Sally se sentó. Se sentía extenuada. Le temblaban las manos. Los ojos de toda la habitación estaban fijos en ella. Miró el reloj. Deberían haber empezado a comer hacía diez minutos. Se preguntaba por qué no había llamado la esposa de Sutherland, avisando que estaba todo preparado. Sutherland le había pedido que lo hiciera para evitar que la mañana se alargara. Era vital que todo el mundo estuviera fresco para lo más pesado, la discusión de la tarde.

Sutherland también miró el reloj. Tenía una cierta sensación de que algo no acababa de funcionar. Examinó cuidadosamente toda la habitación. Nada parecía fuera de sitio. Sally se volvió a poner en pie para aclarar un par de puntos que requerían atención inmediata. Sutherland notó que los cabellos de la nuca se le erizaban. ¿Por qué? ¿Qué le hacía estar tan nerviosa?

Sally se sentó. Emeric Jensen adelantó algunos comentarios. Alguien hizo una pregunta. Sutherland Cresswell no oyó lo que decían, estaba demasiado ocupado escuchando, demasiado ocupado poniendo orden en sus pensamientos. Y de repente supo qué era. No era un ruido, sino su ausencia, un silencio que le había llamado la atención. Los niños habían estado jugando fuera, correteando de un lado a otro, gritando, riendo. En algún momento ese ruido había cesado.

¿Los habría hecho entrar su mujer para la comida? Sutherland escuchó con atención. No se oían ni niños ni adultos abajo. Conocía la casa. Hacía quince años que vivía allí con su familia, y conocía sus sonidos.

Sin decir nada, se puso en pie y se acercó a la ventana del estudio, la que dominaba la terraza y el jardín. Miró por ella.

Pasó algo raro con el tiempo. Se quedó quieto, fue a toda velocidad, y volvió a quedarse quieto. Escuchó el ruido de los latidos de su corazón, y entre latidos transcurría toda una vida. Oyó voces a sus espaldas, pero no entendía lo que le decían.

—¡Sutherland, te he preguntado si estás bien!

Sally dio un paso hacia él. No parecía oírla. ¿Qué miraba? ¿Por qué cerraba los puños con tal fuerza? Se puso a su lado.

Él se había puesto blanco como el papel. Siguió su mirada, por la ventana hacia el jardín.

¡¡Dios santo!!

Los niños estaban sobre el césped, tirados tal como los había tumbado el gas, algunos cara abajo, otros mirando hacia arriba. Suzi Cresswell estaba allí, vestida con una rebeca rosa. Sally reconoció las mellizas de Donovan, Ellen y Linda. Había un par de adultos entre los niños.

Un hombre vestido de negro y con una máscara de gas se abría camino entre las figuras quietas. Llevaba en una mano una pistola con un silenciador, e iba despachando sus víctimas de una en una con tiros a bocajarro en la nuca. Los cuerpos se iban estremeciendo con los tiros y después se quedaban quietos.

Sally se dio la vuelta y cogió su chaqueta, echada sobre el respaldo de una silla. La miraban sin comprender. Algunos ya se habían puesto en pie. Sacó la radio y apretó el botón de transmisión.

—¡Gary, Robert! ¿Estáis ahí? ¿Me oís? —estaba intentando alertar al equipo de seguridad que habían dejado de guardia en el exterior. Los conocía a todos por su nombre de pila—. ¡Pete! ¡Quien sea! ¡Contestadme, por el amor de Dios!

Se oyeron pasos en el pasillo ante el estudio.

Lo último que oyó, lo último que oyeron todos, fue un gran golpe cuando la puerta estalló hacia dentro. Lo último que vieron fue un hombre vestido de negro con una pesada metralleta.