CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

Momentos de llegada, momentos de partida. Y, a veces, en medio, momentos de gracia; quizá sólo dos o tres en una sola vida. Aunque alguien tuviera la suerte de tener más, estarían repartidos tan escasamente y con tales separaciones que nada llenaría las esperas. Ni los sueños, ni las esperanzas, ni las mentiras. No, ni siquiera las mentiras, pensaba Reuben.

El vuelo de última hora de la tarde de Air Haiti a Port-au-Prince había salido de La Guardia a las 16.05 horas y tenía previsto aterrizar a las 20.30. Reuben viajaba con dinero y una nueva identidad respaldada por una documentación incuestionable. Viajaba como el doctor Myron Phelps, con documentación que demostraba que iba a Haití con una beca Fullbright para completar el trabajo inacabado de su fallecido colega, el doctor Richard Hammel. Lo acompañaba la viuda de Hammel, Angelina. Nadie los fue a despedir al aeropuerto.

El avión cayó y volvió a subir al entrar en una turbulencia. Angelina miraba al frente, absorta en sus pensamientos, si es que le quedaban. Los doctores de St. Vincent’s le habían devuelto la vida, pero no el alma. Llevársela del hospital había sido un juego de niños. Sally había conseguido la documentación necesaria, Emeric Jensen había sido presentado como el profesor Hammel, y nadie había recordado el reciente asesinato de alguien con el mismo nombre. ¿Cómo iban a hacerlo? En Nueva York, como en cualquier otro lugar, los asesinos son objeto de titulares. Las víctimas son números en la última página. Habían sacado a Angelina juntos, uno a cada lado, cogida de los brazos como viejos amigos. No conocía a ninguno de los dos. No tenía ninguna importancia.

El siguiente día había sido difícil para Reuben. Mientras Angelina descansaba en una habitación de hotel en Manhattan, él viajaba con su nuevo pasaporte a Canadá. Sally había organizado que los padres de Devorah y Davita se alojaran en un hotel en Port Rowan, a orillas del lago Erie.

Contarle a Davita la muerte de sus abuelos fue más difícil de lo que imaginaba. Los había querido mucho. Pasó dos días con ella, andando, explicando, curando el dolor de ella con su propio sufrimiento. No le había contado lo de Danny. Danny estaba bien, le dijo cuando preguntó.

La misma noche de su llegada a Nueva York se había puesto en contacto con Nigel Greenwood. El inglés parecía asustado. Le había colgado el teléfono.

Al día siguiente Angelina y él habían ido al banco de ella y a la caja de depósito para recuperar las cosas que habían escondido. Reuben había decidido llevárselo todo a Haití.

* * *

Otra ronda de turbulencia, esta vez peor. Angelina miró por la ventanilla. En la oscuridad parpadeaba una pequeña luz verde en la punta del ala, la extremidad misma del vuelo. Una hora antes había visto ponerse el sol sobre los Apalaches, verde y morado, un signo monstruoso. El mar se movía muy por debajo de ellos, cargado de olas.

El 737 se volvió a sacudir. Unos crujidos por los altavoces, y entonces sonó la voz del piloto con claridad, anunciando que iba a subir a mayor altitud para evitar una tormenta eléctrica hacia la que se dirigían. Una azafata pidió a todo el mundo en francés e inglés que volvieran a sus asientos y se abrocharan el cinturón de seguridad. El tono de los motores varió y cambiaron apreciablemente de ángulo a medida que el pequeño reactor subía.

Echando una mirada por la cabina, Reuben tuvo la sensación de llamar la atención. Era casi el único pasajero blanco a bordo. Dos filas más adelante estaba sentada una pareja norteamericana de unos cuarenta años. Reuben se pregunto cuál sería el motivo de su viaje. Nadie iba ya a Haití a hacer turismo, y muy pocos por negocios. Duvalier y sus Tontons Macoutes habían hecho mucho en sus tiempos por enfriar el entusiasmo por el lugar, y los regímenes sucesivos —con un poco de ayuda del SIDA— no habían hecho más que reforzar la imagen general de tremenda pobreza, peligro e inseguridad.

El avión recobró la horizontalidad. Angelina miró por la ventanilla de nuevo. Sentía un vago presentimiento, el acecho de la oscuridad. La punta del ala atravesaba la nada con solidez. No mucho más abajo, nubes negras de tormenta aparecían en destellos cuando los relámpagos recorrían sus dorsos. No había sonido.

Esta noche ella era muy consciente de su propia mortalidad, finos hilos tensados que fácilmente se romperían, como hilos de telaraña entre el tejido y el amanecer. Entre sus dientes y su lengua sentía el sabor de los momentos; se deslizaban como hielo por las protuberancias del interior de su boca. Sólo tenía momentos, es lo único que se tiene, el último tan delicado como el primero. Debajo las nubes estallaban en silencio en llamas y volvían a la oscuridad. Se sentía débil y temblorosa, sostenida por el aire. Hacía calor en el avión. Haití estaba allí abajo, esperando.

—¿Por qué estás enfadado conmigo? —preguntó ella.

Reuben la miró. Hasta ahora apenas había hablado.

—¿Enfadado? —dijo—. No estoy enfadado.

—Sí —contestó ella—. Sí estás enfadado. ¿Es por la cocaína?

En un primer momento él no contestó. Mirando más allá, a través de la ventanilla oscura, vio cómo los relámpagos pintaban de luz el ala y las nubes.

—No es la cocaína —contestó, resentido—. El engaño. Encima de la muerte de Danny. La muerte de mis padres. Tu silencio, tus juegos.

—¿Todo eso? —dijo ella.

El avión pareció caer, sin peso ni control, y entonces hizo un esfuerzo y volvió a arroparse en el aire. Angelina respiraba profundamente. No tenía miedo, pero el miedo la rozaba de lejos, como un cosquilleo en la garganta que con el tiempo puede convertirse en tos.

—Tienes demasiadas pretensiones —dijo ella— sintiendo mi engaño… íntimamente. Apenas nos conocemos. No eres nadie para mí. Sólo un hombre con el que he compartido cama.

Ella se arrepintió de sus palabras en el momento en que las hubo dicho.

—Lo siento. Eso sonaba a frivolidad. Pero debes comprender: lo tuyo es el menor de mis engaños. La cocaína estaba conmigo antes que tú, no vi por qué tenía que meterte a ti por medio.

—Ya estaba metido de por medio.

—Pero no porque te hubieras acostado conmigo. Eso era otro tipo de lío. Confundes las cosas cuando hablas así. Soy varias personas distintas, no puedes poseer a todas. Quizá ninguna.

—No quiero poseerte. ¿De qué me serviría?

Ella contempló la llamada de la luz verde. Siempre, que ella recordara, había sido poseída por algún hombre. Monedas distintas, dintintos precios al cambio, pero las mismas caricias y las mismas infidelidades.

—¿Has traído cocaína? —preguntó.

Ella asintió.

—Sally me dio un cuarto de kilo. Lo suficiente para evitar meterme en líos. No soy demasiado adicta. Quizá pueda vender parte; tal vez necesitemos dinero.

—Yo tengo dinero. —La AVS se encargaba de todo—. ¿Te estás chutando?

Ella sacudió la cabeza.

—No habitualmente. Tres o cuatro veces en el último mes, más o menos. Aún esnifo. Reuben, sólo hace dieciocho meses que tomo coca.

—Pero la necesitas.

Parecía dispuesta a negarlo, pero su vacilación revelaba la verdad.

—Sí —susurró—. No soy una adicta, pero a veces la necesito. Esta semana la necesitaba. Rick, Filius, todo eso. Tú.

—Rick fue quien te metió en ello, ¿no?

Ella asintió.

—Era una de sus compensaciones, como la ropa o los perfumes. La cocaína era la mejor, lo más parecido al sexo.

—No me parece bien —dijo él.

Ella volvió a mirar por la ventanilla. La tormenta estaba apelotonada por todas partes, debajo suyo, como una ciudad.

—No —susurró—. Ya lo sé. Al principio pensaste que era exótica, una fruta tropical que los dioses habían dejado caer en tu regazo inmaculado. Danny podía quedarse con sus rubias, pero tú tenías algo mejor, me tenías a mí, una viuda negra a la que nunca habían follado.

Él intentó apartar la vista, pero ella lo retuvo con los ojos.

—Yo me abrí de piernas y tú te metiste y creíste que yo te lo agradecería…

—Angelina, por favor, no…

—Un polvo mañanero y creíste que ya estaba. Pero entonces descubriste que era una yonqui, ésas sobre las que lees en el suplemento dominical, y recordaste todas las veces que tu mamá te había advertido sobre nosotras; las chicas malas con las que los chicos buenos no salen, las chicas negras malas con las que nunca se debería ver a un chico judío, y supiste en lo hondo de tu corazoncito que lo único que jamás quisiste era a tu adorada Devorah…

—Para ahora mismo, Angelina. No quiero que hables de Devorah.

—¿Por qué no? ¿Es una especie de santa? Nunca hablaste de ella, ni siquiera tenías su foto en tu apartamento. ¿Qué pasa? ¿Es que era tan distinta de las demás?

Levantó la mano para pegarle, pero la dejó caer. Sentía la ira de ella como una llama cercana.

—No —dijo, dejando a un lado su enfado—. Era como las demás. Dos días antes del accidente me enteré de que tenía un lío con otro. —Se detuvo. Angelina era la primera persona a quien se lo contaba. Ni siquiera Danny lo supo—. Dejé que se ahogara —dijo—. No intenté salvarla.