Angelina se despertó de repente, saliendo de un sueño de cicatrices y belleza destrozada. El viento se había avivado de nuevo, saliendo a las calles dormidas como un borracho, aullando, golpeando, dejando caer bolsas de lluvia oscura como vino barato sobre aceras manchadas y resquebrajadas. Se quedó en la cama y lo escuchó bramar, y algo le dijo que no había sido el viento lo que la había despertado. El reloj señalaba la 1.15. Reuben tendría que haber vuelto hacía muchísimo.
Durante unos segundos el viento se calmó y un silencio cargado de ira reprimida llenó la noche. Era como el momento entre los tambores rada y los petro, el estrecho espacio entre amor y deseo, donde un silencio tirita entre los dioses. Sabía que algo iba mal. El viento volvió a dar voces, sin aliento, al acecho, buscando la paz.
Apartó la ropa de la cama y se quedó tiritando en la oscuridad, desnuda, con frío, a ciegas. Una bata de algodón estaba en el suelo. La encontró a tientas y se la puso. Su mano se acercó por un momento al interruptor de la luz, pero se lo pensó dos veces y la apartó.
En el pasillo no había ningún movimiento. Danny se había quedado en el salón cuando ella se fue a la cama. Ella quería gritar su nombre, pero el miedo la retuvo. Estaban aquí, de eso no tenía la menor duda. Aquí, con ella, en los espacios privados de su oscuridad. Se movía despacio, conteniendo la respiración. El viento sonaba más apagado, pero a sus agudos oídos llegaban otros sonidos: una viga que crujía, un panel de madera que chirriaba con el frío, el apartamento que se estiraba y relajaba en la noche. Tenía que llegar hasta Danny costara lo que costase.
La puerta del salón estaba perfilada por una fina línea blanca de luz. Se acercó a ella descalza, como en cámara lenta, tensando todos los músculos, todos los pelos de punta, como hilos estirados contra el borde brillante de una hoja de afeitar. La puerta parecía estar a kilómetros de distancia, pequeña e inaccesible. El silencio le silbaba en las orejas como vapor, haciéndola encogerse de miedo.
Un siglo más tarde llegó a la puerta. Ojalá hubiera llevado algún arma, un palo, un zapato, cualquier cosa con lo que pudiera defenderse. Su respiración era densa y dificultosa y la ahogaba. Una mano gigante aplastaba su corazón. Temblando, alargó la mano y abrió la puerta. La luz inundó el pasillo, ahogándola.
Tuvo la impresión de haber gritado, pero la voz que sonó estaba en su interior, resonando en los silencios enormes y vacíos. No era capaz de dar una voz material a su miedo.
Danny estaba en la silla donde lo había dejado. La muerte había sido seguramente rápida. El alambre se había clavado profundamente en su cuello, rajando la tráquea como una hoja afilada.
Sonó un paso sobre el suelo a su espalda. Ella se dio la vuelta, reprimiendo un grito. Un hombre alto salió de la cocina. Tenía una gruesa pistola en la mano, con un silenciador largo en el cañón.
—Usted no escucha, señora Hammel —dijo—. Le mandamos avisos, pero usted no escucha. Le dijimos que regresara a Haití, que olvidara todo esto, pero se queda aquí y se burla de nosotros.
Su voz era firme, su respiración suave y tranquila. Ella buscó consuelo en sus ojos, pero no lo había. Él hablaba de Haití, de volver a casa; pero Angelina sabía que para ella no habría vuelta a casa, no volvería a atravesar las oscuras aguas, sólo una noche de invierno en Brooklyn y el viento pesado entre los edificios de piedra y su verdugo que la miraba desde su altura con tristeza en los ojos.
—El teniente Abrams ya no puede ayudarla —dijo—. Ahora está sola. Ya sabe lo que queremos. No le haré daño si me dice dónde está.
Ella se dio cuenta de que había confundido a Danny con Reuben. Un pequeño error, pero se agarró a él como se agarra un hombre que están a punto de ahorcar al poder de flotación del aire.
Ahora se movía hacia ella lentamente, con paso resuelto, consciente de su fuerza, atento, alerta. Sólo su altura ya la intimidaba.
Retrocedió hacia la habitación, temblando de miedo, con los ojos fijos en la cara de él, desesperada por ganar tiempo, desesperada por que Reuben llegara. Y en ese momento la idea le vino como una bofetada: ¿y si Reuben ya había vuelto? ¿Y si yacía muerto en otra habitación?
Tuvo pánico y se volvió, dándole la espalda como un animal acorralado. Al hacerlo vio la botella de Glenfiddich medio vacía donde Danny la había dejado. Sin detenerse a pensar lo que hacía la cogió por el cuello y la rompió con un fuerte golpe contra el borde de la mesa. Whisky y cristal roto cayeron mezclados sobre la moqueta. Blandió el largo cuello de botella con su afilado borde, cortando el aire, advirtiéndolo para que se alejara. El terror le daría valor para herirlo, eso lo tenía claro.
—¡No se acerque! —gritó—. ¡No se acerque o le haré daño!
El hombre se limitó a sonreír y entró con pies de plomo. Tenía confianza en su fuerza, le parecía ridícula su capacidad de dañarlo; pero por las calles había visto más de una vez lo que puede hacer el cristal roto, incluso en manos de un hombre asustado. Le podría disparar, por supuesto, pero preferiría no correr el riesgo que eso implicaba. Si ella moría, tal vez nunca encontrarían lo que buscaban. Enfundó la pistola.
Lo tenía a pocos metros obligándola a dar vueltas a la habitación como un perro pastor, metiéndola en un rincón. Ella tropezó con un taburete bajo, recuperó el equilibrio como pudo y agitó la botella. El hombre se tambaleó al apartarse, perdiendo momentáneamente el equilibrio. Ella se lanzó para aprovechar la ocasión, intentando alcanzarle la cara. El cristal le desgarró la mejilla, justo debajo del ojo izquierdo, extrayendo una línea de carne, abriendo la mejilla hasta el hueso.
La sangre salió disparada sobre la moqueta. El desconocido se tambaleó, gritando, pero cuando Angelina levantó la mano para volver a golpear, le agarró la muñeca y la obligó a bajar el brazo, sacudiéndolo, haciéndole soltar la botella. Al momento se puso sobre ella, aplastándola con su peso, apretándola contra el suelo. Haciendo caso omiso del dolor de su herida agarró su cuello con ambas manos, apretando con fuerza. La sangre salía a borbotones de la herida de él, cayendo caliente contra sus ojos y en su boca abierta.
Ella hacía aspavientos con los brazos impulsada por el terror, llorando, escupiendo, las manos martilleando el pecho de él. La tenía cogida con fuerza, apretando con saña, con sus dedos como bandas de hierro. Los golpes de ella se hicieron cada vez más débiles, cada vez menos frecuentes y precisos, meros golpecitos, y después ya nada. Y una enorme oscuridad floreció en su cabeza, tocada de destellos de luz, y hubo dolor, y no hubo respiración, y nada, nada, nada.
Dejó que la cabeza cayera contra el suelo con un fuerte golpe.
La cara y el cuello de ella estaban cubiertos de sangre. Temblando, él se puso en pie y la miró.
—Ahora —susurró, apretando los dientes para acallar el dolor—, ahora sí que podemos empezar.