Nueva York
Sally miró a Emeric, y entonces fue hasta la mesa de trabajo y sacó una botella de bourbon y un vaso. Vació la botella y la tiró a la papelera. Estaban en la parte trasera de la torre de cristal, en un piso distinto, rodeados por nubes bajas que dejaban finas estelas de condensación en las ventanas oscurecidas. Era como estar en el paraíso, estar tan alto sin alas. Sólo que el paraíso estaba en otro sitio, Sally no sabía dónde. Sólo sabía que no era allí, que aquello era una antesala del infierno.
—Se lo deberías haber dicho —le reprochó ella.
No miraba a Emeric, no podía mirarlo a la cara. Miraba por la ventana las nubes y las luces del rascacielos reflejándose en las gotitas de agua que las componían.
—Le dije muchas cosas —dijo Emeric—. Los dos le dijimos mucho. —Estaba de pie delante de unas estanterías, buscando en unas pilas de papeles—. Más de lo que tenía derecho a saber, más de lo que era apropiado que ninguno de los dos supiera.
—¿«Tenía derecho»? ¿«Era apropiado»? No comprendes, ¿verdad? ¿Quién da derechos a la gente? ¿Quién decide lo que es apropiado? Reuben Abrams se merece que le digan todo lo que se sabe sobre esta operación. Tienes que concederle ese derecho.
—¿Y qué, exactamente, es lo que crees que debería saber, además de lo que ya sabe?
Ella sorbió el bourbon, cambió de idea y se lo bebió todo de golpe. Tardó un rato en responder.
—Que doce de los catorce agentes que teníamos trabajando en Haití fueron masacrados la semana pasada. Que va a haber un golpe de estado en cualquier momento. Y que es sumamente probable que se vean implicados en el conflicto. Implicados, detenidos, torturados y asesinados.
—No es necesariamente cierto. Si todo va bien…
—Vete a la mierda, Emeric. ¿Qué posibilidades crees que hay realmente de que sea así? —Se detuvo—. ¿Le hablaste de Bellegarde?
—Sólo le dije que era el hermano de Angelina Hammel. Que es jefe de la policía de seguridad.
Sally se volvió bruscamente hacia él.
—¿Sólo eso? ¿No se te ocurrió decirle quién es realmente? ¿Quién cree que es?
—No creo que a Abrams le ayudara saberlo. No me pareció tan importante. Sigue sin parecérmelo.
—¿Y ella, la mujer, qué?
—¿Qué le pasa?
—Sabes perfectamente lo que quiero decir. ¿Lo sabe ella?
Emeric se encogió de hombros.
—Supongo. Sí. Hablé con ella. Creo que comprendió.
—¿Crees?
Emeric dejó una pila de papeles.
—Sally, todo esto pasó muy de prisa. Si nos hubiéramos tomado el tiempo de hacer preguntas, de formarlos adecuadamente a los dos, lo que fuera… todo habría acabado antes de que llegaran a Haití.
—Así que mandaste a Reuben a ese… ese jaleo… sin tener la menor idea de por qué lo hemos mandado, sin el menor apoyo.
—Tiene apoyo.
—Sí. Dos agentes asustados que están haciendo lo que pueden para escaparse antes de que los degüellen.
—Voy a mandar más gente. Estoy sacando gente de Cuba y de la República Dominicana.
—Que no saben nada en absoluto sobre la situación haitiana.
Emeric jugueteó con los papeles. Parecía nervioso.
—Algunos no es la primera vez que van. Mira, Sally, todo esto me gusta tan poco como a ti. Preferiría no usar a Abrams de esta manera. Pero no tengo otro remedio. Y visto el cariz que está tomando el asunto él tampoco tiene otra opción.
Sally miraba las nubes. Pensaba en la ciudad que se ocultaba debajo, las calles y los túneles escondidos debajo de las calles. Pensó en Reuben besándola, una tarde de domingo en agosto hacía mucho tiempo, o al menos a ella así se lo parecía. Tuvo la impresión de que podría saltar sobre las nubes y que ellas la sacarían a flote.
Y sabía que no era más que una ilusión. Emeric tenía razón. No tenían otro remedio. Tenían lo mismo que cualquier otro: podían escoger entre una gama de ilusiones.