«Confía en mí». Las palabras más peligrosas de la lengua. De cualquier lengua. Angelina no confiaba en nadie, ni siquiera en sí misma.
Cuando Reuben se fue, dejó tras de sí un silencio tan pavoroso como un grito prolongado. El silencio le aulló hasta que se puso las manos sobre los oídos y apretó, encerrándolo en lo más profundo, lejos de la noche exterior.
Danny llegó diez minutos más tarde, algo irritado. Pensaba pasar la noche solo y quitarse las penas con unas copas. Hacer de canguro para la nueva novia de Reuben no formaba parte de sus planes. La primera media hora transcurrió de forma incómoda. Angelina estaba malhumorada, asustada, inquieta y Danny le llegó apagado y perplejo. El sermón de Connelly había tenido su efecto en él. A Danny no le molestaba que Reuben tuviera esta mujer en su apartamento, ni que quisiera que la vigilara. Había hecho media docena de trabajos de protección personal. Eso era el problema: sabía lo aburridos que pueden llegar a ser.
Hablaron de esto y lo otro. Danny encontró una botella grande de Glenfiddich en el armario de los licores y sirvió dos generosos vasos. Al fin y al cabo, no estaba de servicio.
Se preguntó cuánto sabía Angelina de lo que estaba pasando, qué parte de los asuntos del día le había revelado Reuben, si es que le había contado algo. Aparte de con Connelly, él no había hablado con nadie. Aún lo atormentaba: el largo túnel, el cuarto con los pozos y las jaulas, la biblioteca dormida y su guardián ciego y cubierto de telarañas.
La noche avanzó. El nivel de la botella de whisky fue bajando, mayormente a través del vaso de Danny. Angelina le contó lo de las hojas de afeitar, y cómo creía que habían llegado hasta allí. Las habitaciones estaban en silencio, en un silencio tenso, aún cargado del silencio abandonado de Reuben. Ninguna conversación servía. Ella habló de Rick en frases cuidadas que estaban a medio camino entre el dolor y la alegría. Danny apenas contestó. Parecía estar en otro sitio, pensando, soñando o flotando en algún sitio intermedio.
Empezó a hacer frío. Angelina encendió el gas. Pequeñas llamas amarillas parpadearon y proyectaron una calidez artificial por la habitación oscurecida. Se preguntó cuándo había visto por última vez el sol, sol de verdad.
—Reuben tenía muchas fotos —dijo Danny—. Fotos de su familia. Siempre las tuvo, en todos los apartamentos que tuvo. ¿Te dijo qué hizo con ellas?
Angelina miró las llamas fluctuantes, y los reflejos que creaban en el protector de latón. Vio reflejado su propio rostro, su imagen callada deformada por las llamas y el metal.
—Ya no están —dijo ella—. Reuben las tiró. Ya estaba harto de ellas.
Danny la miró con cara de póquer, percibiendo la mentira, pero incapaz de expresarlo.
—Reuben nunca haría eso —dijo—. Él quiere a su familia. Ellos lo son todo para él.
—Lo sé. —Hablaba con suavidad. Sus palabras estaban llenas del silbido del gas. Sólo lluvia y niebla y en verano calor sin luz—. Pero pasó.
Danny la miró. Miró la luz de las llamas que se reflejaban en su cabello. No dijo nada. Pensó que Reuben la debía encontrar bellísima. Esas cosas pasan. Quizá era bellísima, él no lo sabía. Personalmente, él no pedía demasiado a una mujer. Pero Reuben era diferente.
—¿Te has acostado con Reuben? —preguntó, asombrado por su propio descaro.
—Sí —dijo ella.
La volvió a mirar. Sí, pensó, Reuben sabría tocar una mujer así, sabría cómo hablarle.
Ella se le acercó.
—Háblame de Reuben —dijo ella—. Me dijo que eras su mejor amigo. Que hacía mucho que os conocíais.
Danny asintió. Vio cómo un rizo le caía sobre los ojos, y cómo lo apartaba con la mano. La luz de las llamas recorría su piel, dándole un tono cobrizo. Reuben la debía encontrar misteriosa, fría y bella. Reuben sabría cómo vencer su reserva.
—Reuben es el hombre más solitario que conozco —dijo—. Tiene su familia, tiene sus amigos, casi nunca está solo. Pero es tan solitario como si viviera en la luna. Es solitario y está perplejo, sólo que no quiere darse cuenta de ello.
—¿Perplejo? ¿Por qué?
Danny se encogió de hombros.
—Por la vida, supongo. No, no es eso. Por la bondad.
—No comprendo.
—A Reuben lo educaron para creer en la bondad, en el poder de la virtud. Sus padres son estrictos. No son hassidim, pero sí practicantes. Le dijeron que Dios es bueno, que el universo está impregnado de bondad. A pesar de todo, a pesar del Holocausto. Aún peor, de alguna manera como consecuencia del Holocausto. Es lo que le decían.
Se detuvo, mirando la piel de ella, mirando cómo la luz de las llamas la transformaba. Parecía brillar con luz propia.
—Pero Reuben no logra encontrar esa bondad, así que se preocupa y agobia. Piensa que Dios es medio malo, o que quizá no hay Dios. Pero su infancia estuvo llena de Dios. No puede desprenderse de Él sin desprenderse de su infancia, y no se puede desprender de su infancia sin desprenderse de sus padres, y a sus padres los quiere. Así que está perplejo. Y mire donde mire ve maldad en vez de la bondad que, por su educación, espera.
—¿Es por su trabajo? ¿Es por ser policía?
Danny negó con la cabeza. Sorbió un poco más de whisky. Empezaba a sentir un sabor amargo en su boca.
—No es por eso. Es por él mismo. Su trabajo no es que ayude; pero Reuben haría reproches a Dios aunque fuera un rabino. Cosa que no es.
—¿Es por eso que se siente solo?
Danny dudó antes de asentir.
—Sí —dijo—. No se me había ocurrido, pero me parece que es eso. El universo no está lo bastante lleno para él. Lo intenta llenar con gente, con recuerdos o con alguna otra cosa, pero en realidad lo que quiere es bondad. No amor, ni armonía, ni paz. Sólo bondad.
—¿Y mujeres? ¿Tiene a alguien?
El corazón de ella latía irregularmente, en cadencias negligentes. Su soledad la llevaba hacia él como una polilla ciega a través de la infinita oscuridad.
—Te tiene a ti.
—Sólo anoche. Me he acostado con él una sola vez. No me tiene.
—No tiene a nadie más.
—¿Y antes?
Se hizo un silencio prolongado. El frío del exterior apretaba con fuerza contra los cristales de las ventanas. Cuando Danny habló, su voz había cambiado.
—Reuben ha estado casado. ¿Te lo dijo? Ella asintió con la cabeza.
—Su mujer se llamaba Devorah. Era muy bella. Eran novios desde niños. Crecieron en la misma calle, y pasaron todo su tiempo juntos. Ella sólo tenía diecinueve años cuando se casaron. Reuben tenía veintiuno.
Danny calló, escuchando voces del pasado.
—¿Fueron felices?
Él levantó la vista y asintió.
—Sí —dijo—. Muy felices. No había visto nunca a nadie tan feliz. Duró cuatro años.
—¿Qué pasó?
Otra vez ese silencio.
—Me lo puedes contar —dijo ella.
—Hubo un accidente. Estaban de vacaciones con su hija Davita en un campamento de verano judío en Massachusetts, en las Berkshire Mountains. El campamento es una colonia muy pequeña de bungalows a la orilla de un lago. Devorah y Reuben salieron a nadar una mañana, muy temprano. Hay una corriente en el centro del lago. Devorah no era una buena nadadora. Sabía lo de la corriente, pero por algún motivo esa mañana no tuvo cuidado. Reuben la perdió de vista, y después la vio haciendo grandes esfuerzos. Él hizo lo que pudo, pero no logró salvarla. Nunca se lo ha perdonado.
Danny apartó la vista. Tenía lágrimas en los ojos. También hacía mucho que conocía a Devorah.
—¿Y su hija?
—¿Davita? Vive con los padres de Devorah. Él no daba abasto, así que la adoptaron. La visita tan a menudo como puede. Viven en Canadá, en un lugar llamado Hamilton, justo al sur de Toronto. Se fueron de aquí después del accidente.
Danny volvió a quedarse callado. Se preguntó qué habría hecho Reuben con las fotos de Davita. Angelina no dijo nada. Se puso en pie y se acercó a la ventana.
La calle estaba vacía. Vacía y alterada. Sin gente, las calles cambian, pierden su sentido. Pero no la engañaba. Estaban allí. En apartamentos de lujo, en oficinas de cristal, en vestíbulos de mármol pulido, en coches largos y refinados, en jardines interiores espléndidos con viñas, al final de escaleras de caracol, con los pies dispuestos a bajar, en túneles de la noche más profunda, en cementerios punteados de sombras. Allí fuera. Esperando.