Dicen que Brooklyn es la ciudad de las iglesias y los cementerios. Rezas, mueres, vas al cielo. Brooklyn no es el cielo, por supuesto. El cielo no es un lugar en donde viva gente. La iglesia es lo más a lo que se acerca mucha gente, que no es mucho decir.
En términos estrictos, el lugar a donde habían llevado a Reuben ya no era una iglesia. Era sólo un caparazón abandonado esperando que llegaran las excavadoras y pusieran fin a su miseria. El cura de la mirada cansada había ido y se había llevado las reliquias de debajo del altar, junto con los granitos de incienso que se habían depositado con los huesos, la sangre y la carne seca. La piedra del altar ya no estaba, la lámpara del santísimo estaba apagada, el murmullo de bendiciones había cesado. Sólo quedaba un apagado eco de santidad; un campanario sin campanas, nichos sin estatuas, ventanas sin imágenes, rotas y cubiertas con tablas.
Reuben estaba sentado en lo que había sido el altar, tiritando por la fría corriente que entraba por una puerta trasera. La única iluminación existente procedía de una docena de luces de gas que habían instalado antes de que llegara. Smith se había ido hacía una hora, dejándolo con dos tipos forzudos que esperaban fuera en Gibson Street. Se negaban a contestar a las preguntas de Reuben o a decir adónde había ido Smith.
Habían metido a Reuben en otro Lincoln, le habían vendado los ojos y lo habían llevado a la iglesia en silencio. Lo habían separado de Angelina. No sabía adónde la habían llevado. Una vez, intentando sonsacar alguna explicación de Smith, le había propinado un fuerte puñetazo en el plexo solar para que se callara. Había perdido el sentido del tiempo y de la orientación. Habían hecho un viaje largo, pero Reuben tenía la impresión de que seguían en Brooklyn, que el coche había dado vueltas y vueltas camino a su destino.
Se abrieron las puertas delanteras de la iglesia y entró Smith, acompañado por otros dos pesos pesados. Traían a otro hombre mucho más delgado, al que hacían avanzar a empujones; tropezaba y se enderezaba con dificultad. Parecía estar esposado y dolorido. A medida que el pequeño grupo se acercó, Reuben reconoció al prisionero de Smith como el hombre que mató a Danny, el que habían llamado «Kominsky». Kominsky tenía pinta de ser un tipo duro. Portaba un grueso vendaje en el lado derecho de la cara. Llevaba un pijama y zapatillas. Lo habían traído directo de su cama del hospital. Miró a Reuben sin comprender. El grupito llegó a cuatro metros del altar y se detuvo.
Smith se separó de sus compañeros y se acercó suavemente a Reuben. Éste bajó de la mesa de piedra. El hombre mayor miró a Reuben con distanciamiento. No había la menor emoción en sus ojos, igual que si él fuera un entomólogo y Reuben una polilla ensartada en un alfiler clavado en un muestrario. La madre de Reuben habría reconocido esa mirada. Ella había estado en los campos de concentración y había visto muchas veces hombres y mujeres con esa mirada. Aún persistía escondida en rincones ocultos de su vida, incluso ahora, en su vejez. Reuben lo notó intensamente, como si el conocimiento se hubiera transmitido por la sangre a sus ojos y su corazón. Lo notó y se estremeció involuntariamente al acercarse Smith.
—Antes había ángeles aquí —dijo Smith. Su voz sonaba lejana—. En las vidrieras, con alas rojas y moradas, como tremendas mariposas. Y allí mismo, a cada lado del altar, dos ángeles de yeso que nos vigilaban durante la misa, dorados, con las manos extendidas.
Se detuvo y recorrió las paredes desoladas y el techo oscuro, buscando en vano algo que nadie más veía.
—Fui niño, aquí, hace mucho —dijo—. Mi padre me traía a misa a esta parroquia, después de mi primera comunión. Una vez a la semana y en las fiestas de guardar. Fui monaguillo. Me vestían de blanco y me daban un incensario. Yo creía que era puro de corazón. Todos lo creíamos. Puros como Jesús. Puros como el padre Tirali. —Se detuvo, mirando en lo alto del crucero las espesas sombras—. En seguida descubrimos nuestro error. Volvió a mirar a Reuben, la mirada vacía.
—¿Y usted? —preguntó—. ¿Tenía ángeles? ¿Angelitos dorados para mirar cómo perdía la pureza? ¿O aún es puro de corazón, teniente? Desciende de una raza angélica, ¿no?
—Donde me llevaba mi padre no había imágenes. Ni siquiera ángeles.
Smith arqueó las cejas.
—¿De verdad? ¡Qué lástima! Los ángeles son muy bonitos.
—¿Qué han hecho con Angelina?
—Típicamente judío, esto de cambiar de tema. ¿Qué le hace pensar que he hecho algo con ella?
—Necesita ayuda. Ayuda médica. Si entra en coma, puede morir.
Smith se acercó un paso más. Su aliento creaba una tenue nube en el aire frío.
—Ella está a salvo, teniente. Totalmente segura. Yo, en todo caso, me preguntaría si lo está usted.
Reuben miró a su alrededor, la iglesia, los robustos hombres en trajes con hombreras, y el hombre delgado intentando esconder su miedo.
—Creo que va siendo hora de que me dé una explicación, Smith. No tiene autoridad para retenerme aquí. Ni siquiera se me imputan cargos.
—¿De verdad? Creo que los cargos están muy claros. Es sospechoso del asesinato de su compañero Danny Cohen. Hay orden de busca y captura. Hoy ha sido encontrado en una casa utilizada por camellos. Estaba en compañía de un adicto a la cocaína y varios notorios camellos. Y tenía una cartera con cinco kilos de perica colombiana cien por cien pura. Valor al por mayor, doscientos mil dólares. Mucho más de haber llegado a la calle.
Smith cruzó los brazos sobre el pecho. Miró un buen rato a Reuben, como midiéndolo antes de decir sus próximas palabras.
—Usted es un hombre peligroso, teniente —dijo—. Sabe demasiado. Y demasiado poco. Mis superiores quieren su silencio. Hay distintas maneras de conseguir eso, por supuesto. Maneras sencillas. Y otras más complicadas, como la que yo he elegido. El motivo por el que he escogido la opción más difícil es que quiero darle una oportunidad. Mis superiores quieren algo más que una promesa de que no meterá las narices en sus asuntos. Quieren toda la información que haya conseguido reunir, quieren los archivos que haya podido sacar la señora Hammel de su apartamento, quieren cierta libreta, y quieren lo que usted sacó ayer de la sala subterránea.
—¿Y qué me darían a cambio?
Smith se encogió de hombros.
—Salir de aquí sin mancha alguna en su reputación. Mañana podría volver a la comisaría como de costumbre. Nadie lo detendría. Nadie sabría nada del pequeño incidente de esta noche. Por el contrario, encontraría una carta del director de la policía informándole de un ascenso importante.
—¿Y si os mando al infierno?
—En ese caso nos acompañaría allí. Lo juzgarían culpable de la muerte de Danny Cohen. Se demostraría que él descubrió su relación con el tráfico de estupefacientes. Lo sentenciarían. No haría falta utilizar las fotos que le enseñé. Quizá las podríamos guardar para otra persona. Tal vez la señora Hammel.
—Yo sé quién mató a Danny. Sólo que me dieran la ocasión lo podría demostrar. Sólo tendría que abrir la boca ante el tribunal.
—Sí —dijo Smith—, quizá pudiera.
Giró levemente la cabeza y chasqueó los dedos autoritariamente. El hombre que tenía detrás se adelantó, arrastrando a Kominsky.
—Creo que está usted destinado a convertirse en el fin del señor Kominsky —dijo Smith—. Ya lo ha herido de gravedad. Y le ha privado de un ojo. Ahora él está aquí, y usted también.
Smith hizo una seña a uno de sus matones. El hombre puso de rodillas a Kominsky. El herido parecía tener miedo. Tiritaba sin ningún control. No era ira, ni deseo de venganza, era miedo.
Smith no había despegado la vista de Reuben. Alargó una mano y el hombre de la derecha puso en ella una pistola, una Browning 9 milímetros con cargador automático. Smith la cogió con la displicencia de un hombre que ha tenido una en la mano con la suficiente frecuencia como para no darle importancia. Ofreció la pistola a Reuben.
—Está cargada —dijo—. Lo designo verdugo de Kominsky. Él quería que sus amigos lo mataran hoy. Su vida por su ojo. Anoche mató a su amigo confundiéndolo con usted. Ahora puede ajustarle las cuentas. La vida de Kominsky por la de su amigo.
Reuben cogió la pistola. Los guardaespaldas de Smith lo apuntaron con sus armas. Sabía que no tendría ocasión alguna de apuntar a nadie que no fuera Kominsky. Éste lo miró. Su único ojo expresaba elocuentemente su terror. Reuben levantó la pistola. Resultaba más pesada que ninguna otra de las que había levantado en su vida. Pensó en Danny en el suelo, con la garganta rajada. En Angelina atada a la silla junto a él. Apuntó la pistola a la cabeza de Kominsky. Si cerraba los ojos sería como en las prácticas de tiro. Disparar, cargar, disparar, cargar. Cerró los ojos. Ojo por ojo, vida por vida. «Lo mataré, mamá» se dijo. Apretó el gatillo.
Abrió los ojos y dejó caer la pistola. Smith lo miraba, impertérrito.
—Por lo visto rechaza mi oferta, teniente.
Reuben no dijo nada. Le temblaban las manos. Smith recogió la pistola. Con indiferencia nada afectada la puso contra la nuca de Kominsky. Éste temblaba como una hoja. Reuben miró a los ojos de Smith.
—Anoche —dijo Smith a Reuben—, y quizá otra vez esta noche, usted tal vez pensó que la diferencia entre usted y el señor Kominsky era la diferencia entre el amor y el odio. O el amor y la indiferencia. Tal vez sea así. Pero desde entonces las cosas se han hecho más sencillas. Usted sigue teniendo la posibilidad de escoger entre la vida y la muerte. Usted acaba de tomar esa decisión. El señor Kominsky la tomó anoche cuando fracasó en su misión.
Smith apretó el gatillo y abrió un boquete del tamaño de un puño en la nuca de Kominsky. Un violento estremecimiento sacudió el cuerpo destrozado, la sangre saltó a latidos por el aire desacralizado. Reuben cerró los ojos. El cuerpo de Kominsky cayó muerto al suelo. El sonido de la explosión resonó una y otra vez por la iglesia abandonada.
Smith devolvió la pistola a su colaborador.
—Tiene hasta mañana por la mañana, teniente Abrams. A las cinco de la madrugada. Nos veremos entonces.
Se dio la vuelta y se alejó. Reuben abrió los ojos y lo vio alejarse. En mitad de una zancada Smith se detuvo y giró atrás la cabeza.
—Por cierto, teniente. Olvidé mencionar el buen aspecto que tiene su madre. ¿Qué edad tiene ahora? ¿Setenta años, quizá? Tiene muy buen aspecto. Estoy seguro de que ella y su padre alcanzarán una edad venerable. ¿No lo cree?
Se dio la vuelta y se alejó. No hubo ya sonido alguno; sobre el suelo donde habían andado sacerdotes y acólitos fluía la sangre como un amargo recuerdo del vino.