CAPÍTULO VEINTISÉIS

El conductor del coche patrulla era un desconocido para Reuben. Tenía la mandíbula cuadrada y los labios estrechos. No habló durante su largo viaje, aparte de presentarse. Cuando Reuben le preguntó dónde lo llevaba, él se encogió de hombros y dijo:

—Le llevo a ver al capitán Connelly, tal y como me han ordenado.

—No lo he visto por la comisaría —dijo Reuben—. ¿Hace poco que lo han trasladado?

El hombre no respondió.

Condujo en silencio por las calles sin memoria. Brooklyn estaba en un estado de perpetuo flujo. Las viejas tiendas yiddish de la infancia de Reuben ahora tenían nombres caribeños o españoles; había sinagogas convertidas en iglesias con nombres como la Iglesia de la Santísima Trinidad de América; caras conocidas se habían convertido en caras desconocidas. El coche estaba caliente pero se sentía incómodo. Reuben miró por el parabrisas: el grueso cristal hacía que todo pareciera lejano, como una ciudad vista a través del agua. En el exterior la noche se pegaba a las calles para aprovechar su calor.

Atravesaron Queens y Nassau County hacia el este, saliendo de la ciudad hacia las zonas semirrurales de Long Island. Reuben se quedó dormido un momento y al despertar se encontró atravesando una enorme oscuridad donde los faros del coche eran las únicas luces. Las largas extraían un mundo de cristal de la nada; una carretera blanca como la tiza, los pálidos setos, los árboles oscuros con la marca del invierno en sus hojas. Una granja apareció de repente y al momento ya no estuvo, buhardillas pintadas de blanco planas sobre la superficie de la oscuridad. Un pequeño molino de viento giraba suavemente con la brisa del mar. Un caballo estaba en pie en un campo silencioso, pateando la hierba enredada.

Llegaron a una casa con buhardillas algo alejada de la carretera, rodeada de árboles y espesos matojos. Era de estilo colonial, pero de construcción moderna. Una luz brillaba en una única ventana de una cúpula que destacaba contra el cielo. Las primeras dos plantas estaban a oscuras. La casa era como un barco a la deriva en la noche.

El conductor llevó a Reuben dentro, aún silencioso y apagado. Parecía conocer bien el edificio. Un interruptor a la derecha de la puerta encendió la luz de un pasillo largo y una escalera con pasamanos blanco.

—Suba —dijo el conductor—, lo están esperando.

Las escaleras daban directamente al tercer piso. Un largo pasillo enmoquetado llevó a Reuben hasta un espacio en el que la luz le llegaba casi hasta los pies. El corazón le latía desacompasadamente, le costaba respirar. La casa resultaba fría. Había un punto de humedad en el aire. En alguna parte se oía un reloj pesado, ni lento ni rápido. Una puerta abierta invitó a Reuben a entrar. Había una escalera de caracol que subía hacia un espacio iluminado.

Reuben ascendió lentamente los escalones, de uno en uno. Fue a salir a la cúpula, una gran área sobre la que se extendía un hemisferio de cristal. El aire era cálido y húmedo. Era como si Reuben hubiera entrado en un invernadero tropical en una fría noche de invierno. Plantas exuberantes crecían por todas partes en abundancia. Palmeras, lianas y asombrosas flores rojas constituían un mundo en miniatura. Orquídeas de colores encendidos florecían en tiestos de musgo, aisladas en las masas de follaje espeso.

El capitán Connelly estaba sentado en una silla de mimbre a la izquierda de Reuben, su robusta osamenta encajada en ella como una mano de hombre en un guante de mujer; estaba nervioso, apocado, no del todo presente. Cuando Reuben entró, el capitán no hizo ningún gesto de bienvenida ni de reconocerlo. Había manchas de sudor en su pecho y en sus axilas. Minúsculas gotitas de sudor le cubrían la frente.

A cierta distancia de Connelly, dando la espalda a la habitación, una figura miraba, casi a oscuras, por la ventana la oscuridad exterior.

Reuben se acercó a Connelly. El capitán lo miró fijamente, pero no dijo nada. El segundo hombre se volvió. Era un hombre guapo, de cincuenta y pico de años, bien rasurado, corto cabello gris. Una amplia frente se unía con unas espesas cejas y una nariz afilada. Una cicatriz estrecha le recorría la mejilla derecha, blanca y afilada como una hoja de afeitar. Habló con suavidad, con una voz un poco aguda que parecía indicar una carga de energía tensa y nerviosa en el interior. Energía, fuerza, violencia quizá. La violencia más indirecta, mejor controlada.

—¿Se ha fijado, teniente, lo oscuro que puede ser el aire, incluso a unos pocos kilómetros de la ciudad más grande? Hay más oscuridad que luz en el universo. Algún día lo apagará todo.

—¿Quién es usted? —preguntó Reuben—. ¿Qué quiere?

—Hablar. Sólo eso —el desconocido se detuvo.

Indicó una silla de mimbre como la que ocupaba Connelly.

—Tome asiento, por favor, teniente. No lo retendré mucho tiempo.

Reuben se sentó, bastante a su pesar. El desconocido ocupó una silla frente a él. En el límite de su campo de visión parpadeaba una luz fluorescente. No había estrellas en el cielo al otro lado de la cúpula de cristal.

—Su capitán y yo —empezó el desconocido— hemos tenido una conversación larga e interesante. ¿No es así, capitán?

Connelly no dijo nada. Era como si lo hubieran hipnotizado. Miraba y escuchaba, pero no estaba presente.

—Hemos hablado del caso Hammel. Supongo que alguien ya le habrá dicho que ha sido suspendido. Sin embargo, hemos decidido anular esa decisión y asignarle otro caso. Mañana se le darán los detalles. Haga el favor de no perder su tiempo ni el de nadie intentando llevar adelante la investigación del caso Hammel. No encontrará respuestas. No hay respuestas. El caso ha sido cerrado. Definitivamente.

—¿Usted quién es? —preguntó Reuben por segunda vez.

El desconocido lo miró, extrañado, como si la pregunta no tuviera mucho sentido.

—No tiene especial importancia, teniente. Lo he hecho venir aquí esta noche por cortesía. No abuse de ella, por favor. Puede estar seguro de que lo que digo tiene la aprobación de la autoridad más alta. Lo que digo ha sido aprobado a niveles muy altos. Usted tiene orden de no mencionar esta reunión ni revelar su contenido a nadie. ¿Comprende?

—¿Con qué autoridad?

—Ya se lo he dicho. La más alta. ¿Acaso tengo que ser más explícito? Es una cuestión de seguridad nacional. Ya no es asunto de la policía.

—¿Usted quién es? —preguntó Reuben—. ¿Del FBI? —No estoy autorizado para responder a eso. Su capitán me avala. Si quiere, me puede llamar Smith. ¿Con eso está contento?

Smith puso las manos en el regazo. Tenía las riendas de la situación, y él lo sabía.

—Teniente, le advierto que será mejor que no me contraríe. En este asunto tengo plena jurisdicción. Exijo su cooperación, su plena cooperación.

—¿Y si me niego?

—En ese caso lo haremos detener por obstaculizar mis investigaciones. Le advierto, teniente, que se trata de un asunto de la mayor gravedad. Hará bien en no ocultarme información ni intentar confundirme con afirmaciones falsas ni deliberadamente confusas. Pero estamos perdiendo el tiempo. Creo que comprende perfectamente lo que quiero de usted. Y que sé cómo obtenerlo. Ahora quiero que me cuente lo que encontró hoy. Lo que encontró en el túnel.

Reuben dudó. No tenía ningún sentido que el FBI estuviera implicado en esto. ¿Sabían algo sobre la conexión de la orden con el crimen organizado? Si era así, ¿por qué no decirlo? Y ¿por qué cerrar la investigación?

—Todo esto estará en el informe… señor Smith.

Smith sacudió la cabeza.

—No va a haber ningún informe, teniente. ¿No comprende? Lo único que quiero es un informe verbal ahora. Sólo para quedarme tranquilo.

Reuben sabía que no había nada que hacer. Smith tenía la sartén por el mango, fuera del FBI o de cualquier otra agencia. Con todo cuidado, Reuben contó a Smith lo que él y Danny habían encontrado. Pero no dijo nada de las cartas ni del medio círculo dorado. Esperaba que Danny también se lo hubiera callado.

—¿Y ahora qué pasará?

—¿Pasar?

—A lo que había en el túnel. Los libros y todo lo demás. Smith se arrellanó en su silla.

—Nada —dijo—. No les pasará nada. Se quedarán donde están. Esos túneles son un peligro para la salud. No me sorprendería que usted o el señor Cohen hubieran cogido alguna enfermedad desagradable. Las autoridades municipales ya han recibido instrucciones de precintar los accesos. Más adelante los rellenarán.

Smith tenía las manos a cada lado, manos carnosas que descansaban suavemente sobre el reposabrazos de la silla de mimbre, la mano derecha algo oculta. Detrás suyo las hojas verdes se arqueaban contra la noche. El tubo fluorescente parpadeaba como el aura al principio de una migraña.

—Pasemos al siguiente punto. Quiero saber qué le ha contado la señora Hammel. Me han informado de que vive en su casa desde hace unos días. Muy caritativo por su parte. Pero supongo que a estas alturas le habrá contado algo interesante.

—No creo que hayamos hablado de nada que a usted le pueda interesar.

La voz de Smith cambió de una forma sutil pero perceptible. La educación se desvaneció y fue sustituida por la amenaza. La amenaza era casi tangible, algo que se podía tocar con la mano, como un cuchillo.

—Le aseguro, teniente Abrams, que cualquier cosa de la que puedan haber hablado usted y la señora Hammel es de sumo interés para mí.

Reuben se levantó de la silla.

—Quisiera irme —dijo.

—No se lo aconsejo, teniente. Siéntese, por favor.

El hombre que se hacía llamar Smith no hizo movimiento alguno. Toda su autoridad radicada en su voz.

—¿Me está amenazando? —preguntó Reuben.

—No lo sé —dijo Smith—. ¿Se siente usted amenazado?

—Sí. Me siento amenazado.

—Muy bien. Estupendo. Así es exactamente como quiero que se sienta. Vuelva a su silla, por favor.

Smith se dirigió a Connelly.

—Capitán, tal vez querría enseñarle al teniente los objetos que ha tenido la bondad de traer consigo.

Connelly levantó la mirada, como alguien que despertara de una pesadilla. Asintió con la cabeza y se agachó para coger una cartera que tenía a sus pies. De ella sacó un sobre grueso y grande. Se lo pasó a Reuben.

Éste abrió el sobre y dejó caer su contenido en su regazo. Eran unas veinte fotos, copias grandes en color. Eran de niños y niñas, de cinco a trece años. Estaban todos desnudos o medio vestidos, sus cuerpos dispuestos en lo que para algunas mentes quizá fueran poses eróticas. Reuben reconoció esas fotos.

Un año antes las había encontrado en un apartamento donde había ocurrido un homicidio. La investigación había tenido como resultado el descubrimiento de una red de pedófilos en Brooklyn Heights. Se habían practicado detenciones. La mayor parte de los casos aún no habían llegado a los tribunales. Las fotos aún no habían sido utilizadas como pruebas.

—Desagradables, ¿verdad? —dijo Smith—. Parece ser que fueron encontradas en su armario personal en la comisaría del distrito 88. Afortunadamente para usted, fueron a parar a manos del capitán Connelly, que aún no las ha pasado a la brigada antivicio o de asuntos internos. Supongo que se da cuenta de hasta qué punto se le complicaría la vida, teniente, en el caso de que hiciera eso.

Así que de eso se trataba, pensó Reuben. Un trabajo rudimentario pero efectivo de chantaje. Podrían poner todas las fotos que quisieran: en su mesa de trabajo, en su apartamento, quizá incluso en su caja de seguridad en el banco. Había manejado mucho material obsceno en ese caso; no habría problema para conseguir fotos con sus huellas digitales.

Reuben se puso en pie. Miró primero a Connelly, después a Smith.

—Quiero que alguien me lleve de vuelta a casa.

—El coche le espera abajo.

Reuben se volvió y se dirigió hacia la escalera.

—Tenga cuidado, teniente —la voz de Smith sonaba oscura, cansada, casi seductora. A sus espaldas sentía el calor de la pequeña jungla—. Piense en lo que le he dicho. Piense detenidamente. Y teniente…

Reuben se dio la vuelta. Ambos hombres lo estaban mirando.

—Guárdese las espaldas.