En el exterior, la tormenta aumentaba en intensidad, cogiendo fuerza e ira por momentos. Mientras sus compañeros miraban, ahora ya sin reír, el cargador los llevó fuera y les señaló una hilera de lucecitas. Era la oficina de tráfico marítimo en Bridge Street. Allí alguien los podría ayudar, o al menos les podría decir algo sobre el huracán.
Medio corriendo, medio empujados por ráfagas de viento, azotados durante todo el camino por la rebelde lluvia, fueron avanzando hacia las luces. Hubo un estruendo cuando algo pesado cayó al suelo. El cemento a sus pies era traidor, cubierto de aceite y una corriente de agua turbulenta. Corrieron, sordos y ciegos, a través del vendaval, cogidos de la mano como niños, más para no caer que para darse apoyo moral.
La «oficina de tráfico marítimo» era una chabola de madera unida por un único cable al poste de teléfono más cercano. Reuben intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Sentía cómo iban pasando los segundos, cómo se le escapaban los minutos. Empezó a aporrear los paneles de madera. No hubo respuesta. Levantó la mano y volvió a llamar. Una y otra vez.
—¡A ver, hombre! ¿No ve que estoy ocupado?
Reuben siguió aporreando con furia. La puerta se abrió.
En la entrada, perfilado por luz amarilla estaba un hombre pequeño de unos cincuenta años en camisa y pantalones.
—¿No ve que estoy trabajando? Tengo cosas que hacer. ¿Qué quiere, llamando así?
Reuben no se entretuvo dando explicaciones. Apartó al hombre y entró, llevando consigo la mitad de las lluvias de Jamaica. Angelina entró con él, llevando la otra mitad.
—¿Pero qué se ha creído, entrando aquí, así? ¡Si se quiere refugiar, búsquese otro sitio!
Reuben vio en seguida que la ira del hombre no tenía nada que ver con el agua de lluvia con la que le estaban mojando el suelo sino con la presencia en un rincón de una chica bonita con ojos grandes y un pecho aún mayor. Estaba sentada sobre una frágil mesa junto a una máquina de escribir, pero, a juzgar por cómo tenía puesta la blusa, no llevaba mucho tiempo allí.
Reuben se dio la vuelta.
—Escuche, por favor —dijo.
Sacó una cartera del interior de su chaqueta de marinero y sacó un fajo de dólares. Con la policía registrando y la desaparición de su pistola, no le había hecho gracia la idea de dejar tanto dinero en efectivo en casa de Mama Vijina.
—Se puede quedar con esto —dijo—. Se puede quedar con lo que desee. Lo único que queremos es su ayuda.
El hombre miró fijamente el dinero, y después a Reuben. Después miró a Angelina, y después otra vez el dinero.
—Es mejor que se siente —dijo.
Les llevó un minuto explicar lo que pasaba. Cuando Reuben hubo acabado, el hombre puso mala cara.
—Mire —dijo—. Ni siquiera el mismo Jesús, ni siquiera Él, andando sobre las aguas, ¿comprende? Hay un huracán de camino, y viene rápido.
—¿Cuándo llegará?
Con todo cuidado, el hombre se lo explicó. El huracán había sido detectado formándose en el Caribe al sur de la República Dominicana dos días antes. Había estado moviéndose hacia el oeste desde entonces, cada vez más intenso, a unos veinte kilómetros por hora. Se creía que el centro pasaría justo al sur de Jamaica, entre la isla y los Cayos Pedro. Se esperaban vientos de cerca de doscientos kilómetros por hora en el norte de Jamaica, en las aguas de la zona e incluso más allá. Llegaría dentro de tres o cuatro horas.
Reuben miró a Angelina.
—¿Qué te parece? —le preguntó—. ¿Tenemos alguna posibilidad?
Ella pensó un rato antes de responder.
—No, casi ninguna —dijo—. Incluso en tierra, un huracán es devastador. Mar adentro, es peor de lo que te puedas imaginar. Pero se puede sobrevivir. Si no das contra un arrecife o contra las rocas, si funcionan correctamente las bombas de achique y no entra más agua de la que el barco es capaz de soportar, quizá sí que puedas llegar a hacerlo. Lindström sería capaz de hacerlo. Él podría navegar en las condiciones que fuera. Pero tú, yo y August…
—Si no vamos, va a morir.
—Lo sé, pero puede que muera igualmente. Quizá lo rescatemos sólo para que lo pase fatal antes de ahogarse con nosotros.
—Voy a arriesgarme. Quédate aquí con August. No tiene sentido que nos matemos todos.
—Ni hablar. No puedes pilotar el barco tú solo. Y evidentemente no puedes vigilar el Fanchette y sumergirte a la vez. August se puede quedar aquí. Yo vengo contigo.
Reuben abrió la boca para discutir, pero cambió de idea. Se volvió al dueño de la chabola, que los miraba, incrédulo.
—¿Quiere ganarse todo este dinero?
—Yo no salgo en ningún barco. Ni por un millón de dólares.
—No le pido que venga con nosotros. Quiero que nos lleve a algún sitio donde podamos conseguir un torno. Necesito izar esa ancla.
El jamaicano arqueó las cejas.
—¿Un torno? ¿Esta noche? ¡Están locos!
—Lo alquilaré, lo compraré o lo robaré. Nos estamos quedando sin tiempo. Debe saber de alguien que tenga uno por aquí.
El hombre pensó con atención.
—¿Tiene que ser un torno? —preguntó al fin.
—No sé. ¿Se le ocurre otra cosa?
—¿Y un gato? Lo que necesita es un gato de camión. En un momento le conseguiría quitar el ancla de encima.
Reuben asintió.
—Se me debería haber ocurrido. ¿Dónde podemos conseguir uno?
El hombre sonrió y fue hacia la puerta.
—Vengan. Se lo mostraré.
* * *
Una cortina de agua ocultaba las luces de Port Antonio como si nunca hubiera existido. El faro dio su último destello y entonces desapareció en la noche a sus espaldas. Una oscuridad absoluta los rodeaba, una oscuridad como ninguna que Reuben hubiera visto. Estaba viva por la lluvia y el viento y el lamento profundo y hueco del mar.
Reuben se daba cuenta de que las probabilidades de volver a encontrar a Lindström eran casi nulas. Sólo hallar el banco Grappler ya sería un alarde de suerte y habilidad. Si es que lograban no verse apartados completamente del rumbo por el viento, si la luz seguía en el salvavidas, si el salvavidas no había sido arrancado del fondo, quizá, quizá lograrían llegar. Muchas condiciones. Y ningún margen para el error.
No había logrado que August se quedara en tierra. Ni amenazas ni súplicas habían conseguido minar la absoluta devoción del chico por Lindström, al que llamaba «le Capitain». Ahora estaba sentado en la parte trasera de la pequeña cubierta, con Sam en brazos, tiritando, luchando contra el miedo a las enormes olas que azotaban el barco.
Lindström, nada espléndido cuando se trataba de pintura o barniz o equipos complicados que sabía que nunca usaría, invirtió el dinero que había ganado en algunos instrumentos realmente útiles. Uno era una brújula Aqua Meter de las mejores, el tipo que no se movía en absoluto a no ser que fuera realmente en las peores condiciones posibles. Con ese estado de la mar, sería imposible navegar en línea recta hasta donde estaba Lindström. A medida que el viento cambiaba de intensidad y dirección tendrían que ir modificando el rumbo para evitar que las olas laterales los hundieran. Tendrían que seguir un rumbo fluctuante. Tendrían suerte si llegaban a veinte millas de su objetivo.
El pequeño barco se abría camino por olas que a veces se erigían ante él como una pared metálica o se abrían, revelando una enorme sima que lo tragaba como si fuera un coche de montaña rusa descontrolado. Era asombroso que lograran avanzar. El viaje de vuelta tardaría mucho más de lo que habían calculado.
Habían repostado combustible y conseguido el gato de camión en un garaje de Red Hassel Lane regentado por un hombre llamado Winston, amigo del encargado de la oficina de navegación. Además del pago por el combustible y el gato, no pidieron más dinero. Cuando la gente se dio cuenta de que realmente pensaban volver a salir hacia el banco con la esperanza de rescatar a un amigo, habían hecho todo lo posible por ayudar. La familia de Winston los había acompañado hasta el muelle. El de la oficina de navegación, que se llamaba Byron, había encontrado un par de pescadores para ayudarlos a llevar el gato y el combustible hasta el Fanchette. Los había obligado a aceptar comida. Había prometido que rezarían por ellos en la parroquia. Nadie había sido capaz de encontrar una radio a tiempo.
Ahora ya no había nada de eso. Estaban solos donde nadie los podía ayudar. Confinados en cubierta como prisioneros, se agarraban con fuerza. Todos habían vomitado unas cuantas veces, hasta que sólo les quedaban arcadas secas que los dejaban débiles y temblorosos. Cada vez que el barco llegaba a la cresta de una ola, esperaban la locura de la caída que seguía. Cada vez que bajaba, tenían la impresión de que seguiría hasta llegar al abismo. Era inútil hablar. El viento, la lluvia y las olas reducían a trizas sus palabras en el momento mismo de decirlas.
Reuben miró el cronómetro. 02.11.03. A Lindström le quedaban cuatro horas de oxígeno. Llevaban navegando dos horas. Luchando contra un viento que parecía venir desde varios puntos a la vez, tardarían al menos tres en llegar a su destino. Se agarraron con fuerza y vieron como pared tras pared de agua se estrellaba contra su proa.
Tuvieron la impresión de que aquello no se acabaría nunca. Un viento como bofetadas de gigante, lluvia como un segundo océano, olas hinchadas como casas, noche como una eternidad, sin luz, sin luna, sin estrellas, sin silencio, un mareo seco en el fondo del estómago, náuseas en los intestinos, el miedo a ahogarse, miedo a morir aplastados, miedo a la oscuridad, un dolor de cabeza martilleando detrás de los ojos doloridos, un temblor de brazos y piernas, sólo unos centímetros de cristal espeso los separaba de las profundidades del infierno.
Al fin, casi cinco horas después de salir de Port Antonio vieron la luz, un destello intermitente a lo lejos, hacia el lado de babor. Un momento más tarde, las olas lo ocultaron. Los tres se apelotonaron ante una ventana estrecha, atentos a cualquier señal que revelara la posición de la luz. Sam se quedó donde estaba, soportando como mejor podía la tormenta. Pasaron minutos largos como horas. No había nada más que mar, sólo la oscuridad de la tormenta.
De repente, una ola enorme los levantó por encima del agua circundante y vieron la baliza blanca en el extremo sur del banco. Si el salvavidas seguía allí, estaría a una milla y media al noroeste. Sólo faltaba alcanzarla. A Lindström le quedaba una hora de aire en las botellas.
En aquel momento el viento amainó brevemente, como si quisiera recuperar aliento. Reuben intentó medir su posición aproximada. Angelina levantó la cabeza de la pantalla del sonar y asintió, dando ánimos. Habían llegado al banco.
Veinte minutos más tarde lo vieron: una luz roja encerrada en una oscuridad inimaginable. El interrogante era ¿cuánto se podían acercar? Si no se acercaban lo suficiente, Reuben no conseguiría localizar a tiempo el barco hundido. Cambiaron de rumbo, dirigiéndose donde creían haber visto por última vez la luz. Cuando la volvieron a ver, diez minutos más tarde, estaba igual de lejos, y esta vez a babor. Diez minutos más tarde la tenían a estribor. Seguía estando a una milla, tal vez más. Con tiempo y paciencia, lo conseguirían. En aquellos momentos no tenían ni una cosa ni la otra.
Reuben se puso el traje de goma y la botella que quedaba. Miró a Angelina. Había llegado el momento.
La puerta daba a la locura. Reuben se armó de valor y salió, arrastrando el gato hidráulico. El viento lo arañaba, amenazando con arrojar su cuerpo por la borda. Angelina lo siguió. Llegaron como pudieron al extremo posterior, usando un cabo para no caer. A sus pies el agua corría en una corriente perpetua, empujando sus piernas, tirándolos al suelo. Angelina agarró un grueso puntal y le ató un segundo cabo, un tramo formado por varios cabos paralelos firmemente unidos. Si se rompiera o soltara, Reuben tendría pocas posibilidades de volver al barco.
Atando el cabo a su cinturón, ella se inclinó y lo besó brevemente en los labios. Tenían sabor a sal. Todo tenía sabor a sal. Ella lo quería abrazar, pero no se atrevía a soltar el puntal.
—Suerte —gritó ella, pero sus palabras fueron arrastradas antes de llegarle a él.
Él asintió, se sentó en la plataforma, dio una patada hacia atrás, y desapareció. Ella miró el lugar por donde había desaparecido, pero no había nada, ni una señal de él en el agua.