Hubo una gran sacudida repentina. El avión pareció dar una voltereta hacia un lado. Las luces vacilaron y se apagaron. Durante lo que pareció una eternidad cayeron a través de la oscuridad, finalmente volvieran a la horizontalidad bajo los golpes de intensos vientos. Las luces parpadearon dos veces y se encendieron. Hubo un crepitar cuando conectaron los altavoces. Volvieron a oír la voz del capitán, esta vez con menos claridad.
—Señoras y señores, lamento tener que comunicarles que, a causa del mal tiempo, nos vemos obligados a desviarnos hacia Jacmel. Habrá transporte de Jacmel a Port-au-Prince, o alojamiento para la noche para quienes lo deseen. Llegaremos aproximadamente hacia las veintiuna horas. Dado que aún pueden quedar algunas turbulencias, les rogamos que permanezcan sentados y con los cinturones de seguridad abrochados.
* * *
Estaba oscuro y mojado y con viento por todas partes cuando llegaron a Jacmel. El aeropuerto estaba desierto, nada preparado para la llegada de cualquier vuelo, y menos uno internacional. En el momento en que el avión se detuvo, un jeep militar se le acercó, con cuatro soldados armados y un oficial. Los soldados ocuparon posiciones sobre el asfalto, poco visibles desde el avión. El oficial echó un vistazo a todo antes de volver a la terminal.
No permitieron a nadie salir del avión, ni siquiera a la tripulación. A doscientos metros, en el pequeño edificio de la terminal, una solitaria luz amarilla era la única señal de vida. Parecía imposible que estuviera tan lejos. La tormenta había amainado, y la cabina del avión empezaba a estar incómodamente calurosa. Nadie se quejó. Todos habían estado allí antes, si no en el mismo Jacmel, en algún lugar muy parecido.
A medida que la espera se fue alargando, Angelina se puso somnolienta e inaccesible. Reuben la cubrió con su chaqueta y la dejó adormilada. Quería salir, salir de la cabina agobiante a la noche que los esperaba. Dentro del avión, pequeños charcos de luz iluminaban grupos de pasajeros, algunos charlando, otros sentados, pasivos. La mayoría parecían nerviosos por haber aterrizado tan lejos de la capital. Circulaban rumores acerca del comportamiento de los oficiales de aduanas, provocando inquietud.
El norteamericano sentado dos filas más adelante llamó a Reuben, que paseaba por el pasillo para estirar las piernas. Era un hombre alto, con el cabello peinado hacia atrás y un bigote pequeño y castaño, muy cuidado. Tenía unos cuarenta y cinco años, vestía de forma clásica, ojos brillantes como un conejo. No era militar, pensó Reuben, ni realmente un hombre de negocios. Por supuesto que no era turista. Su cara ancha y abierta emitía algo; no exactamente inocencia, en absoluto ingenuidad. Desesperación, tal vez.
—¡Hola! Me llamo Doug. Doug Hooper. Ésta es mi mujer, Jean.
Reuben echó una mirada a la minúscula mujer sentada junto a la ventanilla. La había comprado en unos grandes almacenes baratos en algún sitio del Midwest; en el centro de Kalamazoo o en un centro comercial cerca de Indianapolis. Doug seguramente había usado cupones-descuento para comprarla, resultó ser justo lo que quería, y cada día le sacaba brillo, con lo que estaba casi como recién estrenada. Reuben notó que llevaba un traje a lo Holly Hobby; debía de ser parte de un lote comprado en los setenta. Estaba muy bien conservado.
—Reu… Myron Phelps. Encantado de conocerlo.
—¿Por qué no se sienta? Myron. Parece que vamos a estar metidos aquí un buen rato.
Había sitio más que suficiente: el vuelo estaba medio vacío. Reuben no vio escapatoria. Se sentó junto a ellos, en contra de su voluntad.
—¿Viaja usted con esa maravillosa mujer negra allí atrás?
Tenía ojos grandes y cejas peludas que subían y bajaban cuando hablaba. Su voz era sorprendentemente agradable.
—Yo… sí —tartamudeó Reuben—. Sí, por supuesto. Viaja conmigo.
—No pudimos evitar fijarnos en ustedes. Hacen tan buena pareja. —La voz de Doug era más áspera que la de su mujer, pero había dedicado esfuerzo a mejorarla—. ¿Es su esposa?
A Reuben se le movía la saliva en lo más hondo de la boca. Sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Es… viuda. Su marido murió hace poco. Era un colega mío de la Long Island University. Viajamos juntos a Haití para completar un trabajo de él.
Las caras de los Hooper adoptaron simultáneamente lo que Reuben supuso era su postura compasiva y cooperadora.
—Siento muchísimo la muerte de su amigo —dijo Doug—. Debe decir a su viuda que rezaremos por ella. Y por su marido, las almas del reino Abha necesitan nuestras oraciones para seguir adelante en su camino.
Reuben puso mala cara.
—¿Del qué?
—El reino Abha —interpuso la señora Hooper—. En árabe quiere decir el Reino más Glorioso, los dominios del más allá.
Reuben inspiró a fondo. Tendría que habérselo imaginado: misioneros. Organización militar, olfato de hombre de negocios y vestidos de Holly Hobby. Ni siquiera eran misioneros normales, sino devotos de algún culto desconocido.
Reuben empezó a ponerse en pie. Doug puso una mano en su hombro sin hacer fuerza.
—No se preocupe, Myron. No estamos intentando convertirle. Nuestra fe prohibe el proselitismo. Sólo queremos compartir con todos las buenas noticias que Dios nos manda. Somos Baha’is, miembros de la fe Baha’i.
—Misioneros —dijo Reuben—. Son misioneros.
Parecieron ofenderse, como si hubiera dicho algo inapropiado. Doug apretó los labios e intentó sonreír; Jean trazó un semicírculo con las cejas.
—Misioneros no —dijo ella—. No hay misioneros en nuestra fe, como tampoco hay clero. Doug y yo somos pioneros. Ése es el nombre que damos a los que abandonan sus hogares para llevar la causa de Dios a otros países. Misioneros no, Myron: pioneros, como los primeros colonos. Es distinto.
Reuben asintió. Estaba seguro de que lo era. Aunque él no veía cómo.
—¿Tienen algún tipo de centro aquí?
Doug asintió.
—Hace tiempo que venimos aquí. Pero es difícil para los fieles nativos. Tienen tan poco dinero, tan poca formación. Necesitan ayuda de fuera, al menos durante un tiempo. Jean era profesora de instituto donde vivíamos, francés e inglés; yo tenía una pequeña empresa de ingeniería. Nunca habíamos sentido la llamada para hacer de pioneros, pero en abril visitamos nuestro templo en Wilmette, cerca de Chicago. Fue entonces cuando recibimos la llamada. Yo vendí la empresa, Jean dejó su trabajo y compramos una tienda en Port-au-Prince.
Reuben los miró, primero a uno, después al otro. Tenían ese aire de agresiva salud mental que sólo adquieren los profesionales de la religión.
—¿Han comprado una tienda en Port-au-Prince?
—Sí —Doug rió con una risa fuerte, nerviosa, que hizo que la gente volviera la cabeza—. Parece una locura, ¿no? No nos importa. Somos nosotros los que hacemos el sacrificio.
—¿Qué tipo de tienda?
—Una librería —dijo Jean—. Vamos a vender libros formativos, religiosos, edificantes. Libros sobre la paz mundial, la unidad mundial, la hermandad de la humanidad.
—Así que creen en la hermandad de la humanidad.
—Pues claro. Es la esencia misma de nuestra fe. El fundador de nuestra fe, Baha’u’llah, vino a la tierra con la misión de unificar a la humanidad. No pasará así, de pronto, pero llegará.
—¿Tienen permiso?
—¿Cómo dice?
—Permiso para vender libros. Por lo que tengo entendido el gobierno es un tanto… estricto en materia de publicaciones.
Doug Hooper puso mala cara.
—No. No creo que haya problema. No vendemos nada pornográfico, nada subversivo. Sólo libros edificantes sobre la paz universal y la armonía mundial. Tenemos un amigo en el gobierno, el general Valris. Era ministro de Cultura hasta hace unos meses. Estuvimos en contacto con él antes de que asumiera sus nuevas funciones. Ahora es ministro de Defensa. Jean y yo pensábamos que tendríamos que tratar con el nuevo ministro de Cultura, pero el general nos dijo: «Venid a verme a mí». Es un entusiasta. ¿Resulta irónico, no, un general defensor de la paz? Pero nada pasa porque sí en la causa divina. A esa gente les gustan los Baha’is. Saben que pueden contar con nosotros, con nuestra lealtad. Siempre somos leales a los gobiernos de los países en los que nos permiten vivir.
—¿Aunque sea una dictadura?
Hooper lanzó a Reuben una mirada de desaprobación.
—No somos quién para juzgar eso. No nos inmiscuimos en la política. Nuestra misión es traer la unidad, no crear más divisiones.
Reuben logró ponerse en pie.
—Les deseo suerte a los dos —dijo. Vaciló—. Supongo que se dan cuenta de que no hay nadie que los pueda ayudar en Haití si tienen problemas. No hay embajada, ni siquiera consulado. Estarán solos.
Jean Hooper sacudió la cabeza, sonriente.
—No —susurró—, solos no. Baha’u’llah estará a nuestro lado en todo momento. Ahora está aquí con nosotros. Es toda la embajada que podemos necesitar.
—Me alegra oírlo —contestó Reuben. Ahora ya estaba en el pasillo, alejándose.
—Venga a visitarnos —dijo Doug Hooper—. Al principio viviremos en la tienda, hasta que nos instalemos. Está en la rué des Casernes, cerca del Palacio Nacional. Pase cuando quiera, lo recibiremos con placer.
Los altavoces carraspearon. Las conversaciones se interrumpieron, como si alguien hubiera dado a un interruptor. Un momento más tarde, la voz de una azafata cobró vida, distorsionada por las interferencias.
—Mesdames et messieurs. Damas y caballeros, nos acaban de confirmar oficialmente que todos los pasajeros deben desembarcar en Jacmel. Habrá autocares que los trasladarán a ustedes y su equipaje a Port-au-Prince, donde se cumplirán las formalidades de aduanas e inmigración. Al desembarcar, rogamos a los pasajeros que entreguen sus pasaportes hasta llegar a Port-au-Prince, donde les serán devueltos para la inspección. Rogamos a los pasajeros titulares de pasaportes no haitianos que retengan sus tarjetas de entrada.
»En nombre del capitán Forestal y su tripulación, quiero agradecerles el haber volado con nosotros. Confiamos que hayan tenido un viaje agradable y esperamos tener pronto ocasión de volver a darles la bienvenida a bordo de Haiti Air.
En el silencio que se produjo a continuación, alguien abrió la puerta. Habían acercado una escalerilla al avión. Desde el exterior llegaba el sonido de las cigarras, grave, lánguido, vacío. Nadie parecía tener demasiadas ganas de abandonar la seguridad del avión.