La pistola no estaba. Reuben lo comprobó en cuanto llegó, abriendo el cajón en el que la había tirado la noche anterior. Se preguntó si esperarían hasta la tarde, o si Max mandaría algunos de sus chicos para detenerlo en seguida.
Angelina y los demás seguían sin aparecer. No había teléfono en el houngfor, por supuesto, y no había manera de ponerse en contacto con ella como no fuera con el coche hasta allí.
Miró por la ventana del dormitorio. Había alguien fuera, en el portal de enfrente, vigilando la casa. Tenía que pensar algo rápido. ¿Quién había matado a Macandal? ¿Lo habían hecho para incriminarlo, o había sido una casualidad desafortunada, un mero truco del destino? El asesino no era un ladrón, por supuesto, o se habría llevado la pistola. ¿Sería que Reuben lo había interrumpido cuando lo intentaba? Era posible, pero el instinto de Reuben le decía que era sumamente improbable.
En el minuto o dos que habían transcurrido entre contactar con él y que Reuben saliera, alguien había atacado al haitiano y lo había degollado. Eso parecía indicar que alguien no quería que Macandal y Reuben se encontraran, que hablaran. Lo cual indicaba a su vez, que Macandal había descubierto algo, o alguien.
Reuben bajó y pidió a Dieudonne que le preparara algo para comer. Se preguntó si habrían vuelto los Hooper. Alguien había contado a Bellegarde lo de la pistola, no podía haberlo adivinado sólo por el esparadrapo, que podría haber tenido fijada cualquier cosa. Reuben estaba seguro que Hooper había visto la pistola. Hooper necesitaba ponerse a buenas con alguien poderoso, lo necesitaba con urgencia. ¿Tanta urgencia como para vender a un compatriota? Seguramente. La ley y el orden tenían prioridad para Hooper. Entregar un probable criminal no produciría especial mala conciencia a un hombre como Hooper.
Dieudonne le llevó un plato de plátanos verdes fritos con dos huevos y café. Se lo comió de prisa, sin especial placer. Sí, pensó, visitaría a Hooper, intentaría hablar con él, quizá incluso decirle algo sobre eso de trabajar para el gobierno, apelar a su famoso sentido de la lealtad.
Salió a pie, intentando recordar el camino recorrido con Locadi. Andando solo se sentía al descubierto. Sabía que lo seguían, pero eso no tenía remedio. Los niños lo abordaban, pequeños descalzos intentado venderle cosas que no quería u ofreciéndose como guías. Sus hermanos mayores le ofrecían mujeres, drogas, niños. Se preguntaba por qué una cara blanca suscitaba en algunas mentes ideas de vicio. La respuesta era fácil, por supuesto. Los blancos tenían dinero, y sin dinero efectivo el vicio no prospera.
Giró por una esquina y vio la tienda a media manzana de distancia. Algo pasaba; había gente reunida en frente, había trozos de muebles en la calle. Quizá era que el negocio ya funcionaba a pleno rendimiento.
Jean Hooper se hallaba fuera con un grupo de haitianos y el iraní, Amirzadeh. La tienda estaba como si hubiera estallado una bomba. Las ventanas estaban rotas, los libros dispersos y los armarios y otros muebles habían sido arrancados y tirados a la calle.
Jean se dio la vuelta al acercarse Reuben. Sus ojos estaban rojos e hinchados. Iba cubierta de polvo. Una de las mangas de su vestido de Holly Hobby estaba desgarrada. Miró a Reuben unos momentos y entonces se dio la vuelta y volvió al trabajo.
Doug Hooper salió de la tienda.
—Pasó anoche, durante nuestra ausencia —dijo—. Volvimos tarde, hubo problemas en el sitio del vudú. Estaba así cuando llegamos. Es cosa de Valris, por supuesto. Recuerde lo que me dijo.
—¿Le va a pagar?
—No tengo con qué.
—Quizá aceptaría otro tipo de trato.
—¿De qué tipo?
—No lo sé. Intente algo.
Hooper miró a su alrededor. Se agachó y recogió un manojo de folletos. En las cubiertas había caras sonrientes, gente de muchas razas unidos por la causa de la paz mundial. Alguien los había pisoteado, aplastando las caras con su talón.
—Quizá lo haré —dijo Hooper.
—No tiene ningún sentido abrir esto hasta que lo haya hecho.
—No. Supongo que no. Pero primero rezaremos. Se sorprendería de cómo se disipan las dificultades cuando se reza.
Reuben se volvió para irse. Entonces se acordó del motivo de su visita.
—Habló de problemas en Bois Moustique. ¿Qué tipo de problemas?
—¿Bois Moustique? Ah, se refiere al templo vudú. Parece ser que se cargaron a un tipo anoche. Da miedo. Se leen tantas cosas sobre el vudú y los asesinatos rituales, y van y degüellan a uno. Lo encontraron en los matojos esta mañana. Pasamos la noche allí. No nos podíamos ir. Parece que nos tendremos que comprar un coche. En todo caso, la policía fue allí, interrogó a casi todo el mundo. Por supuesto, nadie había visto nada. Se llevaron a su amiga, la sacerdotisa, detenida. Sin embargo, la señora Hammel está bien. Se quedó para resolverlo todo, pero dijo que volvería pronto.
—¿Les dijo algo sobre mí, sobre nuestra conversación?
Hooper parecía desconcertado.
—¿No me irá a decir que tuvo algo que ver con ello?
—No. Pero alguien dijo a la policía que yo tenía una pistola. Creo que usted me vio con una pistola anoche. Tal vez fue usted quien se lo mencionó.
—Tal vez sí. Lo siento si le he causado problemas. Tenía que decirles lo que había visto. Le vi salir, y después regresar con una pistola.
—¿Les dijo algo más?
Hooper sacudió la cabeza con vehemencia.
—Escuche, Hooper, yo he venido a trabajar aquí a Haití, trabajo que no tiene nada que ver con usted. No quiero que usted meta las narices en ello. Si le sirve para que esté más tranquilo, le diré que no es nada ilegal. —Señaló la tienda, el escaparate roto, con la barbilla—. Eso quizá le servirá de lección. Aquí uno no se puede fiar de nadie que no conozca. Y quizá de ésos tampoco. Quédese con lo que conoce. Venda libros, consiga adeptos, pero déjeme seguir adelante con lo que vine a hacer. ¿Comprende?
Hooper asintió. Estaba sonrojado, medio avergonzado, medio enfadado. Reuben sospechaba que tenía mala uva. Mejor dicho, lo sabía, lo había visto en el aeropuerto. Se preguntó qué haría Hooper acerca del asalto de la tienda. ¿Rezar? ¿Enfrentarse a Valris?
—Tengo que irme —dijo Reuben—. Si hay algo que pueda hacer, lo haré, pero no puedo prometerle nada. —Vaciló—. Creo que no debe descartar la posibilidad de irse.
Hooper no dijo nada. Reuben dio la mano a Amirzadeh y conversó brevemente con Jean Hooper. Ella parecía preocupada. Como si supiera algo que nadie más sabía. Reuben se dio la vuelta y se alejó. Sonó un crujido al aplastar con el talón un trozo de cristal roto, un fragmento del sueño roto de los Hooper. Recordó las brillantes escamas de fotos sobre el suelo de su cocina, recuerdos hechos confetti, sueños hechos basura. Volvió la cabeza y vio el grupito de personas arremolinándose entorno a la tienda. Doug Hooper lo miraba alejarse. Parecía un hombre metido en un sueño que ve como todo se desintegra a su alrededor pero descubre, con horror, que no puede despertar.
Reuben comprendía a la perfección su estado de ánimo.