CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

El diecinueve hacía mucho que había dejado de ser un apartamento digno de tal nombre. La puerta quemada y abollada había sido reforzada tantas veces con plancha de acero y cerraduras y trancas de seguridad que parecía más bien la puerta de una fortaleza medieval.

A cada lado de la puerta un artista de ghetto había dedicado su considerable conocimiento del oficio en pintar dos figuras mortecinas, como divinidades chinas vigilando la entrada de un templo budista. El nombre de cada una había sido escrito en burdas letras rojas al pie. A la izquierda estaba el «Barón H», el esquelético dios de la heroína, con piel pálida y jabonosa y minúsculas pupilas en ojos soñadores. De su cuello flaco colgaba un collar de jeringas usadas y de su boca y nariz salían nubes de humo cargado de droga que subían hacia el techo.

Su pareja era la «Emperatriz C», una mujer alta con un vestido de muselina blanca debajo de un frac negro de hombre. Llevaba un sombrero de copa brillante como el del dios voudoun Baron-Samedi, las aletas de su nariz estaban rojas y dilatadas y de sus largas uñas caía sangre. Le habían pintado la cara de un blanco tiza. En una mano tenía una botella de ron y en la otra una pala larga de sepulturero. Heroína y Cocaína, las divinidades guardianas del nuevo Hades.

Reuben golpeó la puerta y la siguió golpeando hasta que alguien respondió.

—¡Ya vale! ¡Voy! —dijo una voz malhumorada.

Un ojo apareció en la pequeña mirilla de cristal y entonces desapareció. Retiró ruidosos cierres. La puerta se abrió unos seis centímetros, cogida con pesadas cadenas. Reuben no veía a nadie. El amargo olor de heroína salía por la ranura.

Oui? ¿Qué quiere?

—He venido a por Angelina Hammel.

Hubo una pausa, y la puerta se cerró. Un ruido al soltar las cadenas, un juramento entre dientes y la puerta se volvió a abrir. El espacio al otro lado estaba en penumbra, el aire estaba cargado, casi irrespirable. Puntos entre las sombras, pequeñas luces moradas bailaban a la altura del suelo. El apartamento parecía un hospital de campaña en Francia hacia 1916. Habían abierto grande boquetes en las paredes. Las habitaciones comunicaban entre sí. Todo estaba cubierto por un sudario de humo como niebla sobre las trincheras de los muertos y moribundos.

Sobre camas bajas, sobre sofás viejos, en el suelo, los condenados estaban repartidos de cualquier manera, como si durmieran. Algunos se movían en su estupor, otros estaban quietos, mientras alrededor de todos caían penachos de humo soporífero en una danza lenta y mesurada. Allí, en el sanctasanctórum de su religión el dragón se movía como el incienso, cálido, cargado y confortante.

Reuben tosió. A su lado estaba una vieja negra, encogida y nudosa como un árbol marchito. Volvió a correr los cerrojos y movió su encorvada osamenta para verlo. Le faltaban los dientes, sus ojos estaban medio ciegos de cataratas y sólo le quedaban unos mechones de pelo sobre su calva desnuda.

—¿Angelina? ¿Quiere ver a Angelina?

Reuben asintió. Su voz era tensa y afónica, pero tenía algo bello, como si fuera lo único que quedaba de una belleza chocante. La vieja murmuró algo ininteligible, entonces se dio la vuelta y se alejó, haciéndole señas para que la siguiera. Reuben la obedeció. A su izquierda, un hombre flaco estaba encorvado sobre otro, inyectándole cuidadosamente en el dorso de la pierna, la aguja buscando una vena aún sin colapsar. Algo más allá una mujer de ojos grandes estaba en cuclillas, su mano rozando descuidadamente el cuello y hombros de un hombre que estaba tieso sobre una hoja de gomaespuma sucia.

Una compasión raída recorría suavemente el humo y el aire frío. El amor no estaba totalmente ausente del infierno. No del todo ausente, no del todo presente. Ningún dios ofrecería la salvación por ese amor. Un chute de heroína era un chute de heroína, por mucho que se administrara con amor.

Angelina estaba echada sobre la espalda, con las piernas levantadas contra el pecho, los ojos abiertos, mirando un tejido de sombras en el techo sin dar señales de vida. Tenía la cara relajada y sin expresión alguna, como si un bisturí afilado y sutil hubiera extirpado el dolor y el recuerdo. No había sangre, no había restos ni puntos de sutura: una cirugía muy perfecta. Pero la herida se curaría y el dolor volvería, más intenso que antes.

—¿Qué le ha pasado?

La mujercita se quedó mirándolo, sin comprenderlo. Él se agachó. La respiración de Angelina era poco profunda pero constante. En el suelo a su lado estaba una jeringa vacía. Estaba arremangada. Alguien le había enseñado a inyectarse. ¿O habría jugado ya un poco a ese juego? Se preguntó quién lo habría llamado. No había sido la vieja. Algo no iba bien, pero no podía imaginarse qué era.

Un sonido apagado procedente del apartamento de encima le llamó la atención. No era fuerte, tampoco realmente suave, tan elegante y afilado como el hielo que nota hacia el mar en los ríos en la crecida de primavera; sonaba como un tambor, con ritmo claro y duro en el aire cargado de droga. Sobre sus cabezas se reunían los dioses. No los dioses de este lugar sino los dioses antiguos, fuertes, persistentes y enfadados con la oscuridad cada vez mayor de un nuevo mundo y una nueva era.

Al frágil sonido del minúsculo tambor kata se unió la palpitación más lenta del ségond, rítmico y pulsante, llamando a los dioses a la danza. En el aire quieto y desnudo la grave palpitación se cernía sobre sus cabezas, pesada y fluctuante como la nieve.

Angelina se movió, como si algo muy profundo en ella se hubiera despertado con los tambores. Sus labios temblaron, abriéndose un poco, el aliento llegaba en fragmentos.

—África… —susurraba. Se agachó para oírla. Su voz tenía una debilidad que sólo había oído en los moribundos—. África viene… —dijo ella.

Y él miró a su alrededor y lo sintió en el aire, denso, tangible, abriéndose paso por los siglos y los mares hasta el puerto roto de esa habitación cargada de droga.

Sus labios se callaron, sus ojos parpadearon y se quedaron quietos. Reuben se enderezó.

—Quiero moverla —dijo—. ¿Puede ayudarme a bajarla? Tengo el coche fuera.

La vieja sonrió.

—La llevamos juntos —dijo—. Nos vamos juntos en el coche.

Consiguieron sacar a Angelina por la puerta al rellano. Bajarla por las escaleras sería más difícil. Reuben pasó el brazo de ella por su cuello mientras que la vieja evitaba que los pies se arrastraran por el suelo. Paso a paso, rellano a rellano fueron bajando hasta el primer piso. Reuben miró hacia abajo. Había dos hombres esperándolo al pie de la escalera.

Se volvió a la vieja, con la oscura esperanza de que ella tuviera el poder de ayudarlo. Pero ya se había ido, subiendo a toda prisa las escaleras con el poco resuello que le quedaba. Volvió a mirar. Seguían esperándolo.