CAPÍTULO VEINTINUEVE

Reuben se acercó a la acera y paró el motor. Instantáneamente la noche se llenó con el aullido del viento. Apagó los faros y miró la oscuridad. Nubes finas corrían nerviosamente frente a una luna aguada y asustada. Reposó la cabeza contra el volante. El plástico estaba fresco, pero no le ofrecía consuelo alguno. Se sentía exprimido. No sólo cansado sino seco, vacío de su ser. Las extremidades le pesaban, como si estuvieran enfundadas en cemento. La cabeza le palpitaba de dolor.

Había vuelto hacía casi dos horas con un coche sin distintivo alguno, un Lincoln negro con matrícula de Washington que lo había dejado enfrente de su apartamento. El segundo conductor era menos comunicativo que el primero. Campos oscuros y después las luces de la autopista de Long Island de vuelta hacia Brooklyn.

Reuben había visto cómo el Lincoln se perdía de vista y entonces había cogido su coche y había ido directo hacia la comisaría. Kruger estaba de servicio. Eso era una ventaja; Pete Kruger no era del tipo que iría a Connelly con historias de visitas nocturnas.

Reuben había bajado a los archivos con la esperanza de encontrar algo que diera un poco de coherencia a lo que estaba pasando. Una hora más tarde estaba mirando una desnuda pared blanca con piel de gallina por la espalda y sudor frío en las palmas de las manos. No había ni un solo documento. Nada relacionado con el caso. Ni un solo registro de exhumación. Nada sobre investigaciones del crimen organizado con vínculos en Haití. Nada sobre Richard Hammel. Nada sobre Filius Narcisse. Nada sobre Aubin Mondésir.

Después había llamado a Sally, usando el número que le había dado. No contestaba nadie.

Estaba sentado en el coche, mirando por el parabrisas una calle tan vacía como él. Encima, las ramas de árboles iracundos atacaban la oscuridad, dando golpes desaforados, haciendo trizas la noche. Se sentía frío, mareado y hambriento. Lo único que quería hacer era dormir.

Con un gran esfuerzo logró arrancarse del coche. Al momento se convirtió en otro fragmento de basura azotado por la tormenta. Cerró el coche y se volvió hacia su edificio. Al hacerlo levantó la vista.

Algo no iba bien. Su cerebro, lentísimo, se esforzó por interpretar la advertencia que sus cansados ojos habían registrado. Se irguió, apoyándose en el coche, mirando hacia su apartamento, luchando contra el cansancio.

De repente comprendió. No había luz en el salón. No había luz, pero tendría que haberla. Danny odiaba cerrar las cortinas. Si él estaba, estarían abiertas de par en par y la luz brillaría por la ventana. Eran más de la una y media, pero de ninguna de las maneras Danny sería capaz de irse a la cama. Y si estaba despierto vigilando a Angelina, el lugar más lógico para estar sería el salón. Con las cortinas abiertas. Reuben metió una mano en el abrigo y sacó su 38.

Se detuvo al pie de las escaleras para quitarse los zapatos. En su fuero interno se maldecía por haber dejado a Angelina tanto tiempo allí, en un sitio que sus atacantes conocían. Conteniendo la respiración, empezó a subir los escalones de uno en uno, con la espalda contra la pared, la pistola apuntada hacia arriba por la escalera. Nada se movía. No se oía nada.

Su puerta estaba al final del rellano del primer piso. A medio camino vio la puerta entreabierta. Detrás de ella una luz estaba encendida en el pasillo. El rellano estaba frío, desierto. Sintió cómo las manos se le humedecían de sudor. Tenía la boca seca. La sangre se le movía en las venas como agua barrosa, lenta y asustada.

Al llegar a la puerta se pegó a la pared y escuchó. Al principio no oyó nada y después logró distinguir un sonido pequeño, vacilante. Una voz de hombre, baja, insistente. No era la voz de Danny. Lentamente empujó la puerta para abrirla.

Entró por el hueco con un salto, con la pistola preparada, cargado de ira y miedo, borrando su cansancio. El pasillo vacío se extendía infinitamente, conocido, desconocido. Avanzó con sus pies descalzos por la blanda moqueta del pasillo.

La puerta del salón estaba abierta de par en par. Desde allí oía la voz de un hombre, ahora más fuerte.

—No será doloroso —dijo la voz—. Al principio no sentirás nada. Después de un rato empezarás a marearte. Notarás que las extremidades te flotan, notarás la lengua dormida. Poco después empezarás a vomitar. Te pondrás fría, muy fría. La sensación de dormido se trasladará a otras partes del cuerpo. A continuación se instalará la parálisis. Lo que pase después depende de cómo haya medido exactamente la dosis. Puede que entres en coma. Te enterrarán viva. O quizá mueras. Pero tardarás mucho, y serás plenamente consciente hasta el final. En todo caso, tú eliges. Si cambias de opinión, puedes evitar que te pase nada malo. La decisión es tuya. No hubo respuesta.

Reuben sintió como si algo primitivo se le hubiera metido en las venas. Era un cazador al acecho de su presa. Robert de Niro en la cima de una montaña, muy por encima de una niebla de otoño en movimiento. El regocijo llenaba su vaciedad. Lo llenaba y lo contaminaba a la vez. Se aproximó a la puerta y giró la cabeza cautamente.

Se hallaban a la izquierda, detrás de la puerta. El hombre daba la espalda a Reuben. Angelina estaba amarrada a una silla, mirando fijamente al frente. En una mesilla baja junto a la silla había una jeringuilla grande y una botellita llena de un líquido oscuro.

Reuben atravesó la puerta con un paso cauto. Al hacerlo notó algo en el suelo junto a la silla en la que estaba sentada Angelina. Era el cadáver de un hombre espatarrado en la moqueta, con el cuello medio rebanado por un alambre. Reuben cerró los ojos con fuerza y se cogió a la puerta para evitar caerse. Una enorme bestia levantó la cabeza y bramó, peluda y deforme sobre laderas abandonadas. Reuben abrió los ojos. Danny seguía allí. En su corazón, como un peso terrible, Reuben notaba los inicios de un dolor que duraría toda la vida.

Su instinto, su deseo era apretar el gatillo, pero no podía arriesgarse a dar a Angelina. Quería cogerlo vivo. El rugido del viento encubrió su entrada en la habitación. Se puso a la derecha, alejado de la puerta, por si hubiera un segundo hombre en el apartamento.

—Pon las manos muy lentamente en la nuca —dijo Reuben—. Da un paso hacia atrás, y date la vuelta. Si te veo algo que se parezca a un arma en la mano te voy a volar la cabeza de un tiro.

Hablaba con voz calmada, usando palabras que ya había dicho en otras ocasiones, siguiendo las reglas, vigilando al prisionero, atento a la menor señal de problema. Pero la mano le temblaba y su cabeza aullaba como el viento. ¡Danny no!, gritaba. ¡Danny no puede estar muerto! Pero Danny estaba tieso en el suelo y el hombre que daba la espalda a Reuben lo había matado y Reuben esperaba tener una excusa para pegarle un tiro.

El hombre se quedó callado y dejó caer las manos a los lados.

—Pon las manos en la nuca y date la vuelta como te he dicho. Preferiría matarte que dejarte vivir, así que vete con mucho cuidado.

El hombre se giró, lentamente, con toda la intención. Tenía la cara pálida. Había rastros de sangre en sus cejas y su cuello. Se había puesto un gran esparadrapo en la mejilla.

—Sea quien sea usted, señor, está cometiendo el error de su vida —dijo—. Hágame caso. Deje la pistola, aléjese y vuelva allí de donde viene.

—Afloje los cierres. Suéltela de la silla.

—Se está…

Reuben disparó una vez sobre la cabeza del hombre, muy cerca.

—Bueno, bueno, calma.

El hombre se volvió y se puso detrás de la silla. Soltó las correas de cuero. Cayeron al suelo. El hombre se irguió y al hacerlo, su mano se movió de prisa, se levantó con un giro, disparando.

Era bueno, pero no lo suficiente. La primera bala de Reuben le dio en el hombro.

El desconocido se balanceó, perdiendo el equilibrio por el impacto de la bala. La pistola se le escapó de la mano y cayó al suelo. Su cara dio señales momentáneas de dolor, pero volvió a calmarse. Siguió acercándose.

Reuben volvió a disparar. La segunda bala le dio en el estómago, bastante abajo. Volvió a balancearse. En el fondo de su garganta empezó un rugido profundo. De repente se movió, cogiendo a Reuben completamente desprevenido, lanzándose sobre él. Reuben se echó atrás, disparando dos veces.

Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, Reuben cayó empujado por su oponente. En el intento de recuperarse, dio un paso hacia un lado, en dirección a la mesilla de café. Resbaló y su pie descalzo pisó con fuerza un fragmento de cristal roto. Gritó y cayó, la pistola salió volando, yendo a dar contra la pared donde no la podía alcanzar. Un segundo cristal se clavó en la zona lumbar, cerca del riñón derecho. Volvió a gritar, tumbándose rápidamente sobre el estómago, para librarse del cristal.

Al girarse para arrancar el trozo de botella que tenía en la espalda, Reuben vio cómo el desconocido se detenía y se volvía hacia él. Empezó a arrancar el cristal, esforzándose por ponerse de rodillas, pero el hombre se lanzó encima, aplastándolo contra el suelo. La habitación empezó a dar vueltas. El dolor de la espalda lo desgarraba, arrastrándolo hacia la inconsciencia, llenándolo con miles de afiladas astillitas.

El desconocido sacó un cuchillo largo y afilado de un bolsillo interior. Cogió impulso con la mano derecha, apuntando a la cabeza de Reuben. Desesperadamente, éste encontró fuerzas para apartarse. El cuchillo le rozó la sien, llevándose consigo algo de cabello y carne. El hombre volvió a levantar el cuchillo.

Reuben dio un fuerte golpe con la rodilla en la entrepierna del desconocido. Éste gruñó y se dobló, dejando caer el cuchillo. Reuben repitió el golpe y después rodó por el suelo para quitarse de encima a su atacante. Con un gran esfuerzo logró apartarse.

El hombre alto volvía al ataque. Reuben encontró el trozo de cristal y se lo sacó. Había atravesado su abrigo, entrando profundamente en la carne. Notó cómo su ropa se empapaba de sangre.

Se incorporó a duras penas, buscando su pistola. El desconocido ya estaba de pie, con el cuchillo en la mano. Un calambre de dolor le recorrió el pie derecho al apoyarlo en el suelo. Tropezó, permitiendo que su oponente lo cogiera y lo derribara de nuevo.

Esta vez Reuben le sujetaba el brazo. El hombre tenía la cara apretada contra la suya, su respiración se le metía por la nariz, tenía los ojos muy abiertos, llenos de ira. Ira y otra cosa. ¿Triunfo? ¿Éxtasis? ¿Soledad? ¿Deber? Sujetaba el cuchillo con dedos potentes, acercándolo cada vez más al cuello de Reuben.

Habían llegado a rastras junto a la silla donde seguía atada Angelina, sin poder moverse. El cuchillo estaba a unos centímetros. La mano izquierda de Reuben tocó algo duro y frío. Lo cogió con los dedos y lo levantó. Era la jeringa, que había caído al suelo durante la lucha.

Reuben arqueó la espalda, luchando por mover la mano izquierda. La punta del cuchillo ya estaba contra su cuello, su brazo derecho perdía fuerza. En su cabeza explotaban brillantes luces y resonaba un latido apagado como un trueno lejano.

Logró girarse unos centímetros hacia un lado y apretó con fuerza la jeringa. La punta dio al hombre en pleno ojo derecho. Hubo un leve chasquido al reventar el globo ocular. Reuben soltó la jeringa. Colgaba algo inclinada, atravesando el ojo. El desconocido gritó, la cara desfigurada por la sorpresa y el horror. El cuchillo cayó mientras se llevaba ambas manos al ojo.

Reuben se apartó rodando. Estaba mareado, no había logrado alcanzar su pistola y tenía la impresión de que iba a vomitar. El desconocido se retorció de agonía, cubriéndose la cara con sus dedos rojos de sangre. La jeringa había caído al suelo.

Reuben se arrastró hacia el lugar donde había visto por última vez el 38. Estaba a sólo unos metros, pero parecía que fueran kilómetros. Al fin llegó, y al hacerlo la náusea le invadió en oleadas. Vomitó, notó que la habitación se tambaleaba y que el olor de la vomitona le subía a la nariz, notó los calambres de dolor de la espalda y el pie. Se abalanzó, intentando alcanzar la pistola. El suelo subió hacia él, veloz como un tren, y se estrelló con él con fuerza. Después ya no hubo nada.