Reuben no dedicó ni un instante a la posibilidad de intercambiar sus botellas. La suya estaba casi vacía, y Lindström tal vez estuviera a pocos segundos de la muerte. El quizá estuviera igual de cerca. Apresuradamente, ató su cabo al ancla. Sin detenerse, fue dando patadas rápidas y nadó hacia arriba a toda velocidad, respirando rápida pero constantemente para mantener el equilibrio de su presión.
Al llegar a la superficie se arrancó la boquilla y se puso la máscara sobre la frente. A pocos centímetros, en la oscuridad, el Fanchette se movía, tirando del ancla, con luces como si viniera de otro planeta. Reuben gritó tan alto como pudo y momentos después Angelina apareció, seguida por August.
—Has tardado mucho, Reuben. Sven te advirtió que no te arriesgaras. ¿Dónde está?
Reuben se izó por la escalerilla y le ayudaron a alcanzar la cubierta. Aspirando el aire a bocanadas, habló con prisa. El aire resultaba tenso, difícil de respirar.
—No hay tiempo… para explicar… Necesitamos botellas nuevas… Una para mí… otra para Sven… Rápido.
Angelina se imaginó lo que pasaba en seguida. Salió corriendo, gritando a August en criollo, explicando lo que necesitaban. Volvieron segundos más tarde, cada uno con una botella. August ayudó a Reuben a que se quitara la que llevaba y colocarse la nueva. Reuben cogió la segunda botella y la conectó al pulpo, su fuente alternativa de aire.
—Volveré —dijo—. Sven tal vez esté herido. Traed un botiquín y una cama a cubierta.
No se molestó en ir a la plataforma de inmersión. Se tiró directamente por la borda, se agitó un momento, cogido con fuerza a la segunda botella hasta que encontró el cabo unido al ancla. Sin el cabo, encontrar el Hallifax a tiempo habría sido imposible. Aún así, Reuben tuvo la impresión de que el descenso duraba una eternidad. Habían pasado más de cinco minutos, eso lo sabía, pero no quería mirar el reloj para saber cuántos. La única esperanza de Lindström era que quien hubiera llenado las botellas se hubiese pasado en generosidad. No era gran cosa considerando que su vida dependía de ello.
Fue bajando, diez, quince, veinte metros, en cámara lenta, con un zumbido apagado en los oídos, la presión iba creciendo suavemente. La luz fue desapareciendo con mayor rapidez esta vez, la oscuridad resultaba más completa; no sólo visible, sino también tangible. Podía sentir cómo lo invadía, llenándolo, haciéndolo parte de su mundo.
De repente descubrió la luz de Lindström debajo suyo, como un faro. ¿Un faro, o una vela de velatorio? Buscó con su linterna hasta que vio el ancla y al hombre atrapado. Una fina hilera de burbujas salía de la boca de Lindström. La botella estaba en las últimas.
Reuben dejó la botella de repuesto junto a la cabeza de Lindström. El sueco aún estaba lo bastante consciente para darse cuenta de lo que pasaba y ayudar. Aguantó la respiración cuando Reuben se lo indicó. Reuben extrajo la boquilla y la sustituyó por la nueva. Lindström aspiró el aire con codicia, sabiendo que ahora se podía permitir el lujo de respirar a fondo. Levantó una mano y cogió brevemente a Reuben de la muñeca, apretando con fuerza.
Reuben ayudó al sueco a que se quitara la chaqueta de flotación que sujetaba la botella vacía. Despojado de ellas, Lindström se pudo echar más cómodamente. Reuben encontró una par de esponjas que crecían allí cerca, las cortó, y las puso debajo de la cabeza de su amigo para que hicieran de almohadón. Habiendo hecho lo poco que podía para que su amigo estuviera más cómodo, pasó a dedicarse al ancla.
Era grande y pesada, y, lo que era peor, parecía haberse asentado firmemente. Reuben intentó balancearla desde varios ángulos, pero era como intentar mover un monolito. Para desplazarla necesitaría una palanca. Lo más parecido que había a bordo del Fanchette era una barra corta.
Lindström estaba cogido por el abdomen y muslos. Una rápida comprobación parecía indicar que, aunque algunos huesos estuvieran rotos, el sueco perdía poca sangre por heridas en la piel. Un corte profundo, algo que implicara venas o arterias lo habría hecho morir desangrado mucho antes de que Reuben pudiera conseguir ayuda.
La única esperanza de Lindström era que consiguieran algún tipo de auxilio en Jamaica. Tardarían dos horas y media en llegar allí, quizá una hora o dos en comprar o alquilar un torno o conseguir otro barco y dos y media para volver. Entre cinco y siete horas.
Les quedaban unas diez horas de reservas de aire a bordo, si es que Lindström lo consumía a la velocidad habitual. Al menos estaría quieto. Los cálculos eran irrefutables. Nadie se podía quedar abajo con Lindström, usando el valioso aire a doble velocidad. Habría que dejar todas las botellas allí, al alcance del hombre atrapado, abandonándolo donde estaba, esperando a que llegaran de vuelta. Eso era horroroso, pero no era lo peor. Si Lindström se desmayaba o no era capaz de ir cambiando las botellas a medida que iba pasando el tiempo, se ahogaría. Igual que Devorah. Reuben cerró los ojos para alejar las imágenes que se le presentaban: una mano blanca agitándose sobre minúsculas olas, la ondulación del agua fría, una oscuridad deshabitada. Abrió de nuevo los ojos y vio que Lindström lo miraba fijamente.
Reuben llevaba una pequeña pizarra de plástico y un lápiz de cristal chino. Rápidamente, garabateó un mensaje.
«¿Dolor?».
Lindström asintió.
Reuben borró el primer mensaje y escribió otro. «No sangra mucho. No para desangrarse». Lindström volvió a asentir. Comprendía. Reuben volvió a borrar y escribió.
«No puedo levantar el ancla. Necesitamos maquinaria. Bajaremos botellas. Tiene que permanecer despierto. ¿Comprende?».
Lindström asintió.
«Ponga la alarma y vaya poniéndola cada vez. ¿Comprende?».
Comprendía.
«Conseguiremos un torno en Jamaica. Volveremos en seguida. No tardaremos». Vaciló. Quedaba sitio para unas palabras más.
«Es la única manera. No se preocupe».
Guardó el lápiz, amargamente consciente de la insignificancia de lo que acababa de decir. Lindström tenía muy buenos motivos para preocuparse. El sueco alargó el brazo y lo retuvo, pidiendo el lápiz y la pizarra. Reuben se los pasó.
«Es mejor matarme ahora. No quiero esperar tanto. No quiero quedarme aquí abajo solo. Tengo miedo».
Reuben tenía una navaja de submarinismo cogida con una correa a la pierna, un cuchillo Dacor HiTech con una hoja afilada. Podía poner fin al sufrimiento de Lindström como le pedía, ahorrarle horas de suplicio físico y mental, esperando que llegara ayuda, viendo como el aire de cada botella iba desapareciendo, botella tras botella, hasta que llegara a la última y ya sólo quedaran minutos.
Sacudió la cabeza.
Lindström garabateaba a toda velocidad.
«Cuide a Sam —escribió—. Ese estúpido gato. Se está haciendo viejo. Prometa que lo cuidará».
Reuben asintió.
—Lo prometo —dijo, sabiendo que Lindström no lo podía oír.
Lindström borró la pizarra y volvió a escribir.
«El chico, August. Necesita educación. Haga lo que pueda».
Reuben hizo señal de estar de acuerdo. Lindström dejó caer la pizarra al fondo del mar. No quedaba nada por decir. Ninguno de los dos dijo adiós.
* * *
La oscuridad estaba cargada, morada, amenazadora. El aire, al principio húmedo, ahora era sofocante. Entonces empezó a soplar una brisa del sur. Media hora más tarde había cambiado al oeste. Cuando al fin vieron el faro de Folly Point al este de Port Antonio, había cambiado de dirección dos veces más. El mar había empezado a arbolarse y estaban balanceándose con violencia cada vez mayor.
—No me gusta nada esto —murmuró Angelina. Era la primera vez que hablaba desde que salieron del banco Grappler. August llevaba el timón, ella y Reuben vigilaban el radar y las pantallas del sonar—. Ojalá Sven hubiera dicho lo de la radio antes. Podríamos haberlo arreglado. Aún es temporada de huracanes, podemos tener problemas.
* * *
En el Grappler habían dejado uno de los flotadores naranja del Fanchette. Tenía una luz intensa intermitente, pensada para ser vista por una expedición de salvamento. Ahora subía y bajaba con fuerza, azotado por el viento cada vez más intenso. Un cabo lo unía al fondo del mar, directamente al ancla bajo la que estaba atrapado Lindström. Iba perdiendo y recuperando la consciencia, soñando con una chimenea encendida en Norrköping y despertándose rodeado por el mar oscuro. El dolor de los muslos era casi insoportable. Ya no tenía ningún tipo de sensación en las rodillas y parte inferior de las piernas. Iba por la tercera botella, alternando entre las válvulas de primera y segunda fase. Veía a su lado las otras botellas donde Reuben las había dejado, recordándole con precisión el poco tiempo que le quedaba.
* * *
Reuben levantó la vista de la pantalla.
—¿Cuánto falta hasta que se ponga tan mal que no podamos navegar?
Angelina se encogió de hombros.
—No soy marinero. Tendrás que preguntárselo a alguien cuando lleguemos a Port Antonio. Pero por mi experiencia con las tormentas, yo diría que no mucho.
Hubo un largo silencio.
—No lo podemos dejar allí —dijo Reuben al fin—. Prometí que volveríamos. No estaría allí si no fuera por mí.
Angelina no dijo nada. Frente a ellos, la luz de Folly Point apareció y volvió a desaparecer, ocultada por una gran ola.
Tardaron casi una hora en entrar en el puerto. Entrar en el puerto con arbolada, con una oscuridad casi total fue una pesadilla. Folly Point quedaba a estribor y Navy Island a babor, casi invisible. Había dos puertos en el mapa, East Harbour y West Harbour, y Reuben no sabía cuál escoger. Al final se decidió por el East Harbour porque parecía estar más cerca del centro del pueblo. Pasaron por delante de Fort George y el monte alto de la península a sus pies.
Echaron el ancla un poco más cerca de la costa, manteniéndose en aguas profundas. August se quedó a bordo mientras que Reuben y Angelina se llevaron la barca hacia la costa, abriéndose camino entre las barcas en forma de plátano. Había empezado a llover, con fuerza, lluvia que rebotaba en las olas como perdigones.
No había nadie en el muelle ni en las oficinas que lo rodeaban. Toda la zona del puerto estaba desierta. Se dirigieron hacia las luces más cercanas. La lluvia ya había logrado empaparlos y ahora empleaba sus esfuerzos en intentar meterse aún más adentro, debajo de su piel. Ya habían pasado tres horas.
En Harbour Street, una luz rojiza salía de un bar pequeño, sus puertas y ventanas cerradas a cal y canto contra la tormenta. La fachada estaba pintada con flores chillonas. Un único cartel luminoso colgaba sobre la puerta, publicidad de la cerveza Red Stripe y debajo el nombre del bar: Bar Cuerno de Cabra. Reuben no pudo sino sonreír al reconocer el nombre de un tipo de cannabis. Abrió la puerta. Un estallido de música reggae saltó en la noche. Reuben se adentró, seguido por Angelina. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas.
En una esquina un tocadiscos tragaperras soltaba ritmos duros de una banda local de reggae. «Babylon caerá esta noche. Y todos sus hijos, blancos o negros». Lo rodeaba un pequeño grupo de hombres, algunos con melena, latas de cerveza en la mano. Del techo colgaban ristras de viejos singles de Jimmy Cliff, Toots, los Maytals y viejos discos de los Skatalites de los sesenta. Había una barra estrecha, provista principalmente de Red Stripe y Dragón Stout. Un par de mesas y sillas eran todo el resto del mobiliario. En una pared, pósters de Bob Marley y Yellowman daban la única nota de color de aquel espacio lleno de humo.
El disco acabó. En el silencio, todos los ojos cayeron sobre los recién llegados. Un murmullo bajo fue seguido por carcajadas alrededor del tocadiscos. La mayoría de los hombres eran jóvenes y robustos, con pantalones y camisetas apretados. Había dos mujeres en la barra, putas en una noche en la que a nadie le interesaba demasiado que lo engatusaran. Detrás de la barra estaba una mujer mayor, lavando vasos. Había dos cargadores de barcos plataneros sentados a una mesa ocupados con vasos de ron blanco y ganja. Uno inspeccionó a Angelina de pies a cabeza con intensidad.
—Necesitamos ayuda —dijo Reuben.
Alguien apretó un botón del tocadiscos y otro disco se instaló en el plato.
—He dicho que necesitamos ayuda. Tenemos un hombre atrapado en el banco Grappler. Necesitamos un torno. ¿Alguno de vosotros sabe dónde podemos encontrar uno?
La mayor parte de sus palabras fueron ahogadas por la fuerte música que brotaba del tocadiscos. Los jóvenes les daban la espalda y se movían al son de la música. Los cargadores se quedaron mirando sus rones. Las putas se miraron mutuamente.
Angelina soltó un taco y se acercó al tocadiscos. Estaba conectado a un enchufe en medio de la pared contra la que estaba apoyado. Sin pausa, Angelina cogió el enchufe y lo arrancó. La música dio un salto y se detuvo ruidosamente. Uno de los hombres con melena inició el movimiento de coger el brazo de Angelina, pero ella le lanzó una mirada que lo dejó seco.
—Acaba de decir que necesitamos ayuda —afirmó ella—. Acabamos de entrar del banco Grappler. Tenemos que volver para rescatar un hombre que está en el fondo. No tenemos tiempo que perder. ¿Con quién hablamos?
Hubo un silencio prolongado. Al fin uno de los cargadores habló.
—Nadie va a hacerse a la mar esta noche. Su hombre está muerto. Déjelo en paz. Va a ser una mala noche.
—¿Mala, hasta qué punto?
El cargador sacudió la cabeza.
—Mala, señora, muy mala. Y se va a poner mucho peor. —Se detuvo y la miró fijamente, muy fijamente. Tenía los ojos rojos y acuosos por el ron—. ¿No escucha la radio? Hay un huracán de camino. Esta noche va a llegar aquí.