CAPÍTULO SESENTA Y UNO

Notó cómo se hundía a toda velocidad, totalmente presa de enormes fuerzas sobre las que no tenía el menor control. En unos segundos, el rugido de la tormenta era sólo un recuerdo, pero incluso allí, debajo del agua, se veía azotado como un corcho.

A medida que se acercaba al fondo, la turbulencia fue disminuyendo, pero el mar seguía en constante movimiento. Notaba cómo una corriente profunda lo levantaba y lo dejaba caer, mareándolo. Sintió un golpe cuando el gato hidráulico se estrelló contra el fondo. Lo volvió a levantar, y después usó el aire comprimido para inflar su chaqueta de flotación. Aquello le permitió nadar llevando el gato cogido al cuello con una correa.

Antes de sumergirse había memorizado la posición aproximada de la luz, y ahora empezó a nadar en su dirección. A pesar del chaleco, el gato era un lastre, y hacía que sus movimientos fueran lentos. Se empujaba fundamentalmente con los pies de pato, cabeza abajo, con las piernas totalmente extendidas, dando patadas, luchando en el oscuro interior del océano. Unas burbujas planas se reventaban en su lucha por separarse de él, de vuelta hacia la terrible superficie de la tormenta.

Encendió la linterna. A sus pies, el irregular fondo se extendía con indiferencia. Grandes peces pasaban a su lado, sus fantasmagóricas aletas reluciendo, las bocas abriéndose y cerrándose, observadores, tristes. A varios metros pasó la panza de una barracuda. Reuben rogó para que no hubiera orcas por allí.

Cuando ya no tenía la menor esperanza vio la luz, una mancha blanca, pálida a su izquierda, poco brillante pero inconfundible, la luz de emergencia de larga duración que había puesto en el ancla antes de dejar a Lindström. Girando abruptamente, dio unas patadas enérgicas, sintiendo que nuevas fuerzas le corrían por las venas. Después de todo, igual sí llegaba a tiempo. La luz de su linterna dio con el ancla, y después con Lindström echado donde Reuben lo había dejado. No había ningún reguero de burbujas. No había la menor señal de vida.

Reuben se arrodilló junto a su amigo. No había llegado a tiempo. Mirando más de cerca, vio que el sueco no había muerto porque se le hubiera acabado el aire. Se debía de haber suicidado, arrancando el conducto de aire de su máscara.

Cuando miró aún más atentamente vio que el tubo no había sido arrancado. Había sido cortado. Reuben buscó el cuchillo de Lindström. No estaba por allí. Buscó por el barro y sedimento, por todas partes, pero no lo encontró. Y entonces miró el tobillo de Lindström que asomaba por debajo del ancla. El cuchillo seguía allí, metido en su funda. No sólo eso, sino que era imposible que Lindström lo pudiera haber alcanzado desde donde estaba.

Lindström no se había suicidado. Alguien lo había matado.