Angelina percibió el estado de ánimo de los otros pasajeros en cuanto Reuben la despertó.
—Están asustados —dijo ella.
—¿De qué? —Reuben estaba ocupado bajando su equipaje de mano del maletero.
—De estar aquí, en Jacmel, en vez de Port-au-Prince. Se sienten al descubierto, vulnerables.
—¿Estamos en peligro?
Ella se encogió de hombros.
—Qui sait?
Pasando por la puerta abierta y bajando por los escalones, Reuben se sentía en evidencia. Habían considerado la posibilidad de meter de contrabando una pistola en Haití, pero lo habían descartado por considerarlo demasiado arriesgado. Jensen le había prometido que se la harían llegar dentro de uno o dos días a través de un contacto del que sólo sabía el alias: Macandal, como un traficante de esclavos del siglo XVIII. Hasta entonces Reuben iría desarmado. La situación política era explosiva, el ejército y la policía secreta se habían convertido en su propia ley. Haber cargado con una pistola le podría haber causado problemas, pero igualmente los podría tener.
Vio a los Hooper avanzando hacia la gran chabola de madera que hacía de edificio principal de la terminal, envueltos en su confianza en sí mismos como si de una manta se tratara. En cierto sentido los envidiaba.
Había un ambiente de caos en la terminal. Soldados armados estaban apostados en ambos accesos, distendidos pero atentos. Ante dos mesas de caballetes dos cabos recogían pasaportes y conducían a la gente hacia distintas partes de la chabola. La gente había empezado a protestar, y de vez en cuando había empujones.
Reuben notó en seguida que el caos era más aparente que real. En una pequeña plataforma dominando la chabola el oficial que se había acercado hasta el avión lo vigilaba todo con mucho cuidado. Llevaba pantalones de camuflaje ajustados y una boina blanda verde con su broche plateado. A su lado estaba un hombre de rostro delgado vestido de paisano, un traje beige y una camisa blanca sin corbata. Llevaba gafas de sol negras. Las gafas eran un tópico, pero la expresión de los labios no, en absoluto. En la pared detrás de esta pareja colgaba una litografía iluminada del presidente Cicerón, vestido con uniforme militar. Un ventilador blanco grande giraba lánguidamente en medio del techo, cortando el calor en lonchas.
Estaban separando a la gente por un sistema cuya lógica no saltaba a la vista de Reuben. Le tocó el turno de acercarse a la mesa. El soldado no dijo nada. Se limitó a alargar la mano para coger el pasaporte. Reuben tenía los nervios de punta. Esperaba que los de la AVS hubieran hecho bien su trabajo; pero el cabo apenas miró la foto. Añadió el pasaporte a una pila y asintió con la cabeza. «Là bas! —dijo en francés—. Allí». Reuben debía sumarse a un grupo que incluía los Hooper y tres hombres que parecían hispánicos, tal vez de la República Dominicana.
El cabo miró a Angelina, entonces a su pasaporte norteamericano, y de nuevo a ella, con dureza. Le soltó algo en creole y ella murmuró una respuesta ininteligible. Sin decir palabra la dirigió con la cabeza hacia una cola distinta de la de Reuben.
Reuben dio un paso hacia adelante. Angelina sacudió la cabeza, advirtiéndolo. Reuben no le hizo el menor caso.
—La femme de mon collègue —protestó, en su francés de colegial—. Avec moi.
El soldado hizo caso omiso. Reuben fue hasta la mesa y le puso la mano en el hombro. A unos pocos metros uno de los soldados armados retiró el seguro y lo apuntó en dirección a Reuben, con toda intención.
—Vuelve, Reuben —dijo Angelina—. Estaré bien.
Había usado su nombre real conscientemente. Tenía la impresión de que el ficticio Myron Phelps era frágil, y la obligaría a cometer indiscreciones. Pero el acto de llamarlo Reuben lo hacía tangible, lo acercaba; tuvo la impresión de desearlo de nuevo.
Sin previo aviso se produjo un incidente. El hombre de las gafas de sol había divisado a alguien en la multitud. Susurró al oficial, se dio la vuelta y señaló con el dedo. No hubo el menor intento por su parte de esconder el gesto. El oficial indicó con la cabeza a dos de sus hombres que procedieran. En ese momento, el blanco de la operación —un joven de algo menos de treinta años que llevaba una camiseta azul y téjanos— vio que lo habían descubierto. Intentó abrirse camino, pero se lo impidió un segundo hombre vestido de paisano, armado con una pequeña pistola. Uno de los soldados se acercó para ayudarlo. El hombre se resistió brevemente, entonces se dejó caer y permitió que lo arrastraran hacia la plataforma. Una mujer gritó y fue retenida a la fuerza por unos amigos.
El hombre de las gafas de sol bajó de la plataforma. No hizo el menor esfuerzo, no reveló la menor emoción. Tenía las manos en los bolsillos y los ojos ocultos. Con un gesto económico, indicó con la mano al soldado que se apartara. Esto era asunto de la policía, él mandaba en esto. El ventilador se movía lentamente en un círculo que no llevaba a ninguna parte. El policía miró al prisionero de pies a cabeza. Hizo un par de preguntas pero no obtuvo respuesta alguna. El prisionero se agitaba, desplazando el peso de uno a otro pie. La gente simulaba no ver, hacían esfuerzos por no mirar. Una mujer lloraba. La cola se volvió a mover.
Un tercer policía apareció de ninguna parte. Era mayor que los otros y llevaba un traje azul y una gorra vieja, arrugada.
—Un Tonton —susurró Angelina—. Aún queda alguno.
El segundo y tercer policía tenían al prisionero cogido por los brazos. Él no hacía fuerza. El de las gafas de sol volvió a repetir las preguntas, o quizá se le habían ocurrido otras. Su prisionero no podía o no quería responder.
El policía metió su mano en un bolsillo y sacó un objeto redondo, blanco y pequeño. Una pelota de golf. La tiró al aire tres o cuatro veces, y después la cogió cerrando el puño. Con toda tranquilidad arremetió con el puño contra el plexo solar del prisionero. El hombre intentó doblegarse, pero los que lo retenían lo mantuvieron en su sitio, preparado para la segunda parte. El siguiente puñetazo fue más fuerte, mucho más fuerte. El hombre se ahogó. Lo sujetaron con fuerza. Con el tercer puñetazo algo se rompió. Hubo un ruido de desgarramiento y saliva punteada de sangre apareció entre los labios del cautivo. El de las gafas de sol levantó el puño para el siguiente golpe.
En ese momento hubo un grito. Reuben se dio la vuelta y vio a Doug Hooper avanzando a grandes zancadas hacia la plataforma, todo brazos y piernas e indignación.
—¡Dios mío! —susurró Angelina—. Se lo van a cargar.
Hooper estaba alteradísimo. Un soldado intentó detenerlo, pero fue empujado a un lado sin la menor ceremonia. Momentos más tarde era el norteamericano el que estaba en la plataforma. Los dos ayudantes de policía habían soltado su presa, que estaba de rodillas, ahogándose e intentando respirar y escupiendo sangre. Hooper le puso una mano en el hombro y se dirigió al policía de las gafas oscuras.
—¿Y usted quién se ha creído que es? —le gritaba—. No puede ir pegando a la gente así. Puede estar bien seguro de que voy a informar de esto en la capital.
El hombre del traje beige miró primero a sus ayudantes y después al oficial de la plataforma. Intercambiaron miradas de desconcierto. Hooper dio un paso hacia el policía.
—Eh, tú. ¡Mírame cuando te hablo! Quiero tu nombre y una explicación. Soy amigo personal del general Valris.
—No meta las narices en lo que no le importa, blanc.
Reuben miró a su alrededor. Jean Hooper estaba como a dos metros de él, rezando intensamente.
—Dios es el único que resuelve las dificultades —murmuraba—. Decid: Alabad al Señor. El…
—Señora Hooper. —Reuben la cogió del hombro—. Señora Hooper, creo que debería ir allí y traerse su marido antes de que haya lío. Me parece que no sabe dónde se mete.
Por un momento no pareció que Jean Hooper reconociera a Reuben. Había un vacío en su mirada que lo preocupó. Entonces le cambió la mirada y volvió con él.
—No se preocupe, señor Phelps. Está a salvo. Ya verá.
No era temeridad ni inconsciencia, ni nada. Reuben decidió que no era capaz de ver la realidad de lo que pasaba. O quizá es que veía una realidad distinta. Pero no importaba, a Doug le iba a pasar algo igual.
No tardó demasiado. El hombre de las gafas de sol no perdió la tranquilidad. El único que se inmutaba era el norteamericano alto. Se puso frente al policía y lo cogió por las solapas. El policía chasqueó los dedos. Uno de los ayudantes cogió prestado el fusil de uno de los soldados, se acercó a Hooper y le golpeó con la culata en la cara con fuerza. El norteamericano cayó sin el menor ruido. Le habían abierto la mejilla hasta el hueso y estaba sangrando.
Jean Hooper se desmayó. Angelina se puso junto a ella sin que el soldado de la mesa se diera cuenta. El hombre de las gafas oscuras miró a su alrededor, vio el grupo y se acercó.
—Vous êtes avec l’américain?
Angelina se puso en pie y explicó.
—No. Estaba en el avión con nosotros, nada más. Ésta es su esposa. Nunca habían estado en Haití, todavía no comprenden.
—¿Comprender?
—El respeto. No tienen respeto.
El policía asintió. Reuben se fijó que tenía una pésima dentadura.
—Llévenselo —dijo el de las gafas— antes de que le pase algo. Cuando recobre la conciencia, explíquele, explíquele lo que es el respeto.