CAPÍTULO VEINTICINCO

Escucha. ¿Qué oyes? En primer lugar, el sonido de tu respiración. Después, la sangre que entra y sale del corazón. Si escuchas con mucha, mucha atención, puedes oír la sangre circular por tu cabeza, como un río desbordado. Los sonidos son lo único que cuenta: cuando se impone el silencio, cuando no oyes nada, entonces sólo está la muerte.

Respiró a fondo en la oscuridad y volvió a espirar. Dos veces más para mantener el ritmo. Su corazón iba a toda velocidad, sin control. Se sentía ligero de cabeza, mareado y aprensivo. Con el retorno de la plena conciencia había llegado un enorme e ilimitado miedo. El miedo era como una manta, lo envolvía, lo ahogaba y se sacudía como un niño bajo una sábana demasiado apretada que le oprime cada vez más cuanto más se mueve.

Había estado en una gran oscuridad. Había mirado indefenso cómo lo habían declarado muerto, escuchado con terror como clavaban la tapa del ataúd, como la tierra húmeda caía a paletazos en su tumba hasta que ya no hubo ningún ruido, ninguna respiración, ni circulación de la sangre, ni el latido del corazón. Lo peor era saber. Saber que volverían, saber que lo liberarían de la tumba sólo para llevarlo a un lugar aún más terrible. Cuando el ruido de las palas atravesaba la oscuridad, y había sido sucedido por un terrible raspar de metal contra madera, había enloquecido de miedo.

Lo habían levantado del ataúd y le habían dado para comer la pasta nauseabunda de batata, melaza de caña y concombre zombi. A la mañana siguiente le habían dado una segunda dosis, y entonces lo habían dejado solo. La conciencia había vuelto, pero mezclada con la terrible locura inducida por los agentes psicoactivos del concombre. Medio loco, había yacido en la oscuridad sobre un suelo durísimo, mientras sus demonios interiores se desmadraban. Antes de mediodía habían ido a buscarlo y lo habían llevado en coche a otro lugar.

Había escapado a través de largos túneles que olían a humedad y habitaciones llenas de huesos y cosas sin forma ni color. Al fin se había encontrado en una habitación vacía, conocida y extraña a la vez, al igual que la mujer que le había hablado allí. Y el hombre, el hombre que le había dado tanto miedo a ella. Ahora, por supuesto, podía recordarla: la mujer era Angelina, la habitación estaba en el apartamento donde todo había empezado, la sangre y los silencios hambrientos. No podía recordar quién era el hombre. Al final lo habían llevado allí y lo habían metido en la oscuridad detrás de una puerta pesada, con un cerrojo.

Alguien encendió una cerilla, y una llama amarilla chisporroteó en la oscuridad. En un momento se calmó. Una mano invisible la acercó a la mecha de una vela, acariciándola suavemente, incitándola a vivir.

«Canta», dijo una voz, y otra voz cantó, levantando las palabras más y más arriba hasta que llegaron al techo y quedaron colgados en pequeños montones. Podía distinguir las oscuras figuras de dos hombres, uno alto, otro de altura mediana. Le daban la espalda. Estaban vestidos de rojo y negro, con largos mantos bordados que llegaban hasta el suelo. El hombre alto estaba medio cantando, medio entonando un salmo.

Su compañero encendió una segunda vela. Llama rítmica, luz fluctuante. Difícil de distinguir, un altar bajo temblaba ante ellos. Una tercera llama creció en una vela y una cuarta. La canción siguió y siguió, tejiendo del gastado silencio oscuros dibujos de amor y terror.

Sobre la amplia superficie del altar imágenes de los loa estaban escoltadas por pinturas al óleo de colores encendidos. Pequeños tarros tapados con telas con diferentes estampados, govis que contienen los loa y los espíritus de los muertos. En un plato grande, un cráneo de cabra con velas marrones en cada órbita, con abalorios colgando entre sus cuernos. Un cráneo humano sin mandíbula cubierto de restos de grasa de vela. Un ejemplar de Le Petit Albert, decorado con tiras de cuentas rojas y moradas, cubiertas de polvo, intocadas, intocables.

Los hombres se volvieron hacia él. Ahora cantaban los dos.

… odâ owèdo mêmê odâ misn wèdo, dîeké, Damballah-wèdo têgi nêg ak-â-syel

Había una cruz grande de madera a la izquierda del altar, decorada con telas de muchos colores y atada con gruesas cuerdas. Al pie había botellas, algunas envueltas en tela de saco, otras transparentes; clairin, whisky, vermut y coñac. A la derecha del altar estaba la madoule, el ataúd sagrado de las sociedades Bizango.

La visión del ataúd le despertó un cúmulo de recuerdos. Le revoloteaban por la cabeza, picándolo sin piedad.

¿Quién es tu madre?

La Veuve, la madoule. La viuda. El ataúd sagrado.

¿Quién es tu padre?

No tengo padre. Soy un animal.

¿Quién es tu esposa?

No tengo esposa, estoy casado con la tumba.

¿Quién es tu hijo?

No tengo hijo. Los muertos no procrean.

Recordaba esas preguntas, sus respuestas. Desnudo ante el altar, parpadeando en la luz de las velas que le resultaba dolorosa después de la oscuridad aparentemente total, todo ello le volvió a la mente. Las preguntas. Las respuestas. Y el precio a pagar.

Los cantos cesaron. Se quedó tieso, como si el veneno aún hiciera efecto. Sin la menor expresión facial, los hombres avanzaron hasta estar a unos centímetros de él. El hombre alto habló.

—¿Filius Narcisse?

Asintió con la cabeza. Tenía demasiado miedo para formular una respuesta.

—¿Quién es tu madre?

Sacudió la cabeza, incapaz de responder. Se le repitió la pregunta.

—¿Quién es tu madre?

La respuesta surgió del pasado, su voz estaba resquebrajada por la sed y por el miedo.

—La Veuve.

—¿Quién es tu padre?

—No tengo padre. Soy un animal.

Sin el menor aviso, los dos hombres se pusieron uno a cada lado de él y lo cogieron por los brazos. No se resistió. Tiraron de él y se movió, las piernas como muertas, arrastrado por el suelo.

En la pared lateral del bagui había una puerta baja y estrecha en la que había pintada en rojo una vévé. La puerta se abrió y lo llevaron, medio en andas, medio arrastrado a una pequeña cámara circular sin ningún mueble ni adorno. Las paredes, el suelo y el techo estaban pintados de blanco. Desde el alto techo en forma de arco colgaba una única bombilla desnuda. Su luz pálida rebotaba en las desnudas paredes blancas, provocando lágrimas de dolor en sus ojos acostumbrados a la oscuridad.

La habitación estaba llena de un ruido de baja frecuencia, confuso, que subía y bajaba en cadencias ásperas e irregulares. Un momento se interrumpía, otro volvía a empezar, resbalando por sus venas como hielo. El ruido llegaba de debajo del suelo, surgiendo descoyuntadamente de unas filas de agujeros pequeños perforados en algo que parecían ser tapas de pozo circulares. No era tanto un mugir de voces incoherentes como un grito de desesperación apagado pero continuo.

Habría pensado que se trataba de voces de animales, de seres sin alma, si no hubiera sabido que eran humanas. O que habían sido humanas.

Una de las tapas había sido levantada y apartada. La apertura era justo lo bastante grande para permitir que entrara una persona.

Como si respondiera a una señal imperceptible, el hombre alto le dio la vuelta mientras su compañero le pasaba un arnés y una cuerda por la cabeza y los hombros. Pidió auxilio, sabiendo que nadie vendría. Al oír su grito, algunos de los lamentos subieron de tono, como si fueran ecos de su propia voz. No había palabras. Habían perdido su conocimiento del lenguaje a la vez que su humanidad. Con el tiempo sabía que comprendería sus galimatías a la perfección. Se preguntó si hablaban unos con otros en la oscuridad tan, tan larga.

Los hombres lo arrastraron hasta el borde del agujero a pesar de que se debatía con todas sus fuerzas. Al llegar allí se quedó como muerto, toda resistencia lo abandonó por el horror mismo de su situación. El hombre alto se inclinó sobre él y le susurró al oído unas palabras en una lengua muerta desde hacía mucho tiempo, las últimas palabras de una voz humana que oiría nunca. Gritó mientras le hacían perder pie de una patada y empezó su descenso al agujero.

Los ásperos lados de piedra le rasparon las caderas y los hombros a medida que iba bajando más y más con la cuerda que giraba lentamente. Dos metros, cuatro, cada vez más hondo, y el círculo de luz se iba haciendo menor por momentos.

Al llegar a los cinco metros, los pies dieron contra la superficie fría y dura del suelo y sintió que las piernas le cedían. Pero el pozo en el que lo habían metido no era lo bastante ancho para ponerse en cuclillas. Las rodillas le dieron contra la pared, sus nalgas reposaban contra piedra que no cedía.

Medio de pie, medio en cuclillas, lloró incontrolablemente. Con un tirón imperceptible de un cordel soltaron el arnés. Se separó de él y lo sacaron rápidamente, colgado del extremo de la cuerda. Su último contacto con el mundo de allí arriba, su cordón umbilical cortado.

Algunos, según le habían dicho, duraban diez o veinte años. Se rumoreaba que uno había durado cuarenta años: encorvado, deforme, ciego, ni remotamente humano. No podía comprender por qué no dejaban de comer lo que les daban día sí, día no. Inválidos, locos, con dolor constante, seguían viviendo. Eso era lo horroroso, que no eran capaces de dar la espalda a la vida.

Se oyó un rascar mucho más arriba. La tapa perforada volvió a su sitio con un martilleo que indicaba su carácter totalmente definitivo. Durante un momento que pareció una vida entera los aullidos cesaron. Un silencio profundo, nada terrestre se apoderó de la cámara, lleno del eco de la piedra resonando contra la piedra. Pasos suaves se alejaban. Una puerta se abrió y se volvió a cerrar. Alguien rió. Alguien lloró.

La luz se quedó encendida. Podía ver, fuera de su alcance, diecinueve minúsculos agujeros, como de alfiler, en la eterna oscuridad. Para recordar la luz. «Como las estrellas —pensó—. Como pequeñísimas estrellas parpadeantes».