Alcanzaron las aguas centrales del estrecho de Gonâve en un alboroto de sol y remolinos. Las olas se hicieron perceptiblemente más altas, azotando su minúscula embarcación con sorna, como el juguete de un niño. Desde lejos, el agua parecía continua, una extensión ilimitada de cara seda azul con puntadas de oro. Vista de cerca era discontinua y rizada, barrida por insolentes corrientes y fuertes mareas. Una fina capa de aceite, residuo de un carguero que transportaba arenisca, recién llegado de Jéremie brillaba bajo el caliente sol, creando milagrosamente una red de arcos iris a su paso. Cuando Reuben miró atrás, vio una tira negra e inerte, una pista plana y mate sobre aguas inquietas.
Sobre los lados de la embarcación apenas se distinguía el nombre de Fanchette. Pintura vieja, letras viejas, un viejo romance. Ni siquiera el actual dueño sabía quién había sido Fanchette. Era un fueraborda Bertram de cuarenta pies de eslora que había visto mejores tiempos. La proa de madera estaba parcheada, las cubiertas habían perdido el barniz, los ojos de buey estaban sucios. Sólo alguien experimentado sería capaz de adivinar que aquel barco era, en realidad, mucho más resistente que la mayoría de las embarcaciones de placer de reluciente fibra de vidrio que pasan los fines de semana frente a las costas de Florida.
El patrón del Fanchette era Sven Lindström, un sueco de cincuenta años que había llegado a Port-au-Prince para pasar dos semanas en 1969 y llevaba allí desde entonces. Se había acostumbrado al mar y al sol, al ron barato y a la gente que no entraba en un estado depresivo irreversible seis meses al año. Cada Navidad juraba que sería la última que pasaría en Haití, que volvería junto a su mujer y sus hijos en Norrköping, que celebraría el próximo jul con ellos, y pasaría a su lado los largos días oscuros que siguen a la Navidad. Si podía decirse que Lindström tenía alguna particularidad que lo distinguía del resto de los hombres, era que seguía creyendo que aún lo estarían esperando.
A medida que la industria haitiana del turismo había entrado en declive, también lo había hecho Lindström. Durante años y años se había ganado razonablemente bien la vida con los norteamericanos ricos y los escandinavos hambrientos de sol que iban a pescar y bucear frente a las famosas costas de Hispaniola. Ahora pescaba básicamente para él, y lo que no podía vender se lo comía o se lo daba a Sam, el gato del barco. Sam era un gato a medio camino de la inanición, tuerto, con parásitos, mala uva y uñas muy afiladas. Tenía unos doscientos años, se mareaba con frecuencia y estaba predispuesto a violentas diarreas si bebía leche, cosa que no sucedía con frecuencia. Lindström lo había recibido como regalo diez años antes de un turista norteamericano llamado Samuel Harris Latimer III, que había encontrado al gato rebuscando entre la basura del muelle de Les Cayes.
Sam no era lo único que habían encontrado rebuscando en la basura. Dos años antes, Lindström había recogido a un chiquillo, un huérfano que había descubierto durmiendo en la barca de remos una mañana. El chiquillo no sabía su edad exacta, ni su nombre, ni de dónde era. Lindström le había puesto el nombre de August (sin «e») en honor a Strindberg (Strinberri era como lo pronunciaba él, enfatizando) y lo había convertido en su grumete. August tenía doce o trece años, analfabeto, inlavable, duro de pelar, y totalmente fiel a Lindström. El hombre y el chico gozaban de una curiosa simbiosis, una profunda simpatía entre extraviados.
Angelina conocía al sueco de los viejos tiempos, antes de que aparecieran Sam o August, e hizo todos sus planes contando con que aún viviera. Si alguien era capaz de encontrar los restos del Hallifax, él era esa persona.
El problema es que no quedaría gran cosa. En Suecia podían sacar los barcos del fondo del mar después de siglos casi intactos, casi en condiciones de navegar, pero allí unos gusanos llamados teredos podían carcomer un barco en cinco años y destruirlo en veinte. Las cálidas aguas del sur no eran benévolas con la madera. Los tablones se pudren, incluso los mejores barcos se caen a trozos, las mareas y las corrientes dispersan los pecios por todo el fondo marino. Tendrían suerte si encontraban un clavo. Reuben había aprendido a bucear en los tres veranos que había pasado en Eliat junto al mar Rojo, de los catorce a los dieciséis años. Desde entonces sólo había vuelto a bucear unas pocas veces, siempre en aguas seguras.
Aún recordaba su primera salida al mar en Eliat, mirando las olas cobrizas frente a Aquaba, blanca y temblorosa en la costa de Jordania. Tan cercana, tan distante. Una vez se hubo sumergido, la geografía y la historia se habían borrado: el coral rosado crecía en todas direcciones, los peces nadaban atravesando las fronteras invisibles entre los estados. Desde entonces había sentido temor del mar abierto, miedo a que se ahogaría y se disolvería en olas de algo que era a la vez más y menos que agua.
La muerte de Devorah había introducido un nuevo y brusco elemento en su temor a las profundidades. La idea de lo que lo esperaba le daba escalofríos. Los ahogados no descansan en paz. Maniable lo sabía; ahora Reuben también.
Llevaban un compresor para llenar las botellas, pero Lindström había insistido en que también llevaran botellas de repuesto: el compresor se le había estropeado alguna vez en plena expedición, obligándole a volver al puerto. Con sólo dos buceadores, uno de los cuales tenía poca experiencia, habría un límite estricto en el tiempo que podrían pasar bajo el agua, sobre todo si tenían que bajar a una profundidad considerable.
Pero primero tenían que encontrar un barco o unos pecios. Lindström no disponía de los aparatos más sofisticados, pero había logrado que le prestaran un magnetómetro. Se lo había dejado un amigo que de vez en cuando buscaba pecios con la esperanza de que en alguno hubiera algo más que moluscos y corales. Hacía mucho tiempo los piratas y los galeones cargados de tesoros habían navegado en esas aguas. Se podía encontrar una fortuna en monedas antiguas si se sabía dónde buscar.
Ya habían pasado la Île de Gonave, con el mar abierto a estribor y la costa acolchada de la larga península meridional a babor, su dorso verde puntuado por la luz intermitente de la isla Grande Cayemite. Más allá de la luz se distinguían los picos de las montañas de La Hotte, azul oscuro sobre el cielo claro. Algunos cúmulos blancos estaban apilados como sueños sobre la tierra.
August llenaba en la bodega las botellas de aire. Angelina estaba en la proa. Sam encaramado sobre los camarotes, se lavaba las patas y soñaba con peces de colores en lagunas llenas de coral. Lindström estaba al timón, Reuben a su lado, vigilando el radar.
Si mantenían la velocidad de quince nudos, tardarían unas quince horas en llegar al banco de Formigas, a más de doscientas millas. Maniable había sido preciso al indicar el lugar donde había sido hundido el Hallifax, pero Lindström les advirtió que no se fiaran demasiado de sus cifras.
—Hay que tener en cuenta los instrumentos de navegación. Ahora es fácil; hay señales horarias por radio, tenemos Loran, tenemos los Vecta RDF. ¿Fácil, no? Entonces era un desastre. Cuadrantes, líneas de referencia, telescopio de medio minuto, se equivocaban mucho. Podría estar a un minuto, a diez minutos, incluso más. Jag vet inte. Y también hay que pensar en el tiempo.
—¿El qué?
—El tiempo. Las tormentas, los vientos, el jodido huracán del que habla Maniable. Las mareas, las corrientes. Siempre se está moviendo, siempre va a lo loco. Por Formigas siempre hay arbolada, viento fuerte. Una tormenta grande puede mover un barco hundido media milla. ¿Cuántas tormentas hay por aquí? Mucha galerna. Un huracán una o dos veces al año. Doscientos años, podría estar en cualquier sitio, a estas alturas. Quizá ya no esté cerca de la costa, quizá ha caído al abismo, donde nunca lo encontraremos.
—Lo que quiere decir es que cree que perdemos el tiempo.
Lindström echó hacia atrás la gorra y se rascó la cabeza. Estaba curtido y moreno, como un príncipe de la edad de hierro encontrado en el fondo de una marisma escandinava. Su cabello rubio era ahora blanco por la acción del sol durante muchos años.
—Neeej, no digo eso. De perder, nada. Pero puede que lleve tiempo. Aunque tardemos, a mí no me importa. Usted tiene dinero. Llegaremos a ser grandes amigos en nuestra vejez.
Reuben suspiró y miró el mar. Quizá no fue tan buena idea contratar a Lindström. El sueco no tenía otra cosa mejor que hacer que pasarse el día navegando al sol mientras simulaba buscar unos pecios que tal vez ni estuvieran allí. A este paso podría comprar clairin y pollo frito durante meses. Podría alimentar a Sam con langostas. Lo peor era que no tenían años para buscar. Ni meses. Ni semanas.
Angelina estaba de pie en la proa, mirando el mar. Las brillantes aguas la fascinaban, el sol caía sobre ellas dorando una inmensidad de oscuridades ribeteadas de verde.
—Deben tener en cuenta los instrumentos de navegación —dijo Reuben, con un fuerte acento, parodiando a Lindström. Como el cocinero sueco de los Teleñecos.
Angelina rió y se dio la vuelta.
—¿Instrumentos de navegación?
—Y el tiempo. Tempestades, huracanes. —Seguía con acento sueco.
Ella sonrió, volvió la mirada al mar.
—El criollo no lo habla mucho mejor —dijo.
—¿Podemos confiar en él? Podría hacer su agosto, llevándonos de paseo por aquí durante los próximos seis meses.
—No estamos tan desvalidos —dijo ella—. Podemos comprobar sus datos. Sé usar un magnetómetro. Mi hermano me llevaba en su barco. Cuando tenía unos quince años.
—¿Max?
Ella asintió.
—Nunca encontramos nada; quiero decir, no encontramos barcos hundidos. Pero sí algunas cosillas. Un cañón, un ancla, trozos de cadena. El mar por aquí está lleno de objetos, si sabes dónde buscar.
—Pero no un tesoro sumergido.
—También. Nosotros no lo encontramos, pero están ahí, en cantidad. Galeones españoles, piratas ingleses, comerciantes de esclavos franceses que volvían con su botín de las colonias. Ya lo creo que se puede encontrar.
—Pero no estamos buscando un tesoro, ¿verdad?
Ella sacudió lentamente la cabeza.
La miró, incapaz de relacionar esta tranquilidad con la posesión de anteanoche.
Como si le hubiera leído el pensamiento, ella se volvió a medias. Su mirada era triste.
—Sigue pareciéndote mal, ¿no? —dijo ella—. Lo que viste en Bois Moustique.
—Yo… no sé. La mayor parte de las cosas no las entendí. —Te fuiste cuando yo bailaba. Me lo dijeron después.
—Macandal…
—No tuvo nada que ver. Sigue pareciéndote mal. Me consideras una adicta, una zorra y Dios sabe qué más.
—Me pareció…
—Te pareció una orgía, ¿no? Creías que nos pondríamos a follar, poseídos por una especie de frenesí de la jungla, despojados de nuestras inhibiciones.
—Había oído decir que…
—Te habían contado sobre el vudú, sobre el sacrificio de la cabra de dos patas, cuerpos negros retozando presas de la lujuria. —Se detuvo y miró las olas largas estrellarse contra la proa—. Estupideces.
—Angelina, estás tergiversando mis palabras.
—¿Y entonces? ¿Qué te pareció? No quisiste quedarte, ¿no?
—Estabas… tú y Mama Vijina estabais… estabais como una pareja haciendo el amor.
—Te excitó. ¿Fue eso lo que pasó? ¿Habrías preferido ser tú quien estuviera allí en el suelo conmigo? Escucha, Reuben, tienes mucho que aprender. Eso no era una orgía, era una ceremonia religiosa. Si alguien se desmadra, si alguien se pasa, intenta desnudarse, o lo que sea… si hace eso el laplace lo saca del péristyle hasta que se calma. Los dioses hacen cosas raras. Se apoderan de nuestros cuerpos, cogen prestadas nuestras emociones, nos montan como si fuéramos caballos. A veces se pone muy oscuro allí dentro, a veces toda tu vida se pone muy oscura, y entonces los loa vienen y te iluminan, brillas, hay estrellas y soles y relámpagos que te recorren el cuerpo. No lo puedo explicar, sólo puedo decirte qué siento.
Se detuvo. El mar se movía a sus pies, horrorizado ante su propia energía.
—A veces hay ira, a veces alegría, a veces tienes la sensación de que querrías pasearte con un cigarro y reírte de la gente en sus narices. Ése es Sin Jak. Y a veces es lujuria. No hay nada malo en eso, es como se siente la gente a veces cuando son honestos. No pasa nada, hay una moralidad que lo impide. Sólo que… En el baile van aflorando sentimientos, cosas que normalmente entierras. No tiene que parecerte bien, no te pido que des tu aprobación. Pero querría que fuéramos amigos, que confiaras en mí.
El barco subía y bajaba con fuerza, el mar los rodeaba, la costa se alejaba, estaban rodeados de agua. Reuben se asomó por la borda. Sería fácil desaparecer allí, caer por la borda a las olas, dejar que el mar lo solucionara todo.
—Me educaron para evitar todo eso —dijo Angelina—. Éramos civilizados, franceses, casi blancos, había más Francia que África en nuestras venas. A los quince años estaba sentada en una habitación estrecha decorada con lirios blancos leyendo Huysmans, Rimbaud y Gérard de Nerval. ¿Te imaginas lo pretencioso que podía llegar a ser todo eso? En los pálidos atardeceres de verano, cuando el sol se acercaba al mar y los barcos estaba dispersos por la bahía como fantasías, yo, en mi balcón, recitaba poesías hasta que la oscuridad me hacía callar. Je suis le ténébreux —le veuf— l’inconsolé, le prince d’Aquitaine à la tour abolie…
Ella calló y miró cómo el agua se convertía en gotitas.
—Era una niña pretenciosa, mimada —susurró—. Sin lujuria. Tenía una oscuridad dentro de mí, una oscuridad feroz.
—¿Y qué pasó entonces?
—Aprendí a bailar. Fui una vez con Max a mirar a nuestros vecinos salvajes, para sentirnos superiores, para sentir el poder de mi oscuridad sobre su luz. Pero perdí. Me perdí y me convertí en una marioneta de los mystéres. La lujuria llegó más tarde.
—¿Con Richard?
La miró rápidamente y después apartó la mirada de nuevo.
—Ah, sí —susurró—. Richard.
Pronunciaba su nombre como si fuera francés, en un tono de mofa, un tono irritante.
—Richard vino y me tocó. —Dudó un momento—. Pero no sentí lujuria. Me tocó aquí… —Con la mano se rozó con ternura los pechos—. Y aquí… —Las manos pasaron con ligereza entre sus piernas. Tenía lágrimas en las mejillas. ¿O sería la humedad del mar?—. Pero no sentí la menor lujuria. No tenéis lujuria, vuestra civilización la ha abolido. Incluso mi padre, él también la había abolido.
—¿Tu padre?
—¿No lo sabes? ¿No te lo he contado? —Lo estaba provocando. Ella sabía que no se lo había contado—. Mi padre me tocó mucho antes de que lo hiciera Rick, él fue el primero, el predecesor. Pero no hubo lujuria, ni fuego. Tenía las manos frías, era un viejo, hasta en eso era civilizado.
Reuben la oyó, vio cómo sus manos se movían, vio las gotas del agua de mar sobre sus mejillas, en sus ojos, pero en su ignorancia, en su judaísmo, en su preocupación por lo que está bien, en su sueño de un miedo diferente, más expresable, menos privado, desde su oscuridad sin lujuria, no la creyó. Con Devorah nunca había sido así.
Una voz sonó a sus espaldas.
—¡Le toca mostrarnos lo que sabe hacer con el timón, profesor!
Y Angelina se dio la vuelta y se limpió los ojos y su atolondramiento la hizo sonreír.