CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

Hooper estaba en la cama en una habitación pequeñísima en la trastienda, rodeado de cajas con la etiqueta «Baha’i Publishing Trust, Wilmette, Illinois». La habitación tenía el aire cargado y maloliente, y había poca luz. Hooper estaba apoyado en dos almohadones sucios. La sangre había empapado la venda de la mandíbula. Le habían dado una inyección de algo, seguramente morfina, y le habían dicho que descansara. Tenía un libro de oraciones en una silla junto a la cama. Junto al libro estaba una ración medio comida de judías y arroz en un plato de latón.

Reuben había llevado una botella de clairin, auténtico Barbancourt, el mejor. Hooper la rechazó. Reuben se encogió de hombros. Debería haberse imaginado que eran abstemios. Locadi también se encogió de hombros y se metió la botella en la bolsa: sería una ofrenda adecuada para los loa. Sus dioses no eran tan quisquillosos ni tan estrechos de miras.

—Supongo que anoche me pasé un poco —dijo Hooper entre dientes.

Apenas podía mover la mandíbula. Tuvo suerte de que no se hubiera roto.

—Lo que hizo fue una estupidez —dijo Reuben—. Pero me hizo admirarlo. Aún me convertirá.

Hooper sacudió la cabeza. Sus ojos parecían melancólicos, enfocados hacia los Estados Unidos.

—No era la manera Baha’i de comportarse. El orden y la ley van por delante de la conciencia personal. Estaba interfiriendo con la aplicación de la ley. El policía tal vez fuera brusco, pero éste es su país. Rezaré por él, por supuesto. Rezaré por él y por el hombre que pegaba, por los dos. Pero yo metí la pata.

—Se comportó de una manera cristiana —dijo Reuben—. La mayor parte de la gente no tendría el valor de intervenir así. Tal vez el mundo sería mejor si muchos de nosotros tuviéramos ese valor.

—¿Usted es cristiano?

Reuben se preguntaba qué debía contestar. La verdad era lo más fácil.

—No. Soy judío. ¿Qué opinión tienen de los judíos?

—Nosotros amamos todas las religiones. Dios se ha revelado de muchas maneras a mucha gente. Pero los judíos siempre os lo perdéis. Rechazasteis a Jesús, después a Muhammad y ahora a Baha’u’llah.

Reuben no dijo nada. Miró el cuarto mugriento sin ninguna ventana, las paredes sucias. Era sofocante. Alguien había colgado un fragmento de caligrafía arábiga encima de la cama.

—El sitio no es gran cosa, ¿eh? —dijo Hooper.

Reuben sacudió la cabeza.

—Jean lo dejará rutilante como el oro en unos pocos días. Es una maravilla. Ya verá.

Buscó por el suelo y cogió una caja. La puso sobre la cama, metió la mano y sacó una chocolatina.

—Ten —dijo, ofreciéndola a Locadi.

Un norteamericano con una chocolatina, un niño pobre: la vieja y simple ecuación.

Locadi vaciló, pero sonrió y cogió la chocolatina, metiéndola en la bolsa junto al clairin.

Reuben carraspeó.

—¿Quiere que le traiga algo? ¿Comida, medicinas?

Hooper indicó que no, estremeciéndose de dolor al tirar de uno de los puntos de sutura.

—No, gracias. Los amigos nos están cuidando. Tenemos todo lo que necesitamos.

—Si necesitan algo o… si tiene problemas por lo que pasó en el aeropuerto, avísenme. Locadi puede dejar nuestras señas a su mujer.

—Gracias. El doctor dice que mañana me podré levantar. Quizá iremos a visitarlo.

—Eso —dijo Reuben, preguntándose cómo se tomaría Mama Vijina la visita de los misioneros—. Eso estaría bien.

Habló con Jean Hooper camino de la salida. Estaba en la tienda ordenando libros junto con dos haitianos y un tercer hombre que presentó como Sirus Amirzadeh, un iraní. Amirzadeh era farmacéutico, había conseguido los medicamentos para Hooper.

Era un refugiado de la revolución islámica, había perdido un hermano y un primo, ambos ejecutados. La fe había empezado en Irán y era una minoría perseguida allí. Reuben le preguntó por qué había ido a Haití. Dio la misma respuesta que los Hooper: «Para ser pionero. Muhajir decimos en persa. Alguien que se va de su casa para servir a Dios». Tenía unos treinta años, delgado, de clase media, inteligente. Hablaba bien el inglés. Reuben no habría pensado que fuera misionero.

—Esta mañana atravesamos un barrio de chabolas —dijo Reuben—. Quizá lo ha visto, está al sur de la ciudad, camino del Carrefour.

—Sí, lo he visto. Hay varios barrios de chabolas en Port-au-Prince. Haití tiene los barrios más miserables del hemisferio occidental.

—¿Qué dice de eso su fe? ¿Cambiará algo de eso el hecho de que usted esté aquí?

Amirzadeh sacudió la cabeza. Tenía ojos grandes, ojos con alma, ojos sin ambigüedad. Reuben no los podía mirar.

—No podemos hacer gran cosa. Somos una religión pobre, no como los evangelistas norteamericanos. Siempre que podemos, invertimos dinero en algún proyecto de desarrollo, o de educación. Esta tienda es parte de un proyecto educativo.

Jean Hooper metió baza.

—Dar pan a la gente no incide en los problemas de fondo. Lo que necesitan es una nueva sociedad, una nueva estructura. Si vives en una casa que se está derrumbando, no intentas solucionarlo con pequeños arreglos. Vas y construyes una nueva. Es por eso que estamos aquí, Sirus, Doug y yo misma. Estamos sentando las bases de un nuevo orden mundial. Algún día habrá un estado baha’i aquí, y con el tiempo llegará a haber un estado mundial baha’i. Entonces verá. Todo el mundo bajo una única fe. La humanidad unida. Justicia en todas partes, no habrá pobreza, ni hambre. Tiene que aprender a ver las cosas a gran escala, profesor Phelps.

Los ojos le brillaban. Al igual que los del iraniano, carecían de ambigüedad, eran vehículos de la certidumbre. Su visión de un mundo perfecto era la única pasión que poseía; la nutría, le permitía pasearse por los barrios de chabolas sin inmutarse. Reuben no dijo nada. Quería preguntar cómo esta gente podía querer construir un estado a la vez que afirmaban no inmiscuirse en asuntos políticos. Pero no fue capaz. No dijo nada y se fue.

En un portal frente a la tienda, un hombre con oscuras gafas de sol los vigilaba, sin intentar ocultarse. Locadi alargó el cuello y susurró al oído de Reuben «Sécurité». Él asintió y siguieron adelante. El hombre no los siguió. Así que Max vigilaba a los Hooper.

Ya fuera por el cansancio o por la irritación que aún sentía por la visión de Jean Hooper, Reuben se descuidó. El hombre de la puerta no era el único que vigilaba. Otros ojos lo seguían mientras regresaba con Locadi, mirando como un turista cualquiera las torres blancas y rosadas de la gran catedral.