CAPÍTULO CINCUENTA

Macandal dio señales de vida el sábado por la mañana, no en persona, sino a través de un intermediario. Utilizó un niño, un chico que fue con las botellas de orgeat que Mama Vijina había encargado en una tienda de la rué Borgella. Esa noche habría encuentro voudoun, en el houngfor de Vijina en las afueras de la ciudad. El orgeat, dulce y pegajoso, junto con cuencos de harina y huevos, sería parte de una ofrenda a Damballah. Con las botellas llegó un mensaje dirigido a Reuben como el profesor Phelps, pidiéndole que se encontrara con Macandal esa noche en el houngfor. El mensaje no hacía referencia a una pistola, aunque sí insinuaba que Macandal tendría algo que Reuben encontraría útil.

—¿Estoy invitado? —preguntó Reuben a Angelina.

Estaban sentados solos en la orilla, mirando cómo descargaban pequeños barcos: café de Jacmel, vétiver de Ducis, sisal y goma de St. Marc. Unos hombres llevaban grandes sacos del embarcadero a carros que esperaban. Sudaban, sonriendo o poniendo mala cara bajo su pesada carga. Había mucho trabajo que hacer. Aunque nadie se estaba haciendo rico.

—¿Al houngfor? Pues claro. Eres un antropólogo, un estudioso del voudoun, es natural que vayas.

—No sabré qué hacer. Estaré fuera de lugar.

Angelina sonrió y sacudió la cabeza. La brisa del mar le alcanzó el cabello y lo levantó con suavidad. A sus espaldas, la ciudad estaba algo apagada por una neblina de aire contaminado. Los estibadores gritaban, tirando a tierra pesados sacos y cajas.

—No te preocupes —dijo ella—. Estaré contigo. No hay que guardar las formas. No tienes que hacer nada, sólo mirar. Eso sabes hacerlo, ¿no?

—¿Y tú? ¿Vas a mirar, o a tomar parte?

Ella se encogió de hombros.

—Eso depende.

—¿Depende de qué? —Una gaviota pasó a toda velocidad, blanca y burlona.

—De los loa. No se los puede obligar a venir. Se los puede invitar, se los puede provocar, incluso se los puede sobornar; pero en definitiva vienen cuándo y cómo les parece.

—El hombre de Max, ¿se tomará la molestia de seguirnos hasta allí?

Se refería al hombre de las gafas de sol que los había seguido desde casa de Mama Vijina hasta el muelle y que aún los vigilaba, parcialmente oculto detrás de una grúa.

—Claro —contestó ella—. No son tan estúpidos. No desprecies a Max ni a la gente que trabaja con él. No es que no sepan, es que quieren que los veas. Esta noche, ten cuidado cuando te encuentres con ese Macandal. Es un buen sitio para reunirse, pero no creas que no te van a estar vigilando.

Reuben miró hacia el mar, más allá de la contaminación del puerto hacia la sencillez del horizonte azul. Hacía más de doscientos años algo vino del otro lado del océano, algo por lo que los hombres aún estaban dispuestos a matar. Ahora los barcos llegaban con otro tipo de cargamento: blanco y blando, pero igual de mortífero.

—Volvamos —dijo él—. Aquí tengo la sensación de estar de vacaciones. Hemos venido a trabajar: quiero echar una buena ojeada a las notas de Rick.

Angelina se puso de pie. Miró a su alrededor y vio lo mismo que veía Reuben: una ciudad contaminada al borde de un mar azul, miseria al pie de montañas altísimas, corrupción en el paraíso. Pero eso era sólo la superficie. Si tenía tiempo, apartaría las tapas y le enseñaría lo que había debajo. Empezaría aquella misma noche.

* * *

Pasaron la tarde en el minúsculo salón de Mama Vijina en la parte delantera de la casa, leyendo la libreta de Rick. Era un grueso volumen de más de trescientas páginas. Rick había tomado notas minuciosas de todas sus investigaciones, con referencias, detalles bibliográficos y los textos de fragmentos especialmente importantes. Por todo el libro había pegado y grapado recortes de prensa, fotocopias y cartas. Era exhaustivo y era dinamita. Cuanto más leía, mejor entendía Reuben el empeño de la Orden por apoderarse de él. La libreta contenía nombres, señas, puestos, detalles de actos criminales cometidos por miembros de la Orden, suposiciones acerca de su grado de influencia en la sociedad norteamericana. Si sólo la mitad de lo que Rick había descubierto era verdad, Sally y sus colegas de la AVS estaban pescando en aguas llenas de tiburones.

Toda una sección de la libreta contenía material sobre el comercio de esclavos. Había sido a partir de su investigación acerca de los movimientos de cargamentos humanos de África al Nuevo Mundo que Hammel había encontrado los primeros indicios de los orígenes y la extensión de la Séptima Orden. Su libreta estaba llena de fotocopias y documentos originales relacionados con su investigación, sobre todo con su búsqueda del barco que había llevado el culto de Tali-Niangara hasta las costas de Haití.

Lentamente, a partir de papel viejo y tinta desvaída, un mundo empezó a perfilarse ante Reuben. Un mundo bárbaro e incomprensible cuyos límites eran cadenas y amarres, ganchos y hierros candentes. A medida que Angelina iba leyendo en un vivo tono de voz, traduciendo los escuetos relatos y las apergaminadas cartas de comerciantes y capitanes muertos hacía mucho tiempo, los fantasmas se encarnaban.

Jóvenes vendidos por un trozo de algodón de Guingamp o un ancre de licor, mujeres cautivas por un puñado de rassades o una toque de conchas de cauri, niños arrebatados a sus padres a cambio de un sombrero o un poco de algodón. Cuerpos negros aislados en la bodega de barcos pequeños, sin ventilación, como libros en una estantería. La larga espera frente a las costas brillantes de África hasta que el barco se llenaba, los cuerpos demacrados tirados por la borda, el olor de vinagre en las cubiertas bañadas por el sol, los suicidios, el «flujo sangriento», el escorbuto, la tierra firme alejándose, el mar abierto, el largo viaje hacia la esclavitud.

Eran, ante todo, los ruidos que imaginaba lo que ponía la piel de gallina a Reuben en el silencio de la casa de Mama Vijina: el rugido de las olas, el crepitar de la madera y los remaches, el chocar de las cadenas, el chasquido de los látigos de sisal, los lamentos de los enfermos y los desesperados, el viento en las velas harapientas, el resquemor de la piel sebosa bajo el hierro candente, el chasquido de los huesos quebradizos.

A última hora de la tarde encontraron lo que buscaban. Hacia el final de la libreta, Rick había hecho una extensa anotación en tinta roja bajo el encabezamiento «Haití, cuestiones a confirmar en los archivos». La nota consistía en una lista de periódicos del siglo XVIII publicados en St. Domingue/Haití: la gaceta oficial. Les Afiches Américaines; el Journal Géneral de Saint-Domingue, La Gazette du Jour, el Journal de Port-au-Prince, L’Aviseur du Sud y La Sentinelle du Peuple. En el margen Rick había anotado varias exclamaciones. La nota entera estaba subrayada dos veces.

Junto a cada título había escrito una serie de fechas que iban de mayo a septiembre de 1775. Debajo, en una serie de círculos, había anotado varios nombres, cada uno con un signo de interrogación: ¿Nairac? ¿Maniable? ¿Castaing? ¿Le Jeune?

La anterior página de la libreta contenía una nota fechada unos meses antes, justo antes de salir hacia África. Si hubiera tenido prevista una investigación de los archivos de Port-au-Prince, no había tenido ocasión de hacerla. Reuben iría a los archivos a primera hora de la mañana.

Mientras leían, se había hecho tarde. Alguien llamó suavemente a la puerta. Locadi entró.

—Pronto será hora de irse —dijo ella—. Los dioses estarán esperando en el péristyle.