En la oscuridad empieza la noche. El aire se había espesado con el sonido de los tambores. Estaban llamando a la noche, incitándola a imponerse. Los que temían la oscuridad atrancaban puertas y ventanas. Otros miraban y escuchaban, recordando.
La noche era cálida, pero Reuben tiritó al entrar en el coche, un pequeño Peugeot que había alquilado esa mañana. Angelina ocupó el asiento del conductor, mientras que cuatro amigos de Mama Vijina lograron meterse, increíblemente, en el asiento trasero.
Condujeron por calles asombradas, feas, pasando frente a edificios amontonados, silencios, temores, mendigos en portales, banderas harapientas, persianas que hacían guiños momentáneos y volvían a cerrarse con estruendo cuando pasaban. Angelina se dirigió hacia la rue du Quai, y después hacia el norte, hacia el aeropuerto. Pasaron la terminal de ferrocarril a la izquierda y después el aeródromo Bowen a la derecha, y se dirigieron hacia la llanura. La ciudad parpadeaba, tartamudeaba y finalmente se desvaneció por completo. La oscuridad se apoderó de ellos. Nadie habló. Ya eran medio divinos.
La carretera avanzó entre filas de mangos, con frutos maduros colgando de largas ramas verdes. Pronto los árboles fueron sustituidos por oscuros campos de caña de azúcar, quietos y silenciosos en la noche inmóvil. Aquí y allí aparecía alguna casa en la luz de los faros, encaladas como tumbas, encorvadas bajo la sombra de palmeras gigantes.
Una carretera secundaria los llevó hasta el péristyle, el edificio central en el que se desarrollarían la mayor parte de las actividades de la noche. Ya había mucha gente reunida. Algunos habían llegado a pie, otros en camionette, varios en bicicleta, algunos en coche. Los bancos estaban repletos de hombres, mujeres y niños vestidos con su mejor ropa y comportándose más como si estuvieran en un picnic que en un acto religioso. Algunos fumaban, otros bebían botellas de kola-champagne, algunos sorbían clairin.
En el centro del péristyle se erigía una vara, un tronco de árbol sin ramas puesto derecho sobre una base circular de cemento. Era por este árbol por donde bajarían los loa, entrando en el mundo inferior del reino de los espíritus. La base había sido decorada con pinturas de colorines: una bandera haitiana, una cabra negra, una serpiente, varios crucifijos, una calavera humana. Encima había velas en candelabros de hierro, varias botellas de ron y diversas ofrendas.
Los Hooper estaban allí, junto a la puerta que llevaba a la bagui, el santuario interior. Locadi los había invitado y habían llegado antes en una camionette con Mama Vijina. Parecían incómodos y fuera de lugar, sobre todo porque estaban haciendo tanto esfuerzo por parecer naturales y ser tan encantadores con todo el mundo. La mejilla de Doug ya no estaba vendada, pero tenía cinco centímetros marcados por una línea de puntos de sutura negros, rodeada por la piel amarilla y morada por los hematomas. Jean se había puesto su mejor vestido, pero junto a los colores encendidos que llevaban las mujeres a su alrededor resultaba apagado y poca cosa. Doug vio a Reuben y a Angelina cuando entraron, les sonrió y saludó como si lo aliviara ver otra cara blanca.
Encontraron dónde sentarse junto a la entrada. Angelina estaba diferente esa noche, su cabello, su piel, sus ojos habían cambiado. Llevaba un foulard rojo brillante y un vestido que hacía juego. A la luz de las antorchas plantadas alrededor del péristyle parecía estallar en llamas. Los hombres se fijaban en ella, algunos echándole miradas nada equívocas. Varias mujeres sonrieron al verla y algunas se acercaron a besarla y abrazarla, recordándole cuándo se habían visto por última vez. Reuben se sentía excluido. Recorrió el péristyle con la mirada, preguntándose cuál de los participantes sería Macandal. Quizá aún no había llegado.
Empezó a sonar un tambor profundo, el ségond, buscando un ritmo, corriendo, atrapándolo, deteniéndose para respirar, volviendo a empezar. Y entonces, maniobrando alrededor del otro, los adornos staccato del kata, agudos y nerviosos. Y finalmente la palpitación profunda del tambor más grande, como un temblor que surgiera de un profundo agujero. La gente se removía en los asientos, esperando el inicio de la ceremonia, pero nadie se levantó ni puso cara de devoción. Alguien rió, una pareja se peleaba, un niño lloró. La gente seguía yendo y viniendo, algunos con platos de grillot caliente y kola templada que habían comprado en un chiringuito de fuera.
De repente, los tambores se detuvieron. Una puerta al fondo del péristyle se abrió de par en par y apareció Mama Vijina, acompañada por media docena de hounsis que llevaban banderas y un hombre vestido de blanco con un pañuelo rojo atado al cuello.
Mama Vijina se acercó al poteau-mitan y empezó a escanciar libaciones de ron y otros licores alrededor de su base. Reuben sintió como un escalofrío de extrañeza le subía por la espalda. Aquélla no era la mujer afable y sencilla en cuya casa había pasado los últimos dos días. Sus facciones, su porte, su estatura, todo había cambiado. Estaba en la estancia como la noche, la música, la oscuridad, las antorchas encendidas; todos los ojos estaban fijos en ella, ella los atraía y los capturaba, dispuesta a soltarlos cuando se convirtiera en el potro de los dioses.
Las hounsis formaron un semicírculo y empezaron a cantar, dando palmadas siguiendo el ritmo:
Legba! soleil te lève, Legba,
Ouvri barrié pou mon, Legba
Ouvri barrié pou toute moune you
Mait’passé toute moune moin Bondye.
Cuando hubo acabado con sus libaciones, Mama Vijina empezó a saludar a sus invitados. A los que conocía bien los tomaba de la mano, sacándolos al centro antes de hacerlos girar haciendo una pirueta como señal de honor. A los Hooper no les hizo ningún caso.
Se fue acercando a Reuben y Angelina, ya no era una mujer grande y gorda, sino una sacerdotisa, partícipe de los misterios. A Reuben se limitó a hacerle un gesto con la cabeza, como reconocimiento de que estaba allí y era su invitado; pero a Angelina la cogió de la mano y le dio tres vueltas sobre el suelo polvoriento, con los ojos fijos en los de Angelina, asintiendo una y otra vez con la cabeza, ya fuera como aprobación o para darle ánimos. Angelina parecía sobrecogida y se sentó algo desconcertada. Reuben notó que la gente la miraba.
La ceremonia se hizo la noche a su medida. Mama Vijina se puso de pie junto al poteau-mitan, marcando el ritmo para los zepaules, la primera danza, purificando el aire, purificando el cuerpo de los presentes para la inminente teofanía. Por todo el péristyle, la gente daba palmadas y golpeaba con los pies en el suelo. Los tambores cogieron fuerza, subiendo, bajando, hablando en voz alta. Mama Vijina empezó a cantar, una canción para Erzulie, una canción para Sin Jak Majé, una canción para Damballah-wèdo, haciéndolos bajar, atrayéndolos. Los tambores se mezclaron con la multitud, arrancando velos finos y gruesos de caras y ojos, revelando las otras caras y ojos que había debajo.
Los dioses entraban en ella de uno en uno. Ella conocía sus personalidades, sus preferencias, sus voces y sus gestos. Las hounsis fueron sacando la indumentaria y los complementos para cada uno de ellos: la espada de Sin Jak, su ron y agua de Florida; el sombrero de Gédé y sus gafas oscuras; el velo azul con borde dorado de Erzulie. Y se los ponía y bailaba, poseída, en trance. Y a medida que miraba, Reuben comprendió lo que había visto el primer día, cuando le habían desconcertado las contradicciones que había visto en la cara de Mama Vijina. A su lado, las hounsis empezaron a temblar, a medida que los loa se apoderaban de ellas, retorciéndose, sacudiéndose, desplomándose.
Y ahora el estado de ánimo estaba cambiando y los dioses se estaban desplazando hacia la periferia de la multitud. Reuben miró alrededor y vio cómo una mujer cerca de él empezó a temblar y se puso en pie, balanceándose. Saludó a Mama Vijina, que la hizo girar tres veces, y entonces continuó bailando. Una hounsi sacó una gallina viva de algún sitio y empezó a bailar, con la gallina cogida por las patas, haciéndola girar por encima de su cabeza, con las alas batiendo frenéticamente, la cabeza retorciéndose de un lado a otro en un inútil esfuerzo por alcanzar la libertad. Las plumas se iban desprendiendo y caían al suelo, la hounsi subía y bajaba, los esfuerzos de la gallina eran cada vez más débiles. Y de repente cogió su cabeza con la mano y la retorció, arrancándola, esparciendo sangre por su traje blanco. Las alas se contraían espasmódicamente, las plumas caían como nieve, la niña bailaba. Era Locadi.
Alguien tocó a Reuben en el hombro, y entonces una voz le susurró al oído «Sígame». Se dio la vuelta justo a tiempo para ver a un hombre que se alejaba, alguien vestido con una camiseta blanca y unos téjanos. La camiseta tenía un eslogan en letras negras: «Yo corrí la carrera mundial». Reuben se volvió hacia Angelina para avisarla de que tenía que irse, pero no contestaba. Tenía los ojos vidriosos y respiraba muy hondo, entrando cada vez más profundamente en trance.
—¿Estás bien, Angelina?
Reuben se le acercó, preocupado. Le cogió las manos, intentando llamarle la atención. Una mujer sentada junto a Angelina puso mala cara y le apartó las manos, indicando con la cabeza que no debía hacer eso.
Por todo el péristyle hombres y mujeres estaban entrando en diversos niveles de trance, algunos sentados, otros poniéndose de pie y bailando o haciendo el papel de la divinidad que los poseía. Reuben pensó que a Angelina no le podía pasar nada malo. Aquella gente sabía qué hacer. Y él tenía una misión que cumplir.
El hombre de la camiseta había desaparecido. Reuben se puso en pie y se alejó en la misma dirección, hacia la entrada. No había nadie con camiseta cerca de la puerta. Salió fuera. Le llevó medio minuto hasta que los ojos se acostumbraron a la oscuridad. No veía a nadie. A sus espaldas, el sonido de los tambores y los cantos parecía súbitamente remoto. Podía oír el croar de las ranas. En lo alto, las estrellas punteaban el cielo negro, más estrellas de las que nunca había visto.
Se alejó del péristyle. En la oscuridad sólo lograba distinguir sombras, árboles y matojos, médiciniers, mapous y sabliers puntiagudos.
Hubo un ruido en los matojos a su izquierda, y entonces una sombra que se alejaba a toda velocidad, un hombre que corría. Reuben gritó, pero el hombre había desaparecido. Pensó en seguirlo, pero sabía que sería una pérdida de tiempo en la oscuridad. Se apresuró a llegar a los matojos.
Apenas visible bajo la luz de las estrellas, algo blanco yacía en el suelo. Reuben fue corriendo y se arrodilló. El hombre de la camiseta y los téjanos estaba allí, en el suelo, moviéndose espasmódicamente. Hubo un ruido como de un globo que se desinfla, un burbujeo agudo. Y entonces nada. Las extremidades se agitaron por última vez y no volvieron a moverse. Reuben intentó ver la cara del hombre. Su cabeza estaba enmarcada en un charco cada vez mayor de sangre. Alguien le había abierto el cuello con una fina hoja. La sangre relucía a la luz de las estrellas. En algún sitio los tambores sonaban.