CAPÍTULO CINCUENTA Y SIETE

El banco de Formigas es en realidad una montaña submarina a treinta y cuatro millas del extremo nororiental de Jamaica. Se encuentra a una profundidad media de tres a ocho brazas, aunque en algunas zonas llega a las veinticuatro o cuarenta y ocho.

Sus extremos se sumergen en aguas más hondas, llegando a profundidades de más de mil metros. A menos de diez millas la profundidad supera los dos mil metros. El banco tiene la forma de una «L» invertida, con una pata de trece millas de longitud y una anchura media de cuatro millas que en su extremo meridional tiene una pata de diez kilómetros de longitud. Cubría más de cincuenta millas de fondo oceánico. Era muy pequeño comparado con el Pedro y con otros bancos, pero se podía hundir allí una flota y tener problemas para encontrarla.

Después de tres días, Reuben empezaba a pensar que Lindström debía de tener razón: aunque el Hallifax se hubiera hundido allí, debía de haber caído al abismo hacía mucho tiempo. Con un magnetómetro y un sonar Wesmar, el Fanchette barría el banco de uno a otro lado, investigando el fondo siguiendo una cuadrícula trazada por Lindström. Cada tira que recorrían tenía una anchura de doscientos metros y una longitud de trece kilómetros, y les llevaba aproximadamente una hora completarla. Casi habían acabado su primer recorrido, tal vez el único que tuvieran que hacer. Se habían sumergido tres veces, siempre inmersiones breves. Habían encontrado dos barriles metálicos de petróleo, una hélice y un barco moderno cuyo naufragio ya estaba indicado en los mapas. Reuben había aprendido más sobre la inmersión en esas breves expediciones con Lindström que nunca antes. Pero seguía teniendo miedo.

El sonar registraba el fondo marino en un círculo completo. Era más útil que un simple medidor de profundidad CRT, que sólo mostraba qué había inmediatamente debajo del casco del barco. Podía localizar un barco hundido, aunque no si era tan viejo y deshecho como el que buscaban. Con suerte revelaría alguna irregularidad que resultaría ser un cañón o piedras de lastre. Pero su principal utilidad era evitar encallarse en un obstáculo. Aquellas aguas no estaban bien señaladas en los mapas.

Su mayor esperanza era el magnetómetro, un instrumento diseñado para detectar cualquier objeto de hierro en el fondo marino. Incluso los barcos de madera llevaban muchos objetos metálicos: cañones, cadenas, rejas, espadas y, por supuesto, lingotes. Eso último era muy improbable que lo encontraran en un barco destinado al transporte de esclavos, pero al menos habría cadenas y grilletes en abundancia.

De vez en cuando, Lindström ponía en marcha el piloto automático para mantener el rumbo, y entonces iba a ayudar a Reuben o a Angelina a descifrar el sonar o el magnetómetro. August estaba sentado en la proa fumando o mirando al mar, moviéndose sólo de vez en cuando para preparar tazas de café o comida. Sam se paseaba por cubierta o se echaba sobre el compartimiento del motor, mirando con tristeza algún pájaro marino ocasional.

Después del primer día, nadie hablaba ya mucho. El mundo en el que se encontraban era silencioso hasta la médula. Si miraban con atención, podían llegar a distinguir los picos de las montañas Azules al suroeste, pero la mayor parte del tiempo no se veía tierra firme. No había luces. No vieron otros barcos. De noche, cuando echaban el ancla, veían cómo los últimos destellos de luz del sol se convertían en oscuridad y parecía como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra.

—Lo siento —dijo Angelina. Eran más de las doce. Acababan de comer y el ancla los tenía amarrados al fondo mientras descansaban un rato—. Fui injusta. No tenías por qué aguantarme. Sigo siendo mimada y pretenciosa. Debes pensar que soy una niña.

Reuben sacudió la cabeza.

—Nunca sé qué pensar de ti, eso es lo que pasa. Me desconciertas.

—Piensa lo que quieras. Logro confundirme a mí misma. No es tu confusión lo que me molesta, es la opinión negativa que tienes de mí.

—Eso no lo puedo remediar —dijo él—. Es algo con lo que me criaron, algo que necesito para mi trabajo. La mayor parte de la gente con la que trato son unos desgraciados. Maridos que matan a sus mujeres, mujeres que matan a sus maridos, niños que matan a cuchilladas a sus padres, padres que estrellan las cabezas de sus hijos contra paredes ensangrentadas. Tiene que parecerme mal. No puedo permitirme compasión o comprensión. Un sentimiento como ése me mataría.

Ella tardó un poco en contestar. El mar estaba en silencio. Él no tenía compasión alguna, sentimiento alguno. Mataba aleatoriamente, sin o con razón.

—Lo siento por ti —dijo ella.

—Claro. Tú te lo puedes permitir.

Pero a pesar de sus afirmaciones en sentido contrario, estaba cargado de compasión, atormentado por las dudas, y esa compasión y esas dudas lo estaban matando. Quería amarla, quería anular todas sus dudas en una gran confianza, convertir la compasión en algo resuelto y amable. Nadie le había enseñado a hacer eso.

Lindström izó el ancla y puso en marcha el motor. Siguieron adelante. El mar se extendía ante ellos como la muerte. No tenía ningún sentido, no era nada fascinante, pero suscitaba respeto en ellos, sabiendo que podía volverse en su contra en cualquier momento y llevárselos para siempre. Era como la muerte, como cualquier muerte.

Dos horas más tarde habían recorrido el último tramo de la cuadrícula. El banco de Formigas los había vencido, los mandaba de vuelta sin su botín. Lindström paró el motor y echó el ancla.

—Parece que no acertaron el banco —dijo.

Reuben asintió. Tal vez no había sido tan buena idea.

—Podríamos dar otra vuelta. Es fácil pasar algo por alto, estos equipos no son tan estupendos, sabéis.

Reuben sacudió la cabeza.

—En cualquier caso estamos dando palos de ciego. Aunque hubiéramos encontrado el barco, no necesariamente querría decir nada. Creo que hemos estado perdiendo el tiempo. Volvamos a casa.

Lindström pareció convencido, pero después insistió:

—Claro que hay otra posibilidad —dijo—. Tal vez Maniable se equivocó. Pudo medir mal la posición. Es posible que el Hallifax se hundiera en el Grappler.

—¿El qué?

—El banco Grappler. Permítanme que se lo muestre. Bajaron al maloliente camarote de Lindström. En la parte trasera había una mesita con mapas y un gato durmiendo. Encima de todo estaba el mapa de la Oficina Hidrográfica Británica de Jamaica y el banco Pedro, impreso por primera vez en 1866, actualizado hasta 1973. El HMS Vidal había tomado medidas de la profundidad en las inmediaciones de Jamaica entre 1954 y 1957, y el HMS Fawn y el HMS Fox habían hecho lo propio en la zona del banco Pedro en 1970.

Entre Jamaica y el banco de Formigas había un banco de arena menor, el Grappler. Estaba a exactamente cinco millas del extremo suroriental de Formigas. Lindström hizo algunas mediciones rápidas.

—Cinco millas de longitud —dijo—. Dos de anchura. Más profundo que Formigas. Unas catorce brazas. Veinticinco metros. En algunas zonas más. Lo podemos hacer en ocho horas. ¿Qué les parece?

¿Qué les iba a parecer? Habiendo llegado hasta allí, ya puestos, podían llegar hasta el final. Podían estar de regreso en Port-au-Prince el día siguiente por la noche.

* * *

Fue exactamente a las 3.47 de la tarde del día siguiente cuando el magnetómetro se volvió loco. El sonar mostraba manchas irregulares en la zona que acababan de pasar. Lindström detuvo los motores y ordenó a August que echara el ancla ligera.

Reuben ya llevaba el traje de baño. Se echó polvos de talco rápidamente y Angelina le ayudó a meterse en el traje de goma negra. Encima se puso el lastre con el juego de válvulas y el pulpo, y los indicadores de profundidad y presión, y la brújula. Lindström ajustó la botella de aluminio sobre la chaqueta de lastre mientras le ajustaba las pesas y los pies de pato.

—¿Qué, hay algo? —preguntó Reuben.

Lindström se encogió de hombros muy nórdicamente.

—Tal vez.

—¿Se ve algo en el sonar?

Lindström se acercó al instrumento y lo examinó con atención durante medio minuto. Saberlo interpretar era lo más importante. Finalmente apretó los labios.

Jasâ.

Lentamente volvió a la barandilla.

—Tal vez —dijo—. Parecen piedras de lastre. Espéreme.

Reuben escupió en la máscara, la embadurnó, la mojó en el agua y se la puso. Estaba tenso. El corazón le latía con mayor fuerza de la necesaria. Con cierto esfuerzo, controló su respiración. Tenía la botella llena, pero no sentía el menor deseo de desperdiciar aire. Cogió su detector de metales Pulse 6. A su lado, Angelina aseguraba la botella de Lindström.

Era hora. Reuben se puso sobre la plataforma de inmersión instalada en la popa del Fanchette. Angelina se inclinó hacia adelante y lo besó en la mejilla.

—Buena suerte —dijo.

Se puso el tubo de respiración en la boca y probó a aspirar un par de veces. El sistema funcionaba. Sin decir palabra, se tiró de espaldas entre las olas. El mundo desapareció. Se hundió hacia un universo sin viento ni aire ni voces, hacia un silencio terrible, al reino de las aguas.

* * *

Estaba solo en ese mundo silencioso, entre sombras verdes atravesadas por rayos de luz, en una caricia líquida que lo alcanzaba desde todos los lados y lo arrastraba hacia el fondo. Un reguero de burbujas lo unía a la superficie, desapareciendo en lo alto como un collar de perlas. El mar era cálido y lleno de luz. El indicador de profundidad señalaba diecisiete metros, y aún no había llegado al fondo. Los ojos brillantes de los peces lo miraban, sin la menor curiosidad, estúpidos. En algún lugar por encima de él Lindström se tiró al mar. La luz bajaba desde la superficie, vibrando, extrañamente intensificada. A su alrededor, con prisa, con miedo, percibía las sombras de hombres ahogados.

Sin aviso alguno, se encontró nadando entre una vegetación alta, ondulante, llena de peces que se movían a toda velocidad y lo esquivaban. El fondo en aquella zona era irregular y con cierto relieve, subiendo y bajando sin aparente justificación. Al llegar a una cima, el suelo se allanaba. Esparcidas por su superficie, como abalorios de un collar roto había cientos de pequeñas esferas. Lindström tenía razón, habían localizado un tesoro de piedras de lastre. Las corrientes profundas habían jugado a las canicas con ellas hasta que se habían asentado en el suelo marino, adquiriendo capas de corales y algas. Un momento más tarde, el sueco lo adelantó y levantó una, acunándola en una mano mientras hacía un signo de victoria con la otra.

Siguieron nadando. Medio minuto más tarde, Lindström hizo su segundo hallazgo. Debía de ser eso lo que había disparado el magnetómetro; un enorme lío de cadenas oxidadas, al principio apenas distinguibles. Nada parecía real o constante en la rota luz submarina.

Las cadenas estaban soldadas en una masa sólida, o más bien varias masas distintas. Sin embargo, algunas secciones estaban más extendidas y los eslabones corroídos eran inconfundibles. Había grilletes en los extremos, típico de un barco destinado al transporte de esclavos. En alguno, por algún terrible accidente, seguían atrapados lo que parecían los huesos de una mano humana.

Durante los siguientes veinte minutos recorrieron el fondo, cruzándose mutuamente en sus caminos, usando sus detectores de metal para encontrar algo que pudiera identificar el barco. Reuben encontró un astrolabio y algo que tal vez fuera un orinal. Lindström halló una bayoneta larga y oxidada. Había varias otras masas metálicas que tendrían que ser cuidadosamente limpiadas y raspadas antes de que se pudiera saber qué eran. Las metieron en bolsas y se las llevaron colgadas.

Reuben se estaba quedando sin aire cuando lo vio. No estaba nada seguro de qué se trataba en un primer momento. Sólo sabía que era metálico y grande. Con la ayuda de Lindström consiguió desprenderlo de los sedimentos, sacando trozos con su cuchillo de inmersión. Reuben decidió llevárselo para mirarlo con más calma. Tiró de la palanca de su chaqueta BC que se infló en cuestión de segundos, dándole más flotación. Agarrando con fuerza su hallazgo, ascendió entre los rayos de luz. Parecía pesado y no tener prisa por llegar a la superficie.

Casi irreconocible debajo de una capa de moluscos y coral, un estrecho cañón de barco yacía sobre la cubierta. Siguiendo las instrucciones de Lindström, Angelina empezó a trabajar, desprendiendo con cuidado los sedimentos calcificados que lo envolvían. Tardó más de una hora en limpiarlo, pero cuando lo consiguió, resultó un valioso hallazgo. En torno a la boca del cañón el armero había grabado un escudo y dos nombres y una fecha: Hallifax, Liverpool, 1751.