Smith era puntual. Sacaron a Reuben a las cinco y un minuto. Un fino dibujo de luz del alba se colaba nerviosamente por una ventana rota en lo alto de la nave. La iglesia era basta y estaba manchada. La mañana no tenía sentido. No parecía haber consuelo o calor posibles.
Reuben expuso sus condiciones en voz queda, sin emoción aparente, esperando no traicionar su nerviosismo. Smith estaba aromático y distante, casi inaccesible. Había dormido bien, se había bañado y perfumado antes de salir hacia la iglesia. Para un observador cualquiera parecía un contable o un vendedor de ordenadores dirigiéndose al trabajo, ojos pálidos, bien abrochado, preparado para ganarse otro día de jubilación. Al igual que un contable o un vendedor, parecía que su trabajo lo aburría, como si la breve violencia de la noche anterior lo hubiera vaciado de golpe de toda ira y esperanza. A sus pies, un charco de rojo antiguo tembló sobre el polvo cuando la inestable luz encontró un vidrio rojo intacto.
No puso reparos a las condiciones de Reuben, como si hasta cierto punto ya las esperara. Reuben tenía la sensación de que Smith tenía el curioso instinto del criminal de éxito, una habilidad intuitiva para distinguir entre la violencia útil y la gratuita. No sirve de nada ser un tipo duro si no sabes cuándo ceder. Dudó un momento, después se encogió de hombros y asintió.
Indicó a sus hombres que era hora de irse. Apagaron las luces, haciendo a su manera un segundo ritual de desconsagración. Dejaron el cuerpo sangriento de Kominsky sobre los escalones del altar, una especie de ofrenda. Quedó un rastro del caro perfume de Smith en el aire frío, completando el sacramento con incienso.
* * *
Todo fue como estaba previsto. Los padres de Reuben estaban cansados y asustados, pero ilesos. Hacía mucho que habían aprendido a dominar sus miedos, aleccionados por un látigo más temible que cualquiera de los que pudiera blandir Smith. Su madre llevaba un vestido de lana color cobre y un chal jaspeado. Como siempre, se peinaba con un moño. Nada de maquillaje ni de joyas. Era sólo una vieja que ya había mirado la muerte tantas veces que una más le daba lo mismo. Sonrió nerviosamente a Reuben y en seguida apartó la vista. Reuben la veía como si fuera la primera vez.
Su padre estaba sentado junto a ella, cogiéndola de la mano, sin decir nada. Reuben había olvidado lo frágil que era, la tirantez de su piel sobre el músculo marchito y el hueso quebradizo.
—Ellos se vienen conmigo —dijo Reuben, atreviéndose a exigir ahora que había llegado hasta ahí—. Yo les entrego los papeles, usted y su gente se van. Nada más. Son dos viejos; no tienen importancia para ustedes.
Smith esta vez indicó que no.
—Están vivos. Los ha visto. ¿Qué más quiere?
—Quiero que sigan vivos. Les daré todo lo que quieran, todo. Pero yo no estoy dispuesto a perderlos. Su exhibición de anoche no permite que me fíe de usted.
—No era eso lo que pretendía. Más bien lo contrario. Pero si nos ahorra tiempo y le hace feliz, no veo por qué hacerme el difícil. ¿Dónde están los papeles?
Reuben dudó justo lo suficiente para darle un toque de autenticidad.
—En mi apartamento.
—Miente. Mi gente lo ha repasado con lupa. Allí no hay nada.
—No los dejé en un cajón para que alguien los encontrara. Están, de eso puede estar seguro. ¿Qué iba a ganar perdiendo tiempo?
Smith apretó los labios.
—No sé, pero tiene mucho que perder. Como no tenga esos papeles dentro de media hora, yo personalmente le rajaré el cuello a su madre sobre el fregadero de su cocina.
Entonces fue cuando Reuben decidió matarlo.
* * *
El apartamento estaba precintado, como lo había estado el de Angelina. Usando su llave, Reuben abrió la puerta para que entraran todos; sus padres, Smith y dos de los subordinados de éste. Los otros se habían ido a descansar. Había sido una noche dura.
Hasta aquí Reuben apenas había pensado en lo que podría pasar cuando encontrara la pistola. El primer problema eran sus padres: no quería que estuvieran cerca de la línea de fuego, en caso de que hubiera disparos. El segundo era cómo despachar a tres luchadores expertos en un pequeño apartamento con una sola pistola y sin refuerzos. La pistola —si es que estaba allí daría una ventaja de tres segundos. ¿Y entonces?
Se volvió a Smith.
—Mis padres deberían echarse. Llevan toda la noche despiertos. Mire a mi madre. Está cansada y asustada. Mi padre también. Pueden esperar en el dormitorio mientras resolvemos esto.
Smith echó una ojeada al matrimonio mayor.
—Lleva a su madre al dormitorio. Vigílala. El padre se queda con nosotros.
Reuben intentó no discutir. Tenía que evitar a toda costa que Smith sospechara algo. Uno de los guardaespaldas llevó a su madre al dormitorio. Al menos así sus problemas se veían de algún modo reducidos.
El estudio no tenía ni poca ni mucha luz. Estaba atrapado en una especie de penumbra de ocaso. Alguien había cerrado la persiana —Reuben la solía tener abierta— permitiendo sólo que se filtrara una pálida e insignificante luz.
Smith fue el primero en entrar y encendió la luz del techo. Decir que lo habían repasado con lupa era poco. No había demasiado desorden —los buenos buscadores son sistemáticos, no patosos—, pero era evidente que ni un centímetro había escapado a la atención de manos y ojos expertos. Incluso habían arrancado el papel de las paredes en algunas zonas.
Reuben fue hacia donde estaba Smith. Su padre lo seguía, acompañado por el hombre que lo vigilaba. El viejo cerró la puerta y se apoyó en el umbral. Parecía estar al borde del colapso. La cara se le había puesto grisácea y enfermiza. Reuben lo miró, pero no había expresión alguna en sus viejos ojos.
—Los papeles están en una caja de caudales en el suelo —dijo Reuben, improvisando a cada momento. Quería besar a su padre, decirle que lo quería. La fragilidad se lo impedía. Siempre se lo había impedido. Primero la fragilidad de la infancia, después la de la juventud y ahora la de la vejez—. Guardo la llave en mi mesa de trabajo.
Smith miró a su compañero.
—¿Parker?
—No hay problema —dijo el hombre—. Esta habitación la trabajamos a fondo. La mesa está limpia.
Quería decir que no había ningún arma en los cajones. Reuben esperaba que no fuera así.
—¿Encontrasteis una llave?
Parker se encogió de hombros. Tenía unos hombros muy anchos. Cuando los encogía se abultaban muchos músculos debajo de su americana de tweed. En su hombro izquierdo, debajo de la chaqueta, llevaba un arma en una pistolera. Aún tenía su Uzi en la mano derecha, despreocupado pero no despistado.
—No lo sé. Lo hizo Curtis. Se le dan bien las mesas. Lo hace a fondo.
—No la habrá encontrado —interrumpió Reuben—. La tengo cogida con cinta adhesiva en la parte trasera de un cajón. No se encuentra fácilmente.
—Curtis es bueno —repitió Parker. Era maravilloso ver el sentido de equipo en acción.
—Ahora veremos.
Reuben se acercó a la mesa, intentando retener algún tipo de iniciativa. Lo último que quería era que Smith o su pistolero metieran la mano en el cajón buscando una llave inexistente y sacaran una pistola. Si es que había tal pistola.
Reuben llegó a la mesa. Smith lo miraba con atención. ¿Y si el mensaje había sido una trampa? ¿Y si Curtis había pasado después de que hubieran dejado la pistola? Mejor no pensar. Mejor retener la calma. Reuben abrió el segundo cajón tal y como le habían dicho y metió la mano.
Allí estaba, esperando, dura, lisa y fría como el corazón de Smith. En seguida la reconoció: una Heckler y Koch P7. La había usado una vez en una práctica de tiro. La pesada culata y el resorte del martillo la identificaban a la primera. Alguien lo había planeado con cuidado: con un cañón de ocho centímetros era fácil de esconder y maniobrar. La culata resultaba extrañamente gruesa. Reuben supuso que llevaba un cargador de trece disparos en vez de los ocho normales. La cogió como pudo. El corazón le martilleaba con rabia en lo hondo del pecho. Estaba mareado.
—¿Algo va mal, teniente? —Smith dio un paso adelante.
—La llave no está. Sus matones han armado una merienda de negros.
Smith se acercó un poco más. Reuben siguió haciendo gesto de buscar. Se sentía lejano. Movía la mano como en un sueño.
—A ver…
Reuben levantó la vista. Su padre seguía junto a la puerta. Parker estaba a su lado, peligrosamente cerca.
Smith había llegado junto a él. Como un hombre al borde de un enorme precipicio, Reuben lo dejó todo y saltó al vacío, sacando la pistola y apuntándola en un solo gesto, cogiéndolo por el cuello con su mano libre, poniendo la pistola con fuerza contra su sien, desordenando su pelo peinado con tanto cuidado.
Notó que Smith se ponía tieso, no de miedo, sino preparándose.
—Diga a Parker que suelte el arma. Tiene dos segundos para hacerlo.
Reuben intentaba que su voz sonara tranquila, pero por dentro una tormenta se había apoderado de él.
Parker dudó. Smith indicó con la cabeza que lo hiciera. El hombretón soltó el Uzi. A la vez agarró al padre de Reuben, poniéndolo delante de él como escudo. Un momento más tarde, sacó la pistola y la apuntó a la cabeza del viejo. Empate.
Reuben golpeó con fuerza a Smith en la cabeza, tirándolo al suelo. Smith gruñó e intentó ponerse de rodillas, pero no lo consiguió. Reuben se echó detrás de la mesa.
Parker estaba entrenado para rescatar rehenes, no para el terrorismo. Dejó su escudo a un lado y se agachó, disparando a través de la mesa donde creía que estaba Reuben. Su pistola lanzaba balas Glaser de las más potentes, que destrozaban la chapa y el conglomerado. Reuben logró ponerse detrás del archivador metálico. Los siguientes tres disparos rebotaron contra el acero. Reuben se puso en pie y disparó dos tiros. Dieron a Parker en todo el vientre, desgarrando la pared del estómago y proyectándolo contra la pared. El que había cargado la pistola había puesto municiones de alta velocidad.
Un pie fuerte abrió la puerta de una patada, echando al padre de Reuben al suelo. Un momento más tarde el segundo guarda entró en la habitación, pegado al suelo, girando y levantándose un poco. Llevaba el Uzi, levantado, buscando un blanco. Reuben le disparó en la cara, a bocajarro. El silencio que se produjo a continuación fue muy puro.