Reuben volvió al apartamento hacia las seis. Por lo que podía ver, nadie lo había seguido, y nadie vigilaba el edificio. Angelina no había vuelto. Primero fue a una tienda de ultramarinos y compró comida. No tenía hambre, pero sabía que tenía que comer. De regreso al apartamento, comió un plato frío sin el menor placer. A continuación puso vendajes limpios sobre sus heridas.
A las ocho llamó a sus padres para decirles lo de Danny. Ya lo sabían a través del hermano de éste. Su madre le dijo que había estado preocupada por él todo el día. Habían pasado unos de la policía aquella misma tarde haciendo preguntas. La madre de Reuben pensaba que sus nombres eran Quirk y Maguire. Querían que Reuben se pusiera en contacto con ellos.
Su madre quería saber dónde estaba, y por primera vez en su vida le mintió.
—Estoy en Nueva Jersey —dijo.
Empezaba a preocuparle su prima Dora y cuándo empezaría a decir a la gente dónde estaba. Dos días era un plazo demasiado optimista. Veinticuatro horas como mucho.
—¿Estás metido en algún jaleo, Reuben? —la voz de su madre estaba cargada de preocupación.
Tuvo la sensación de que una vez más tenía ocho años, pero privado del sólido andamiaje de la inocencia.
—Una especie de jaleo, mamá.
—Es… ¿tiene que ver con lo de Danny? —Una pregunta estúpida, pero tenía que hacerla.
—Yo quería a Danny, mamá. Era como un hermano.
—Reuben, tengo que ir a ver a su madre. Tengo que hablar con ella. Encontraron a su hijo muerto en tu apartamento. Tú estás escondido. La policía te busca. ¿Qué le digo?
—Dile lo que te acabo de decir. Dile que Danny y yo estábamos trabajando juntos en un caso y alguien lo mató. Dile que sé quién es el asesino. Lo voy a encontrar, mamá, lo prometo.
—¿En Nueva Jersey? ¿Lo vas a encontrar en Nueva Jersey y lo vas a traer de vuelta? —Su voz le resultaba infinitamente triste, como música que había conocido antaño y ya había olvidado.
—No, mamá —susurró—. No lo voy a traer de vuelta. Lo voy a matar.
El teléfono sonó justo antes de las once.
—¿Puedo hablar con el teniente Abrams?
La voz de una mujer, cazallosa y sin aliento. Una voz costrosa, como si no la hubieran lavado en semanas. No era la voz de Angelina, pero el acento era similar.
—Abrams al aparato. ¿Con quién hablo?
—No importa. ¿Tiene papel y bolígrafo?
—Pues…, sí.
—Apúntese estas señas: 497 Gibson Street, en Bedford Stuyvesant. Apartamento diecinueve. ¿Lo ha apuntado?
—Sí. ¿Qué pretende que haga?
—Una amiga suya está aquí. Tiene problemas, problemas graves, dice que quiere que la venga a buscar. En seguida.
—¿Qué tipo de problemas?
—Problemas graves, m’sieu. Necesita que la ayude. Lo necesita mucho. Es mejor que venga en seguida.
—Quiero hablar con ella.
Hubo un momento de silencio y entonces volvió la voz.
—Espere.
Él esperó. Pareció transcurrir mucho tiempo, pero no podía haber sido más de tres o cuatro minutos. Cuando Angelina se puso al teléfono, su voz era apenas reconocible.
—Reu… Reuben.
—¿Eres tú, Angelina? ¿Qué ha pasado? Otro silencio, como si se hubiera ido.
—Estoy… Reuben… ayúdame… necesito… socorro…
Su voz se desvaneció, confusa, con las palabras a medio formar. Sonaba como si estuviera borracha. Borracha o… colocada. Dios mío, ¡qué estúpido había sido! Aubin Mondesir era un camello. No un pez gordo, pero iba por buen camino. Angelina lo había ido a ver el día anterior, pero no había conseguido nada porque estaba muerto. Todo eso de que era un sacerdote vudú y que daba alimento espiritual era mentira podrida.
—Angelina, ¿qué te has tomado? ¿Cuánto? ¿No será una sobredosis?
Pero Angelina no contestó. La otra mujer se volvió a poner al aparato.
—Ya se lo decía, necesita ayuda. Ya tiene las señas. Si quiere ayudarla, será mejor que se dé prisa.
La línea se cortó. El silencio que se produjo a continuación no era dorado. ¿Qué sería?