CAPÍTULO TREINTA Y TRES

Hay teólogos que afirman que el infierno no es un lugar, sino un estado de la mente. Se equivocan. El infierno está en Gibson Street.

Reuben avanzó lentamente, con los faros apagados, viendo cómo las sombras grises se mezclaban a ambos lados de la calle. Las paredes de edificios altos y gastados se cernían en la oscuridad como mausoleos silenciosos. Hubo un tiempo en que fueron elegantes, llenos de vida y comodidad al llegar la fiesta de acción de gracias y Navidad. Ahora estaban acurrucados en la oscuridad sórdida en todas las estaciones del año, harapientos y mugrientos, sin el menor confort. Era como si alguien lo hubiera frotado todo con un trapo grasiento, acabando con el brillo que tenían.

En algunos puntos estaban encendidos braseros en la acera, proyectando chispas rojas en el aire brillante. Reunidos a su alrededor, encorvados para protegerse del frío, pequeños grupos de ángeles caídos recogían sus inquietas alas resguardándose de la noche afilada y poco acogedora.

Figuras oscuras y envejecidas entraban y salían de portales sombríos. Por ventanas tenebrosas, tras las cortinas cerradas, tras cristales rotos y retorcidos, ojos ocultos miraban y parpadeaban lentamente, sin ver nada. Fragmentos sueltos de música surgieron de alguna parte; sonido duro, frágil, lleno de una desesperación contenida. El viento lo cogió y lo partió por la mitad, como un cristal.

Reuben pasó por delante de una ruina que alguna vez había sido un edificio de apartamentos. Primero había padecido negligencia, después malos tratos, más tarde había sido despojado de todo, finalmente había sido destripado, abandonado y dejado para que se pudriera. Había un agujero en una de las paredes, de unos treinta centímetros de diámetro. Estaba rodeado de grafitis. Flechas apuntaban hacia él. Parecía un agujero importante. Y lo era.

Reuben sabía para qué era ese agujero: uno se ponía en el lado de la calle y metía la mano, con todos los dólares y monedas que había logrado reunir en todo un día de buscarse la vida. Un camello oculto cogía el pequeño fajo y lo sustituía por un paquete aún más pequeño, con un cuarto de gramo o menos de caballo. La anonimidad era pura. La heroína, no.

Reuben vio pasar un par de ángeles caídos, tiritando, ahogándose en su sueño de estupefacientes. Las drogas no conseguirían hacerlos ricos. Las drogas no podían suprimir su hambre ni el frío que tenían ni su desesperación. Pero las drogas sí lograban hacerlos insensibles. La insensibilidad era buena. La insensibilidad era mejor que el sueño. La insensibilidad es Dios en su trono del reino de la mentira.

La calle tenía una oscuridad propia, como si Dios la hubiera hecho a medida. Ninguna de las farolas funcionaba. La última la habían roto hacía dos años. Nadie había ido a arreglarla. Los residentes de la zona lo preferían así.

El número 497 era uno de los motivos de ello. Era un edificio de piedra marrón de estilo neorrenacentista, de cinco pisos. Alto, negro y rayado de sombras. La mayor parte de sus ventanas habían sido tapiadas, la decorativa barandilla metálica que había subido los escalones de la entrada había desaparecido hacía mucho. La albañilería estaba en muy mal estado. El término «neorrenacentista» en un sitio como Bedford Stuyvesant sonaba a chiste malo.

Reuben aparcó el coche justo enfrente. Salió y lo cerró con llave, vigilando por el rabillo del ojo para ver si alguien se movía. Un niño lo miraba desde la entrada de una casa dos portales más allá. Tenía diez años, quizá menos. Reuben le hizo un gesto, indicándole que se acercara. El niño se quedó mirándolo, dudando. Reuben volvió a llamarlo.

Sin darle especial importancia, el chico se separó de la barandilla en donde estaba apoyado. Conocía el lenguaje de la calle mejor que el inglés. Se acercó a Reuben con cierta chulería. No era un niño. La infancia no duraba mucho por allí: los niños pasaban a ser adultos en cuanto aprendían a robar bolsos o coches o vender droga o hacer de chulo para sus hermanas. Algunos sabían hacer todo esto y más antes de cumplir los seis años.

El chico se quedó a unos metros, balanceándose sobre la punta de los pies. Sabía que Reuben era un poli: la cara blanca bastaba para saberlo. Los paisanos no iban por allí a no ser que estuvieran perdidos o desesperados, y Reuben no parecía estar ninguna de las dos cosas.

—¿Qué?

Reuben sacó un billete de diez dólares del bolsillo.

—Esto es para ti —dijo—. Quiero que vigiles el coche, que nadie lo toque. Si sigue bien cuando salga, te daré dos más. ¿De acuerdo?

El chico miró el billete, después a Reuben, después al billete otra vez.

—Veinte ahora, treinta después, —dijo él.

Reuben sacudió la cabeza.

—No he venido a regatear, chaval. O lo tomas o lo dejas. Pero como salga y encuentre una sola rayada en mi máquina, voy a volver con unos amigos y vas a arrepentirte de no haber cogido el dinero.

—Oiga, que yo también tengo amigos.

—Tú tienes una mierda. No juegues conmigo, chaval. Tú coge el dinero, vigila el coche, haz que me vaya de aquí contento y mañana encontrarás que tienes treinta dólares más. Por no hablar de lo que vale mi amistad. Mete a tus amigos en esto, y lo único que tendrás es problemas gordos.

Reuben no se hacía a la idea de estar hablando así con un niño. Pero aprendían el inglés en la televisión y su manera de comportarse en la calle. Era posible que ese niño ya se prostituyera y fuera la estrella de una docena de vídeos para pedófilos. Santa Claus y el ratón Pérez no formaban parte de su vocabulario.

El niño dudó un momento más, y alargó la mano.

—Que sean cuarenta y asunto resuelto.

Reuben volvió a sacudir la cabeza.

—Treinta y cinco. Diez ahora, el resto después. No voy a tardar. Considéralo una manera rápida de ganar dinero. El niño apretó los labios y escupió al suelo.

—Es mejor que no tarde mucho. Tengo cosas que hacer.

Reuben le dio los diez dólares.

—Y recuerda —dijo—. Una sola rayada y me vas a volver a ver.

—Eso no me gustaría, señor. No querría volver a verlo nunca.

Reuben se dio la vuelta y se alejó.

—¿Oiga, a dónde va?

Reuben indicó su destino.

El niño sacudió lentamente la cabeza.

—Eso es un picadero. Si tiene un amigo metido allí, no vale la pena que lo vaya a buscar.

* * *

La puerta de la calle estaba entreabierta, aguantada por un carro de supermercado abollado. El cartel indicaba que era de Finast. Reuben lo apartó y entró. Un viento cortante entró con él, arrastrando polvo, basura y trozos de viejos periódicos.

Un picadero era un sitio donde los adictos se ponían en fila y se iban chutando uno tras otro. La misma jeringa para cincuenta o más, hasta que perdía la punta.

El vestíbulo estaba desierto, débilmente iluminado por una única bombilla cubierta de polvo. Olores de cerveza rancia y orina fresca estaban presentes en el aire viciado. A la izquierda una escalera oscura subía de rellano en rellano hasta las alturas de la oscuridad más absoluta. Grafitis de pintura de spray impedían que el yeso de las paredes se desprendiera, azules y verdes y amarillos sobre una base de pintura marrón apagada: un listado de nombres olvidados, proclamaciones de amor y odio, el número de una puta, eslóganes de las bandas en francés mal escrito, un falo con sus correspondientes testículos, una mujer con las piernas abiertas. El arte al servicio de la desesperación.

Un hombre estaba apoyado al pie de la escalera, con los brazos cruzados, la espalda algo arqueada contra la barandilla suelta, la cara oculta en las sombras a rayas. Llevaba un traje barato azul marino y mocasines imitación Gucci, con los retenes del empeine ya ensuciados por las primeras lluvias saladas del otoño.

Reuben sabía por qué estaba allí. Ése era el puesto de vigilancia del territorio tribal, y ése era el guardián. Se había declarado la guerra en aquellas calles: negros americanos contra caribeños, jamaicanos contra haitianos, negros contra hispanos. Era territorio de bandas. Y Reuben pertenecía a la banda menos oportuna de todas.

El hombre avanzó un par de pasos, como un gigoló adelantándose en un baile. Aún tenía la cara en penumbra. Conocía bien las tinieblas, cómo orientarse en ellas. Reuben atisbo un pendiente de oro, un pómulo estrecho alcanzado momentáneamente por la luz, una mano pequeña en un ajustado guante de cuero, dedos relucientes de anillos de oro.

—¿Buscas a alguien, blanc?

La pregunta fue formulada lentamente, con pleno control.

Reuben indicó que no.

—No quiero problemas. Alguien me llamó y me dijo que viniera aquí. Apartamento diecinueve. Quizá sabes algo de ello.

El hombre se adelantó hasta una mancha de luz amarilla. Tenía veintitantos años, guapo, engominado, con mucho autocontrol. Llevaba pegado el olor de una colonia barata, un fino velo sobre un olor subyacente de sudor. Se movía como un hombre que no esperaba llegar a los treinta años. No lo esperaba. Tampoco le importaba mucho.

—¿Buscas coca, blanc? ¿Crack? Quizá te has equivocado de sitio. No te conviene aquí; es muy peligroso.

—Alguien me llamó. Una amiga necesita ayuda. Una haitiana, Angelina Hammel. Apartamento diecinueve.

El hombre lo miró como un inspector de control de parásitos mirando una cucaracha. La mirada puso tenso a Reuben.

Lo estaba valorando. Reuben llevaba dinero, todo lo que se había llevado de su apartamento: casi quinientos dólares. Eran capaces de matarlo por mucho menos. Por allí mataban a la gente por unas zapatillas deportivas o una chaqueta de béisbol.

—No quiero coca, no quiero crack y no quiero problemas. Me habré ido en cinco minutos. Ni me olerás.

—Ya te huelo. Y hueles a poli.

Reuben tenía que decidir rápido si iba a hacerse el duro o ser educado. El vigía le daba miedo. No porque fuera un tipo duro, sino precisamente porque no lo era. Los hombres como él eran de paja; prendían fuego a la menor llama. Pero como siempre pasa con ellos, les gustaba hacer daño de vez en cuando, sólo para demostrar que, en un momento dado, también podían ser un pedernal.

—Eso no tiene nada que ver contigo. Esto es un asunto privado. Ya te he dicho que no quiero problemas. Pero como te pongas tonto, dejará de ser privado.

Llegó el momento de moverse. Reuben fue hacia la escalera, con intención de pasar de largo del vigilante. Al hacerlo hubo un destello y el hombre tenía una navaja larga a unos centímetros de la cara de Reuben.

En el piso de arriba alguien tosió, una tos prolongada y estremecedora que se extinguió quedándose sin aliento. Una puerta se cerró de golpe. Sonaba música, rap con un ritmo seguido. En el pasillo reinaba el silencio. Reuben se oía respirar, un sonido primitivo, extraño.

El hombre tenía la navaja cerca del cuello de Reuben. La hoja larga de la navaja brillaba heráldicamente, lisa, bien lubricada, afilada como una hoja de afeitar. Reuben dio un paso atrás, con la vista pegada a la hoja. El hombre se adelantó, manteniendo la posición del cuchillo. Estaba puesto en posición, relajado, fascinado por el brillo de su propia hoja. No era la primera vez que lo hacía.

De repente, Reuben dio un paso al lado y giró, apartándose del alcance de la navaja. El hombre la clavó en el aire, se dio la vuelta y alcanzó el hombro de Reuben. Éste se le acercó. El otro se abalanzó sobre él. Un movimiento de esgrima, pero sin la habilidad o la fuerza del deportista. Reuben lo esquivó sin dificultad y dio con fuerza en el fino antebrazo. El hueso se quebró con estrépito. Dedos insensibles dejaron caer la navaja sin sangre al suelo. El hombre se agachó, lloriqueando.

—La próxima vez —dijo Reuben— búscate alguien de tu talla.