CAPÍTULO CUARENTA

Babilonia es cristal oscurecido. Cristales oscurecidos y vidas oscurecidas. En los callejones oscuros, vidrio roto y sueños rotos. Hay jardines colgantes en torres de bronce, y las putas andan ligeras por calles llenas de vapor y estrellas mientras mucho más arriba, en tronos de madera de cedro pintados, los pálidos príncipes las miraban vestidos con los modelos de la temporada.

El coche con ventanas oscuras iba hacia el noroeste, hacia los rascacielos de Manhattan, cruzando el puente de Brooklyn. El río Hudson corría por debajo, frío como el agua, brillante como un río, con ribetes de acero líquido. A la derecha de Reuben, la extensísima construcción del edificio del Watchtower velaba en silencio a los no elegidos. Hoy no habría resurrección.

El coche de policía no era de la policía. Eso era lo único que le habían querido decir. Lo habían abandonado en un garaje privado en el Eastern Parkway y habían pasado al coche en el que iban ahora, un Chevrolet. Otro vehículo, un coche largo y negro sin ventanas en la parte trasera había recogido el cadáver de su madre. Parecía demasiado pequeña para aquello, para aquella longitud tan poco justificada. La habían estirado en una camilla y la habían arrastrado por el aire libre unos momentos antes de meterla, como si fuera para siempre. No tenían ninguna prisa. Reuben había visto cómo el coche salía a la calle y se mezclaba con el tráfico matutino de la Parkway, con el sol brillando en los retrovisores.

Ahora estaban en el viaducto de South Street, dirigiéndose hacia el centro. Reuben estaba anonadado. No habló con el hombre que tenía a su lado, ni con el que arriesgó su vida rescatándolo de la granizada de balas. Ese hombre había dicho que se llamaba Jensen.

Reuben se preguntaba dónde estaría Smith ahora, qué estaría haciendo. Reuben veía su mano, la mano de Smith, manchada con sangre, la sangre de su padre. Oía un eco en su cabeza, el sonido del cuchillo en el cráneo de su padre. Detrás de la valla de alambre a la derecha unos chicos jugaban a baloncesto. Todo parecía seguir como si nada hubiera pasado.

Giraron a la izquierda al llegar a la East 34th Street. Unas manzanas más al oeste, el coche se detuvo ante un edificio de construcción reciente de cristal color verde botella. Letras doradas sobre la entrada reluciente rezaban, en inglés y en japonés: Torre Izumo Taisha. A Reuben no le decía nada ese nombre.

Jensen condujo a Reuben por un vestíbulo llenísimo hacia dos filas de ascensores, seis a cada lado, frente a frente. El viento rugía en el hueco de los ascensores. Sonó una suave campana y a su izquierda se abrieron unas puertas. Salieron unas cuantas personas, pero Reuben y Jensen fueron los únicos en entrar. Jensen sacó una llave del bolsillo y giró una cerradura de seguridad en la consola. El ascensor inició su ascenso.

Subían juntos en el ascensor hacia las nubes, en silencio. Brillantes números amarillos relucían mientras subían. El silencio aumentaba. Los números desaparecieron y fueron sustituidos por la cara de la madre de Reuben, su vehemencia frenada. Su cara y la de su padre se difuminaron y se hicieron una sola cara. Reuben sacudió la cabeza. Los números se detuvieron en la planta noventa y nueve, pero el ascensor siguió subiendo. Al fin sonó una campanilla y se abrieron las puertas.

El espacio que veía estaba vacío, delimitado por paredes de cristal oscurecido. Un suelo de cemento, sin moqueta. Herramientas de construcción. No había ni tabiques ni separaciones. Las filas de ascensores proporcionaban el único alivio a esa monotonía.

Lejos, cerca de una ventana alta estaban varias personas de pie. Jensen indicó a Reuben que debía ir hacia allí. Al hacerlo, la mayor parte de esas personas se apartaron de la ventana y fueron hacia él. Tres hombres de treinta y tantos años dieron la mano a Reuben. Él olvidó sus nombres al momento. Sólo podía recordar el nombre más sencillo, Smith. Sus ojos quedaron pegados a la última persona, la que seguía junto a la ventana, mirando al exterior. Cuando estuvo a sólo unos pasos se detuvo.

—Hola, Reuben —dijo Sally con voz perdida, poco más que un susurro—. Lo siento, no consigo decirte lo mucho que lo siento.

Él notó el sufrimiento en su voz, lo mucho que lo lamentaba y su ira, y no dijo nada, nada en absoluto.

—Ven aquí, Reuben. A la ventana.

Siguió callado, pero se puso junto a ella ante la ventana.

—Mira, Reuben —susurró Sally—. ¿Qué ves?

Miró y vio nubes bajas que flotaban alrededor de los edificios más altos; Pan Am, Chrysler, American Brands. No se veía a nadie. Desde esa altura no se veían ni como puntitos. Sólo su padre y su madre, a la deriva en el aire muertos, reflejos sin sustancia.

—Nueva York —respondió Reuben. Sally sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Nueva York, no. Babilonia. La gran Babilonia, la madre de las putas y las abominaciones de la tierra.

No preguntó de qué le hablaba. Tuvo la impresión de saber por dónde iba. Las nubes se movían lentamente, con gran dolor, rompiéndose y volviendo a formarse a medida que atravesaban la ciudad. Un sol pálido se filtraba a través de ellas alcanzando las calles que había debajo, privadas de calor y sentido. Sus padres estaban muertos.

Sally se dio la vuelta.

—Lo siento muchísimo —repitió.

Sin especial gracia lo abrazó suavemente. Él soportó el abrazo un momento y se apartó. No podía aguantar que lo tocaran. Estaba aún anonadado por su pérdida. Sally dejó caer los brazos a los lados. Hacía frío en aquel espacio enorme, sin calefacción alguna.

—Sentémonos, Reuben —dijo ella—. Tenemos que hablar.

Alguien había dispuesto sillas de plástico formando un círculo. Los cuatro hombres ya estaban sentados. Reuben siguió a Sally y le ofrecieron asiento. Sally ocupó el lugar restante, frente a él. Estaba vestida con un conjunto sencillo, de falda y jersey granates. Llevaba pendientes pequeños en forma de cocodrilo. Era imposible leer sus ojos.

—Reuben —empezó Sally—, sé que querrías estar solo, pero no hay tiempo. También sé que debes tener preguntas, pero no me queda otro remedio que pedirte que tengas paciencia. Puede que no tenga respuestas para todas, otras quizá no las podré contestar ahora, otras quizá nunca. Tendrás que aceptar eso.

»Las cosas que voy a contarte son muy confidenciales. Son algunas de las informaciones más delicadas de los Estados Unidos. Ni el presidente está al corriente. Y no lo estará, a no ser… —vaciló—, a no ser que las circunstancias nos obliguen a utilizar la fuerza.

Reuben la interrumpió.

—¿Quién eres, Sally? ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Por qué estás matando a toda esta gente?

Sally se estremeció y se adelantó en su silla.

—Por favor, Reuben, déjame hablar. Déjame que te lo explique. Después puedes preguntar lo que quieras.

Reuben asintió. El espacio en el que estaba sentado no era nada comparado con el hueco que se había abierto en él. Su padre estaba de pie junto a la ventana mirando al vacío. No giraría la cabeza.

—En primer lugar —dijo Sally— permíteme que te presente a los demás.

Ella fue diciendo sus nombres y ellos se ponían en pie y le daban la mano a Reuben: Chris Leach, ex profesor de psicología, alto, delgado, pensativo; Curtis Kolstoe, abogado como Sally, gordo, con grandes ojos castaños y una mirada penetrante; Hastings Donovan, ex policía, pelirrojo, fuerte, reservado; y Emeric Jensen, ex profesor de teología en Dartmouth College.

—Emeric —dijo Sally—, quizá deberías explicar un poco quiénes somos.

Jensen arqueó las cejas. Era rubio, unos treinta y cinco años, constitución delicada, algo tímido.

—¿Por qué siempre me toca a mí? —preguntó.

—Porque eras profesor de teología —contestó Sally—. Éste es tu castigo.

Reuben notó que había algo entre ella y Jensen que no era una relación profesional ni amistosa. ¿Pero qué podía importarle algo así ahora?

Jensen se echó hacia adelante con los codos sobre las rodillas y la barbilla entre las manos. Reuben imaginaba que así había empezado las clases cuando enseñaba.

—Nosotros cinco somos parte de un equipo más amplio con base en Washington —empezó—. Nuestro nombre oficial, cuando lo usamos, es AVS. Eso quiere decir Agencia de Vigilancia de las Sectas. Sé que puede sonar un poco raro, pero le puedo asegurar que de raros, nada. Somos una agencia gubernamental establecida hace seis años como parte de un programa de colaboración entre el FBI, la CIA y la Agencia Nacional de Seguridad. La CIA está incómoda con las sectas fundamentalistas desde hace muchos años, desde que Ríos Montt se proclamó presidente de Guatemala en… ¿cuándo fue?

—El ochenta y dos —dijo Kolstoe.

—En el ochenta y dos. Tal vez recuerde ese episodio. Montt era miembro de una secta americana llamada la Iglesia de la Palabra Completa. Cuando llegó a la presidencia no tenía más de ochocientos miembros en todo el país; pero inmediatamente después empezó a llegar dinero de todas partes. Todos los fundamentalistas recalcitrantes se habían propuesto salvar Guatemala del comunismo y el ateísmo. Si hubiera durado mucho, la Iglesia de la Palabra Completa habría dominado el país.

»Ríos Montt era sólo la punta de un iceberg. Estaba Jomeini en Irán, por supuesto. Justo antes de ser depuesto, Marcos fue nombrado jefe de la organización de Meditación Trascendental en Filipinas. Los Moonies están implicados en la financiación de movimientos anticomunistas en varios países latinoamericanos. Durante la década de los ochenta, la religión volvió a ser una gran fuerza política, y no parece importar si los implicados son o no tradicionalistas. El FBI empezó a interesarse cuando la masacre de Jonestown en la Guyana. Aquí, en los Estados Unidos, los miembros de las sectas a menudo se enfrentan con las autoridades federales. Secuestran a alguien, lo llevan a otro estado; quizá se mete un desprogramador y se lleva el chico a Kentucky u Oregón. Son delitos federales. Y no tengo que contarle nada de los asesinatos de las sectas.

»Todo esto empezaba a ser demasiado complicado para una sola agencia, especialmente dado que la mayor parte de estas sectas son internacionales. Por ello se estableció un comité presidencial en 1987 para que recomendara qué tipo de acciones se debían tomar. El resultado fue la AVS. Dicho esto, devuelvo la palabra a la señorita Peale.

Sally no se movió al principio. Parecía estar poniendo en orden ideas difíciles, sopesando lo insopesable. Reuben tuvo la impresión de que estaba cansada. Cansada y triste. Como si algo le pesara mucho.

—Reuben —dijo, vacilante—, sé que estás cansado. Sé que has sufrido mucho y que querrías estar solo y dormir. Pero quiero que primero oigas lo que tenemos que decirte. Entonces podrás dormir o hacer lo que quieras.

»El problema es que las cosas están empezando a moverse más rápidamente de lo previsto. Lo que ha pasado anoche y esta mañana me ha cogido de imprevisto. No sabíamos que Kominsky iba a mandar a sus amigos a por ti, que os tenderían una trampa a ti y a la señora Hammel de esa manera. Ni que Smith se aprovecharía de la situación. Podrían haber pasado días antes de encontrarte.

Se detuvo, sin saber cómo seguir.

—¿Qué tal si me dices lo que está pasando? —dijo Reuben, de repente. Su tono era bajo, pero cargado de ira. Después de lo que había pasado, después de la pesadilla, lo irritaba el estar sentados con tanta tranquilidad en aquel silencio verde por encima de la ciudad hablando de problemas y ventajas como si analizaran una jugada de ajedrez—. Hace dos noches se cargaron a mi mejor amigo, he visto cómo acuchillaban a mi padre y mataban de un tiro a mi madre esta mañana, y os comportáis como si eso fueran gajes del oficio. ¿Pero quién os habéis creído que sois?

Sally se puso en pie, alterada. Quería abrazar a Reuben, darle consuelo y seguridad. Pero no era el momento ni el lugar.

—Intenta mantener la calma, Reuben. Enfadarte no servirá de nada. No conseguirás nada, no vas a resucitar a nadie; pero sí que puedes conseguir que Smith y sus jefes no hagan lo mismo con otros. ¿Quieres que siga?

Reuben asintió.

—Lo siento —dijo.

—Bueno, pues escucha con atención. Me pusieron a trabajar con la AVS hace dos años. Ya hacía diez que trabajaba con el FBI, durante los últimos cinco años estaba infiltrada en el ayuntamiento. No hace falta que te explique lo que hacía allí. Te lo puedes imaginar. Hace dos años mi jefe me llamó a su oficina y me presentó a Emeric y Curtis.

»Hacía seis meses que trabajaban en una investigación importante, y muchas pistas apuntaban al ayuntamiento. La investigación afectaba a una secta que reclutaba a sus adeptos exclusivamente entre las capas superiores de la sociedad. Creo que ya sabes a qué secta me refiero.

Respiró a fondo.

—Al principio pareció que se trataba de una investigación cualquiera, algo más extraña de lo normal. Pero entonces se empezó a complicar. Comenzamos a poner más gente a trabajar en ello. Hace un año encontramos pistas que llevaban a Washington. Muy arriba en Washington. Smith ya te lo habrá dado a entender. No mentía.

—¿Quién era? Dijo que representaba a la «más alta autoridad». ¿A qué se refería?

Sally puso mala cara y miró a sus colegas. Leach indicó que no con la cabeza. Volvió la vista a Reuben.

—Lo siento, Reuben, no puedo decírtelo. Lo único que sí puedo decirte es que la Séptima Orden se ha infiltrado en varias agencias gubernamentales a lo largo de los años.

—Dijo la «máxima autoridad» —protestó Reuben. Estaba enfadado. ¿Qué derecho tenía aquella gente a ocultarle información?—. ¿Se refería al presidente? ¿Es eso lo que temes decirme? Tengo que saberlo.

Chris Leach lo interrumpió.

—Teniente, comprendo su frustración. Pero es una cuestión de seguridad nacional. Queremos que colabore, pero no tenemos autorización para proporcionarle esa información.

—Pues que se la den. Si quieren mi ayuda, tengo que saber lo que está pasando. Quién es Smith, quiénes son sus jefes, hasta dónde llega realmente todo este asunto. Si no, que os den a todos.

Reuben estaba temblando. Imágenes de sangre trazaban dibujos en el fondo de sus ojos. Se puso de pie de un salto y fue hacia el ascensor. Sally lo siguió, intentando cogerlo del brazo. La apartó violentamente. Encontraría a Smith él solo. Lo encontraría y lo mandaría al infierno sin la ayuda de nadie.

Pulsó el botón del ascensor. No pasó nada. Clavó el dedo repetidamente en el botón, pero el ascensor no venía. Cayó contra la pared, estallando en llanto. Imágenes de sangre. Fotografías hechas trizas y ensangrentadas en el suelo de su cocina. Una araña atravesando un continente de sangre.