—¿Quién ha dado leche a este jodido gato? —Lindström entró en el camarote dando grandes zancadas, furioso—. Hay mierda de gato por todas partes. Es horroroso.
Angelina se tapó la boca y puso cara de horror. Confesó que había estado intentando congraciarse con Sam. El gato tenía horror a tres cosas en esta vida: los niños, las mujeres y los policías de uniforme. Había estado mirando con mala cara a Angelina desde que subió a bordo. Ella había encontrado una lata de leche en polvo y había preparado un platillo. Estaba segura que la leche en polvo no le haría daño. Se equivocaba.
—Lo último que necesitamos en este barco es un gato con cagadera —tronó Lindström.
—No se preocupe —dijo Angelina, poniéndose de pie—. Yo lo limpiaré.
—Está por todas partes. Es mucho trabajo.
Angelina sonrió, cohibida y salió a cubierta. Sam estaba en la proa con cara de ofendido. El cielo se oscurecía por momentos. La superficie del mar estaba roja de sangre, o al menos eso parecía. El agua parecía inquieta. Angelina saludó al gato. Éste desvió la mirada.
Lindström se sentó al lado de Reuben.
—Tenemos un problema —dijo.
—¿Diarrea de gato? —Reuben sonrió.
Lindström sacudió la cabeza. No sonreía.
—No. No de ese tipo. Un problema de verdad. Podría ser serio.
—¿Qué es?
—La radio. No funciona.
—¿Qué quiere decir?
—Qué voy a querer decir. Que no funciona. Kaputt. Tenemos que volver.
—¿No la puede arreglar?
Lindström sacudió la cabeza.
—Tiene algo roto. Es una radio vieja, no puedo conseguir repuestos. Al menos no en el jodido Port-au-Prince.
—¿Tanta falta nos hace? —Reuben tenía la impresión de que apenas la habían usado hasta entonces.
El sueco encogió sus anchos hombros.
—Para navegar no me hace falta. Pero sí para los informes metereológicos, para avisos, eso es importante.
—¿Cree que el tiempo va a cambiar? A mí me parece que hace buen tiempo.
Lindström sacudió la cabeza.
—No. Está cambiando. Aún estamos en la época de las tormentas. Mañana podría ponerse agitado. Quizá mucho. Me pone nervioso no saber cuánto.
—¿No podríamos ir a Jamaica? Sólo está a unos… unas treinta millas.
—Ja. Poder, podríamos, pero en Jamaica nos harán preguntas. Están locos por las drogas. «¿Qué hace por aquí, jefe?», dicen. «¿Por qué se ha alejado tanto de Haití?». Entonces le meten a uno en la cárcel.
Reuben suspiró, cogió una lata de cerveza. Era producto nacional haitiano, una marca llamada Prestige que no valía nada, pero tenía calor después de la larga inmersión.
—Quiero terminar lo que estamos haciendo aquí —dijo—. La parte más difícil ya está. No quiero irme ahora que hemos encontrado el barco.
—Ja, comprendo, pero tiene que recordar que esto es un barco pequeño. Si quiere algo mayor, tendrá que buscarse otro. Sólo podemos bajar un par de veces más. Mire las tablas de inmersión. Y nos estamos quedando sin combustible.
—Aún así, quiero volver a bajar. Un día más, entonces nos podremos ir. Podemos bajar esta noche. ¿Qué le parece?
Lindström puso mala cara, y a continuación se encogió de hombros.
—Bueno, pues volvamos a bajar. Esta noche, o tal vez mañana por la mañana.
Reuben asintió. No parecía tener elección. Si sólo supiera lo que estaba buscando.
* * *
El largo rayo de luz se clavaba en la oscuridad como un tubo de papel enrollado. Reuben expelió el aire en un silbido de burbujas que se expandían. Volvía a estar en el túnel, rodeado por todos lados por una noche impenetrable. Respirando a fondo, cerró los ojos, pero era peor: podía ver formas blancas que se debatían, arrastrándose ciegamente hacia él por laderas blandas y sin sol. Abrió los ojos y parpadeó mientras veía la luz balancearse delante de él dispersando los peces, revelando las cámaras secretas del bosque de coral, y lentamente la razón volvió.
Lo más difícil era orientarse. A veces no tenía sentido decir arriba y abajo, adelante y atrás, izquierda y derecha. Él y Lindström estaban unidos al Fanchette por cabos, como cordones umbilicales largos, pero incluso ésos se podían perder en las sombras. El barco estaba iluminado, pero no siempre resultaba visible. Nadaba en una profunda soledad, a través de un silencio lleno de los sonidos de su propia humanidad: el asustado latido de su corazón, el ir y venir del aire por sus pulmones.
Y entonces las sombras se detuvieron y el agua tembló, rompiendo su luz en mil pedazos. Reuben parpadeó y, sin pensarlo, se frotó la máscara. Volvió a mirar, y retuvo la respiración hasta que empezó a resultarle doloroso. Lentamente, volvió a respirar, llenando su mundo interior de burbujas rotas. Como un fantasma atrapado en tinieblas que odia, o la víctima de un terrible accidente encerrada en un ataúd improvisado, los restos del Hallifax estaban atrapados en una pequeña hondonada.
No quedaba gran cosa del barco. Los amarres y velamen habían desaparecido, los palos también, y toda la proa y la mayor parte de la cubierta superior y principal ya no existían. Los restos del casco estaban desmenuzados y dispersos sin la menor piedad. Algas largas y ondulantes cubrían las vigas. Donde antaño Hubo ojos de buey ahora crecían esponjas. Criaturas con patas largas y ojos saltones entraban y salían de las aberturas.
Reuben se acercó más. Tiritaba, a pesar del traje de goma. No quería estar allí. ¿Qué había encontrado Maniable a bordo del Hallifax que lo había impulsado a hundirlo y huir? ¿Qué había llegado de África, oculto bajo sus escotillas? ¿Estaría aún allí, esperando después de todos esos años a que llegara alguien?
La parte posterior de la cubierta era la menos dañada. Reuben pensó que Maniable y sus hombres agujerearon el barco cerca de la proa; ésta se habría hundido primero, desplazando el lastre a medida que se sumergía, dispersando las piedras, las cadenas, y otros objetos sueltos. Después debió caer hacia adelante hasta estrellarse allí, media milla más lejos. El tiempo y el mar se habían encargado de lo demás.
Sabía que debía esperar a que Lindström lo encontrara, pero a pesar de su temor sentía impaciencia, una viva curiosidad por explorar lo que quedaba del barco. Justo debajo de él vio algo que parecía ser una rueda, con varios radios rotos, tumbada sobre los restos de la cubierta. Cerca de ella las algas perfilaban un hueco rectangular. Reuben lo alumbró. Había sido la puerta que llevaba a los camarotes del capitán y los oficiales. Ató su cabo a una viga podrida y se preparó a entrar. Con la botella y el resto del equipo, Reuben resultaba demasiado voluminoso para pasar por la pequeña abertura, pero con algunas maniobras lo consiguió. Sabía que era una imprudencia por su parte bajar sin Lindström. La inmersión sin un compañero era una temeridad. Si le pasaba algo, el sueco tal vez no lo encontrara a tiempo. Reuben miró el indicador de la reserva de aire. Le quedaban veinte minutos. Eso no le daba mucho margen para buscar.
Los escalones habían desaparecido hacía tiempo. Quedaba una barandilla metálica, señalando hacia abajo en un ángulo muy inclinado. Reuben la siguió poniendo los pies por delante. En seguida llegó al fondo. A través de una segunda abertura se veía un espacio amplio, y por un momento Reuben pensó que había vuelto al mar abierto. Pero entonces vio que había ojos de buey. Nadando por su interior observó que el contenido del camarote había ido a depositarse junto al mamparo por el que había entrado. Por milagro, una lámpara seguía colgada del techo, oxidada y cubierta de moluscos.
Había otra abertura en el mamparo de enfrente. Reuben nadó suavemente en esa dirección, dejando un rastro de burbujas en el camarote abandonado. Incluso antes de verse aplastado y retorcido, el barco ya era minúsculo. Los oficiales dormían y comían allí, amontonados cuando hacía mal tiempo, asándose de calor en verano, consumiéndose y tiritando por las fiebres. Debajo, en condiciones mucho peores, el resto de la tripulación sudaba y tosía durante toda la larga travesía a África, a las Indias Occidentales, y de regreso. Aún más abajo, en las bodegas del Hallifax, los esclavos estaban aplastados, encadenadas las muñecas y los tobillos.
Reuben se dio impulso con los pies de pato y se dirigió a la nueva abertura. Tenía la impresión de que conducía al camarote del capitán. La luz le precedía, como podía, adentrándose en el hueco. Él la siguió, intentando descifrar el montón de vigas y despojos. Pequeños peces nadaban junto a él, sin alterarse lo más mínimo. Algo fue corriendo a meterse en un agujero. En una pila de despojos que habían ido a estrellarse contra el mamparo más cercano distinguió los restos de un cráneo humano. Y después otro. Y una tibia. Y unas costillas. Huesos tan blancos como el vientre de un tiburón. Órbitas oculares. Dientes.
¿Qué habían encontrado exactamente Maniable y sus hombres? ¿Una escena como la del apartamento de Angelina en Brooklyn? Cadáveres y más cadáveres, extremidades y miembros. No era sorprendente que hubieran hundido el Hallifax. Pero ¿por qué no se lo habían dicho a nadie? ¿Por qué habían obligado a la tripulación a que jurara guardar el secreto? ¿Qué más habían encontrado?
Entre los restos destacaba algo como una caja. Reuben se acercó. Era un arcón metálico, cerrado y abollado, pero por lo demás intacto. Recordaba lo que había dicho Angelina: «Partieron en dos el gran círculo y se llevaron una de las mitades en la barca, para que se quedara con ellos en el exilio. La otra mitad la metieron en el arcón del capitán, junto con los nkisi de oro y los libros de los dioses…». Intentó forzar la tapa, pero estaba sellada por dos siglos de incrustaciones.
Miró el indicador de reserva de aire. Se le estaba acabando. De ninguna manera podría subir ese arcón solo. Tendría que volver a cogerlo con Lindström. Dio una voltereta en el estrecho espacio y se dirigió hacia la puerta. Atravesó el camarote de los oficiales, subió por las escaleras; el corazón le latía a toda velocidad y tenía la piel de gallina.
Al llegar arriba, desató su cabo. ¿Dónde estaría Lindström? El sueco había ido a cubrir otro sector. Habían pasado quince minutos. Reuben escudriñó la oscuridad. No se le veía por ninguna parte. Tal vez había vuelto a subir. Reuben decidió hacer lo mismo.
En ese mismo momento vio un destello, justo a la izquierda, donde había estado la proa del barco. Subiendo, lo vio con mayor claridad. Lindström también debía de haber encontrado el barco. Reuben hizo señales con su luz. Lindström no respondió. Volvió a hacer señales, acercándose más. Seguía sin responder.
Reuben se apresuró. Lindström tal vez estuviera absorto mirando algo, dándole la espalda. O podría estar en apuros. El fondo en esa zona aparecía cubierto de restos del barco. La luz de Lindström brillaba a unos pocos metros. Reuben veía una hilera de burbujas que lo atravesaba. Lo iluminó con su linterna.
En el fondo reposaba el ancla más grande de las tres que llevaba el Hallifax. Lindström estaba debajo, cogido por las piernas. El ancla debía de haber estado mal sujeta, y el sueco la tumbó sin querer.
Reuben llegó hasta Lindström. Respiraba, pero apenas estaba consciente. Reuben se inclinó e intentó mover el ancla. No lo consiguió. Debía de pesar una tonelada. Miró debajo, con la esperanza de poder cavar un hueco para sacar a Lindström. El suelo en aquella zona era duro. Levantando la cabeza de Lindström, Reuben logró atisbar el indicador de reserva de aire. Cada buceador respira a una velocidad distinta. El indicador de Lindström indicaba que le quedaban cinco minutos de aire comprimido.