CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Volvió a llamar a Sally. Seguía sin contestar. La llamó a su número en el ayuntamiento, pero no estaba. Cuando dio su nombre, le dijeron que esperara un momento. Medio minuto más tarde, la persona al otro lado de la línea dijo que Sally le había dejado un mensaje. Consistía en un nombre y unas señas: doctor Nigel Greenwood, Kent Hall, Columbia University. Nada más. Reuben dio las gracias y colgó.

La centralita de Columbia le puso con la extensión de Greenwood. La voz que contestó era británica, un acento sacado de Retorno a Brideshead.

—Ah, sí, la señorita Peale me habló de usted anoche. Dijo que usted había hecho ciertos descubrimientos que podían ser de mi interés, y pensó que yo, a mi vez, le podría ser útil. Tengo una clase de dos horas en unos minutos, pero después estaré libre. ¿Por qué no viene a Columbia? Dentro de dos horas. Encontrará Kent Hall detrás de la entrada a la calle Dieciséis. Suba los escalones frente a la biblioteca a su izquierda. Kent Hall está un poco más adelante, a su derecha. Es imposible perderse. Mi nombre está en el directorio en la planta baja, junto a los ascensores. Le estaré esperando.

* * *

Reuben cogió las cartas de Bourjolly y el semicírculo de oro africano y los metió en una caja. Fue en taxi hasta Manhattan, pagó la cuota de una caja de seguridad, y la depositó allí.

Llegar a Columbia le llevó un rato. Central Park estaba cerrado al público. Broadway estaba embotellado. El ascensor de Kent Hall no funcionaba. Encontró a Greenwood en una pequeña oficina en el cuarto piso. La habitación era del siglo XIX, con paneles de madera repletos de libros y papeles. Greenwood lo complementaba a la perfección. Reuben se preguntó si es que la universidad contrataba sus profesores en función del aspecto que tendrían en su entorno natural. El inglés llevaba una chaqueta de tweed, un chaleco color mostaza, pantalones de pana marrones y una pajarita de cachemir. Tenía cuarenta y tantos años, medio calvo, algo gordo. Todo rezumaba olor a humo de pipa.

Se dieron la mano y Reuben se sentó al otro lado de la mesa de trabajo, mirando a Greenwood por entre pilas de libros en precario equilibrio, muchos de ellos volúmenes antiguos encuadernados en piel. Las tapas estaban mugrientas y manchadas, un poco como su dueño.

—¿Conoce usted bien a la señorita Peale? —preguntó Greenwood.

—Somos… buenos amigos —contestó Reuben—. Hemos trabajado juntos en diversas ocasiones.

—Yo también. Me trae sus casos difíciles, yo la ayudo cuando puedo.

—¿Es usted profesor de derecho?

Greenwood sonrió y sacudió la cabeza.

—No. Ni nada que se le parezca de lejos, me temo. Soy medievalista, especializado en las traducciones latinas de textos orientales. Cuando digo «orientales» quiero decir de oriente medio; sobre todo hebreos y árabes. Era investigador en el Instituto Warburg en Londres hasta hace seis años, entonces salió un puesto aquí y yo no me lo pensé dos veces. Desde luego las cosas ya no son lo que eran en las universidades. El suplicio de los mil recortes. Las plazas de profesor son como polvo de oro; y un campo como el mío siempre es el primero en desaparecer. «¿Se gana dinero con esto?», me preguntan. «¿Tiene aplicaciones industriales?». No tengo más remedio que contestar que no. ¿Por qué los iba a tener? Si hubieran hecho esas mismas preguntas a Platón y Sócrates los habrían echado a la calle. Así que me vine aquí: los bárbaros no resultan tan conspicuos aquí. Así, pues, ¿en qué le puedo ayudar?

—No estoy seguro, profesor. ¿Textos latinos?

Reuben recorrió la habitación con la vista. Libros en latín, libros en hebreo, libros en algo que supuso era árabe. Le sonaban.

—Bueno, los textos son la materia prima de mi trabajo —dijo Greenwood—. En realidad escribo sobre la historia, sociología y psicología social del ocultismo: asuntos como la magia, la brujería, la astrología. Tal vez no se tome en serio esos temas. La verdad es que yo tampoco. Es decir, no creo en ellos. No consultaría, por ejemplo, un astrólogo para decidir qué hacer mañana o el año que viene. Pero la gente de otros siglos sí creyeron, y sus creencias afectaron su comportamiento. Por esto resulta importante estudiar esas creencias. Y sigue habiendo mucha gente que cree en estas cosas hoy en día. Nueva York tiene decenas de miles de ocultistas de uno u otro tipo.

—¿Y Sally le traía los problemas legales? No comprendo. Greenwood se adelantó en la silla. Necesitaba un buen corte de pelo. Dos cortes.

—Bueno, no exactamente problemas legales. La señorita Peale es algo más compleja de lo que usted se imagina.

—¿Ah sí?

—Sí, bastante más. Pero creo que eso es asunto de ella. Me dijo que usted había descubierto ciertas cosas.

Reuben asintió. Explicó como mejor pudo lo que y él Danny habían encontrado en el túnel y las cámaras subterráneas.

—¿Recuerda títulos de alguno de los libros que vio allí? —preguntó Greenwood.

—Sólo de unos pocos. Había uno en francés. Clavicles creo que se llamaba. Traducido del hebreo.

—Sí. Debía de ser las Clavículas de Salomón, la llave del rey Salomón. No hay muchos ejemplares en circulación, aunque he visto muchos manuscritos. Es el grimoire más importante, el libro de texto utilizado por los magos en Europa. Se suponía que había sido escrito por el rey Salomón en persona. Absurdo, por supuesto, pero la tradición le atribuye varios libros de magia. ¿Sabía usted que se supone que era mago?

Reuben asintió.

—Sí, algunos de los midrash

—Pero por supuesto. Usted es judío. Lo había olvidado. Hay muchas tradiciones bíblicas. Muchas de ellas fueron acogidas por el Islam, y a través de los textos árabes al latín. ¿Encontró otros libros?

Reuben recitó los nombres de los pocos que recordaba. Greenwood fue asintiendo al oír cada unos de ellos, como si fueran nombres de viejos amigos. Pero el último le hizo levantar la vista, sorprendido.

—Repita ése.

—Una prudente advertencia a los justos —repitió Reuben—. Era un relato de cosas sucedidas en Nantucket hacia 1800.

El profesor se quedó callado. Se le nubló la cara. Pareció inquieto por primera vez desde que Reuben entró en la habitación.

—Ése es un libro muy difícil de encontrar —dijo al fin—. Se imprimieron pocos ejemplares y aún menos se han conservado. Creo que la mayor parte fueron quemados. Pero he visto uno en la biblioteca de Yale. —Vaciló—. Los hechos que en él se describen son de lo más desagradables. Encontrarlo en una biblioteca como la que usted describe resulta sumamente… inquietante.

—Creo que puede estar relacionado con otros hechos —dijo Reuben.

—¿Sí? ¿De qué hechos se trata?

Cuidadosamente, evitando toda tentación de dramatización o de adorno, Reuben contó al profesor los detalles que había oído de boca de Angelina acerca de la Séptima Orden. Le llevó un buen rato. Cuando acabó Greenwood se quedó mirando fijamente al frente, inmóvil, pálido, casi ceniciento.

—Dice que había cartas.

—Sí. Muchas. Las que cogí provenían de Haití. Las conservo.

—Pero dice que había otras. De Mitau, Budapest, Riga.

—Entre otros sitios, sí.

—Comprendo. Tal vez, teniente, habría sido mejor que no se las hubiera llevado.

Greenwood apartó la silla de la mesa y se puso en pie. Se acercó a mirar por la ventana. Los alumnos iban hacia sus clases en la luz cada vez más débil de la tarde de otoño.

—Dígame, teniente, ¿sabe qué ha sucedido con esos túneles, con esas cámaras que descubrió? ¿Los está explorando su gente?

Reuben sacudió la cabeza.

—Me parece que no, a no ser que me estén engañando. Me dijeron que habían sido precintados. Creo que tienen intención de tapiarlos.

El inglés asintió. Se alejó de la ventana.

—Quizá sea mejor. Sí, incluso si representa perder una biblioteca tan especial, puede que sea mejor así. Pero creo que habrán sacado los libros y las otras cosas antes de cerrarlo…

—Sally tenía la impresión de que usted me podría ayudar. —Tal vez pueda hacerlo. Pero necesito tiempo. Querría ver las cartas que sacó de la biblioteca de Bourjolly. Y tengo mucho interés en hablar con la señora Hammel.

—Me temo que no sé dónde está. Se fue esta mañana, y creo que tiene intención de desaparecer.

Una expresión preocupada atravesó la cara de Greenwood.

—Lamento oírlo. Intente encontrarla, teniente. Por el bien de ambos, es muy importante que la encuentre. Ahora mismo no puedo ayudarlo más. Póngase en contacto conmigo mañana. Éste es mi teléfono particular. Me puede llamar a casa. Espero su llamada. Ahora le sugiero que intente encontrar a la señora Hammel. Urgentemente.