CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

Mucho más abajo, el mar zumbaba y relucía entre la neblina producida por el calor de la mañana. Era como si no hubiera habido nunca una tormenta, como si nunca la fuera a haber. A lo lejos, cubierta por la neblina y una nube blanca, la Île de la Gonáve señalaba el principio de las aguas profundas de la bahía occidental. Hacia el norte, más allá de la llanura de Cul-de-Sac, montañas verdes y moradas tocaban un cielo de cobre. Más allá de las montañas, más montañas, como una obsesión, oscureciéndose a medida que se hacía más fuerte.

El taxi pegó un salto al encontrarse con un bache en la carretera. Un momento más tarde ya no estaban al sol, avanzaban entre alargadas sombras frente a una fila destartalada de casas de madera, con aleros de marquetería y persianas decoradas torcidas y rotas, la pintura chillona manchada y desprendiéndose. El pequeño Peugeot tomó una curva cerrada, casi perdiendo los paquetes precariamente puestos en la baca. Era casi mediodía.

Angelina había sentido la tentación de quedarse en Pétionville. Se sentía arropada en el hotel. Arropada y seducida. Sábanas limpias blancas, aire fresco, manteles de lino planchados en la mesa del desayuno, chocolate hecho à la francaise. Había alargado el desayuno, pensando en el dinero del seguro que pronto le llegaría, y cuántas noches de sábanas limpias podría pagarse con él.

Entonces había llegado Reuben y le había estropeado la ilusión. Él no había dormido, perseguido por sueños extraños y pequeñas pesadillas. Bellegarde lo sabía todo, lo sabía ya antes de que llegaran, los esperaba. ¿Era la perfidia o el azar o una simple comedia de errores? Más que nunca, Reuben tenía la impresión de ser un peón en un juego mortal que él no controlaba. ¿Debía decirle a Angelina que sabía que Bellegarde había estado en Nueva York, que se había encontrado con su hermano allí?

—Tenemos que irnos —dijo—. Bellegarde nos ha pescado, nos está haciendo bailar a su son. Lo mejor que podemos hacer es alejarnos de él.

Había ido a la habitación de ella después de acabar su desayuno en la suya. Estaban sentados en el balcón que daba al patio del hotel.

—No puedes hacer eso —murmuró ella, mordiendo un brioche de chocolate.

—¿Por qué no?

—Ya verás —dijo ella.

Un fino hilo de chocolate fundido le cayó por la mejilla. Lo lamió perezosamente.

—¿Por qué no me avisaste que estaría él? ¿Por qué no me advertiste?

—¿De qué iba a servir eso? Tarde o temprano se habría enterado de nuestra llegada.

—Dijiste… me diste a entender que tu familia había sido expulsada de la política después de la detención de tu padre. ¿Cómo puede ser que tu hermano sea jefe de la policía secreta de Port-au-Prince?

Ella se encogió de hombros.

—De hecho, Maxeldwan es mucho más que eso —dijo ella—. No sólo es chef de sécurité de la capital. Eso es sólo su título oficial. En realidad Max es el que manda en ese tinglado. Trata directamente con el presidente.

—No has contestado mi pregunta.

Reuben se sentía incómodo. Su comportamiento había cambiado desde que habían llegado, desde el viaje hasta Pétionville. Parecía estar volviendo hacia algo que no sabría definir, un estilo, una afectación…

—Olvidas que aquí los ciclos se completan —dijo ella—. A Max no le gustaba la vida del campo, quería poder, lo consideraba su derecho legítimo. Se cambió el nombre a Bellegarde; el apellido de mi madre. Entonces hizo las oportunas amistades y esperó la caída de Duvalier. Éste cayó, los amigos de Max alcanzaron sus propósitos y Max recibió su pequeño feudo.

Con dedos hábiles partió un croissant y le puso mantequilla y mermelada. Con todo cuidado se sirvió otra taza de la chocolatiere de plata.

—Él sabe quién soy yo —dijo Reuben.

—No lo creo. No eres nadie. Max no lo sabe todo.

—Sabe que soy un poli. Lo insinuó. «Habla como un policía, profesor». Eso es lo que dijo.

Angelina sonrió con condescendencia.

—Y tiene razón. Hablas como un poli. Eres un poli. Sus suposiciones no tienen nada de siniestras.

—Sí, Angelina, sí que lo son. Bellegarde sabe que está pasando algo. Sabe que estoy en este país con un nombre falso, con un pasaporte falso. Me podría hacer detener sólo por eso.

—Ése no es el estilo de Max. Nunca se precipita. Piano, piano, si va lontano. Ése es el método de Max. Nos hará vigilar, para ver a qué nos dedicamos. Y ahora… —Dejó el cuchillo sobre la mesa—. ¿Qué tal si me dijeras a qué hemos venido, exactamente?

Reuben la miró con asombro.

—¿Quieres decir que no lo sabes? ¿No te lo explicó Sally? Me dijo que estabas al corriente del riesgo, que te habías ofrecido a acompañarme, para tantear el terreno.

Angelina asintió.

—Me dijo algunas cosas. Pero aún estaba medio drogada el domingo. De hecho, sólo empiezo a estar totalmente rehecha ahora. Sally me dijo que trabajaba para el gobierno, que tú también habías aceptado trabajar para ellos. Me dijo que estabas metido en un lío, que han archivado el caso del asesinato de Rick, y que la única manera que tienes de disipar las sospechas que penden sobre ti es infiltrándote en el grupo de aquí. Y me dijo que si me quedaba en Nueva York estaría aún en mayor peligro. ¿Qué? ¿Hay algo de verdad en todo esto?

Le explicó todo con tanto detalle como pudo. Angelina escuchó con atención, viendo cómo el sol cambiaba de posición en el patio y pequeños pájaros entraban y salían de los elegantes árboles. Cuando acabó ella se quedó callada un rato, la cara sin movimiento alguno. El sol la tocó. Los dedos de él se acercaron a la mano de ella y volvieron a alejarse.

—Ten cuidado con Max —dijo ella por fin—. Él vigilará, esperará y te hará creer que lo has perdido de vista. Pero al final te hará daño. Y te matará si le apetece.

El chocolate se le había enfriado. Tenía minúsculas migas en el regazo, como oro. Tiritó y se quedó callada durante mucho tiempo.

* * *

Los barrios de chabolas eran peores de lo que Reuben hubiera podido imaginar. Angelina había insistido en que el conductor los llevara por allí. Quería que Reuben los viera, para que conociera Haití en su dimensión real. A ella la habían educado para evitarlo. Su hermano Max trabajaba para perpetuarlo.

La primera cosa que llamó la atención a Reuben fue el calor, la segunda el olor. La gente vivía allí como perros, como alimañas entre sus propios excrementos, en un mundo de basura, entre alcantarillas abiertas, junto a los cadáveres putrefactos de animales muertos. Sus casas eran cajas de cartón, bolsas de plástico, trozos de latón. Duraban una noche, dos noches, a veces incluso una semana, hasta que llegaban las lluvias y las aplastaba, un viento fuerte surgía del mar y se las llevaba, o se prendía fuego y se quemaban. El barrio de chabolas era cosa del viento y el aire, moviéndose constantemente, creciendo, cayendo, combinándose, recombinándose.

La tormenta de la noche anterior había desencadenado el caos. La gente correteaba entre el barro y la basura maloliente, recuperando trozos de saco, lona y nylon, latas, palos rotos. Brooklyn era pobre. Gibson Street era pobre. Pero comparado con aquello, la vida allí era lujo. Reuben cerró la ventanilla, dejando fuera el olor y el ruido. Pero no podía dejar fuera las caras de la gente.

Fueron hasta la ciudad, a través de calles estrechas llenas de coches y tap-taps, animales de carga y carros de dos ruedas tirados por hombres que a duras penas respiraban y chicos de pecho estrecho, una explosión frenética de ruedas y piernas, donde nada era tan importante como pasar lo más rápido posible. Reuben tuvo los ojos cerrados la mayor parte del trayecto. Angelina dirigió al conductor hacia una calle tranquila junto a la catedral católica, saliendo de la rué Bonne Foi. La calle no parecía tener nombre. Angelina no mencionó que lo tuviera.

Se detuvieron ante una casa de madera de dos pisos, pintada de rosa con persianas azules. Escalones desgastados de madera llevaban a una puerta con cuarterones de cristal. Angelina llamó al timbre mientras Reuben esperaba al pie de los escalones con el equipaje. La gente que pasaba se quedaba mirándolo fijamente, sin la menor inhibición. Algunos niños se atrevieron a gritar «allo, blanc» antes de salir corriendo, riendo. Una niña vestida de blanco abrió la puerta y se asomó. Angelina le susurró unas palabras y desapareció.

Unos segundos más tarde la puerta se llenó con un tumulto de ruido y color. Angelina fue tragada por una enorme mujer que parecía hecha de metros y metros de algodón estampado. Las dos mujeres se abrazaron, se miraron y se volvieron a abrazar. Y de repente Angelina se puso a llorar incontrolablemente, acunada en el enorme pecho de la otra como un niño herido.

Llorando todavía, Angelina fue llevada adentro, dejando a Reuben al pie de la escalera. La puerta había quedado abierta de par en par. Esperó un minuto más y entonces cogió las maletas y entró.

No fue difícil encontrar a Angelina. La habían llevado a la parte trasera de la casa, a una gran cocina cargada de hierbas aromáticas y especias, donde estaba sentada en una silla baja, de recto respaldo, rodeada por la mujer enorme y un grupo de otras mujeres, todas de menor talla. Nadie hizo el menor caso de Reuben. Poco a poco, el llanto de Angelina fue amainando. Alguien sacó una botella de clairin, otra empezó a cantar en voz baja. Finalmente, Angelina levantó la vista y vio a Reuben de pie en la puerta, con calor e incómodo. Le sonrió y le hizo señal de que se acercara.

—Reuben, lo siento, he sido muy mal educada. Permíteme que te presente.

Se puso de pie y cogió de la mano a la mujer enorme.

—Reuben, ésta es Mama Vijina. Vijina es una mambo, lo que llamarías una sacerdotisa vudú. Rick y yo siempre nos quedábamos aquí cuando veníamos a Haití. Ella le enseñó lo que él sabía sobre el voudoun, le introdujo en los mystères. Le acabo de decir que está muerto. A Vijina le gustaba Rick. Es una de las pocas personas de quien se puede decir eso. Creo que ella lo entendía, o algo así.

A Reuben le parecía que Vijina estaba entre los cincuenta y los sesenta años, quizá más. Su cuerpo era un triunfo de la carne, escondido bajo una voluminosa túnica de algodón de colores vibrantes y estampado abstracto. En la cabeza llevaba un pañuelo, atado a la manera tradicional. Entre ambas cosas estaba su cara.

Reuben descubrió que era incapaz de apartar la vista de su cara, de despegar los ojos de los suyos. Era una cara normal elevada por algún tipo de alquimia interna a otro nivel. O quizá una cara extraordinaria que reducía su intensidad para hacerla soportable para los vulgares mortales. Cuanto más miraba, menos entendía. Percibía serenidad y a la vez ira; deseo desenfrenado unido a la más absoluta pureza; la visión y la ceguera, el orgullo y la humildad, la vejez y la infancia; una masa de contradicciones y a la vez sin contradicción alguna. Al final apartó la mirada, como si lo hubieran liberado, y cruzó miradas con Angelina.

—Ya verás —dijo ella—. Al principio Rick tampoco entendía nada.

Angelina se dio la vuelta y habló en voz baja con Vijina en criollo. Reuben oyó que decían su nombre una vez y otra le pareció oír el de Max Bellegarde. Le presentaron otras personas. Nadie hablaba inglés.

—Ésta es Locadi —dijo Angelina, adelantando a la chica del vestido blanco que había abierto la puerta. Parecía tener unos dieciséis años, bonita pero tímida—. Locadi es una hounsi, una Je ias novicias de Mama Vijina. Ella nos cuidará. Me dicen que habla algo de francés. Si hablas lentamente, ella te comprenderá.

Media hora más tarde llevaron comida: plátano frito, frijoles, berenjenas y mucho arroz. Durante la comida, Reuben miraba a Angelina. Desde que había llegado a casa de Mama Vijina había vuelto a transformarse. La niña mimada de Pétionville había desaparecido y se había visto sustituida por alguien que estaba completamente a gusto en ese entorno más humilde. Comía con cuchara de latón, compartiendo un plato con las otras dos mujeres, sin la menor afectación ni incomodidad, contenta. Reuben se preguntaba quién era realmente.

Cuando hubieron recogido los platos, Angelina explicó que quería estar a solas con Mama Vijina.

—Y tú, Reuben, ¿qué quieres hacer?

—Creo que iré a hacer una visita a los Hooper, a ver qué tal está Doug Hooper. ¿Está lejos? Quizá deba llamar un taxi. Angelina sonrió.

—Esto no es Nueva York. Vijina no tiene teléfono. Locadi te acompañará. No está lejos. No te preocupes, estarás perfectamente a salvo. No es Harlem. El hecho de ser blanco no te pone en peligro.

Al mencionar peligro, Reuben puso mala cara.

—No es la calle lo que me preocupa. ¿Y aquí? ¿Conoce Bellegarde este sitio?

—Max está al corriente de todos los sitios. No tiene sentido intentar esconderse de él. No hay otro lugar más seguro en todo Port-au-Prince. Confía en mí.

Aún tenía esas palabras en la boca cuando recordó la última vez que las había oído. ¿Se acordaría Reuben también? Era mejor ni pensarlo.

Se volvió para irse. Locadi esperaba junto a la puerta.

—Reuben…

Se dio la vuelta. Angelina se le acercó y le dio un suave beso en la mejilla, cerca de la boca.

—Ten cuidado —dijo ella—. Hagas lo que hagas, no te separes de Locadi.

Se fue. Mama Vijina la esperaba en otra habitación.