Reuben se levantó y fue hacia la ventana con la intención de cerrar las cortinas. Echó una mirada a la calle ahíta de lluvia. Inexplicablemente había hojas secas y crujientes bajo el pálido manto de una lámpara de sodio. Los restos de la voz de Angelina flotaban en el silencio como una rosa rota sobre el agua, pétalos dispersos bajando por una corriente oscura y atormentada. En su mente se empezaba a perfilar un esquema poco definido, aún sin unidad, sin canalizar, con bordes oscuros iluminados por el amanecer renqueante de una incierta comprensión.
—No comprendo nada —dijo—. Todo esto pasó en el siglo dieciocho. Ahora estamos en la década de los noventa del siglo veinte.
Ella lo miró, inquisitiva, y se abrazó a él con aún mayor fuerza.
—¿Ah sí?
—Aquí sí —contestó él—, en esta habitación.
Miró el calendario. El entramado de días y semanas estaba firmemente implantado en el ahora y aquí.
—Pero fuera —insistió ella— podría ser cualquier momento. A esta gente no le importan las fechas y los años. No tuvieron calendarios hasta que llegaron los barcos negreros. El tiempo no tiene sentido para ellos: pasado, presente, futuro, todo ello es una misma sustancia.
—¿Qué gente? Antes hablabas de «gente peligrosa». ¿A quién te refieres? —Dio la espalda a la ventana, a la noche.
—Hace un año alguien se puso en contacto con Rick. Él no me dijo quién había sido, al menos no al principio. Pero tenía miedo. Desde el primer momento tuvo miedo.
»Había estado manteniendo correspondencia y hablando con mucha gente durante cinco años y nunca pasó nada. Bibliotecarios, libreros, académicos, expertos en historia colonial francesa y africana, eruditos del voudoun. Todos parecían igual de intrigados que Rick por lo que había encontrado. Alguno debió de enseñar los artículos de Rick a algún amigo. O ese amigo a otro amigo. Nunca lo pudimos saber. Pero llegó una llamada, y la primera visita.
Angelina se detuvo. Le temblaban las manos.
—Antes de irse de Haití —continuó—, Bourjolly fundó una religión. La llamó Le Septième Ordre, el Séptimo Orden. Creía que habían habido seis órdenes secretas a lo largo de la historia encargadas de custodiar la verdad oculta: la hermandad pitagórica, los seguidores egipcios de Hermes Trismegistos, la orden de los templarios, los rosacruces, los masones y la Prieuré de Sion francesa. Su hermandad debía ser la Séptima Orden: la última y la más grande.
»La creó en parte según el modelo de las órdenes mágicas europeas, y en parte según las sociedades secretas africanas como el Bizango. Enseñaba una mezcla de ocultismo occidental y brujería africana. Profetizaba la resurrección de todas las cosas cuando el auténtico rey volviera a sentarse en el trono de Tali-Niangara. La Noche de la Séptima Oscuridad.
Una expresión inexplicable se reflejó en el rostro de Angelina. Reuben no sabía qué era, si un sueño, o miedo, o un recuerdo o todo eso junto. Un momento más tarde se había esfumado.
—Sus primeros seguidores fueron sus esclavos —continuó—. Ellos convirtieron a otros. Y él convirtió a la mayor parte de su familia y a varios amigos en Haití y Francia. Cuando llegó la revolución y los blancos fueron expulsados de Haití, la fraternidad fue encabezada por los sacerdotes de Tali-Niangara. Aún existe, y todavía es poderosa.
—¿Y dices que está aquí, en Nueva York?
—Tienen miembros aquí —dijo ella—. No son haitianos; son americanos. Hay células en Francia y en varias ex colonias francesas en África. Quizá también en otros lugares, no lo sé.
Apretó con fuerza las manos para evitar que temblaran. Su voz sonaba rasposa, difícil de controlar.
—Hicieron una visita a Rick —dijo ella— y le sugirieron que abandonara su investigación. Se asustó, pero no lo suficiente para dejar algo tan importante para él. Sólo abandonó las cosas concretas que estaba haciendo y modificó el rumbo de la investigación. Lo que descubrió entonces sí que le dio miedo.
Volvió a tiritar, esta vez de forma más evidente.
—¿Tienes frío?
Ella indicó que no.
—Déjame que acabe —dijo ella—. Rick hizo algunas pesquisas. Pidió a uno de sus estudiantes de posgraduado que le ayudara, el hombre que encontraste en nuestro apartamento, Filius Narcisse. Después de la revolución en Haití, Bourjolly vino a los Estados Unidos. Llegó a Florida y fue subiendo hasta Nueva Inglaterra, donde vivió en Nantucket durante algún tiempo. Parece ser que pasó algo desagradable. En todo caso tuvo que huir.
Reuben la miró con cara de curiosidad. Recordó súbitamente el libro que había encontrado en la cámara subterránea: Una Prudente Advertencia a los Justos, siendo un Informe de los recientes hechos sucedidos en Nantucket. Escrito nueve años después de la revolución haitiana.
—De Nantucket se dirigió a Nueva York, en donde se instaló a este lado del río. Se compró una granja a la salida del pueblo de Brooklyn-Ferry y un almacén en Front Street.
Reuben notó frío en los huesos. Empezaba a comprender lo que había visto esa mañana.
—El apartamento donde vivíamos Rick y yo, en Clermont Street, fue construido en el terreno de la casa de Bourjolly. Antes vivíamos al oeste del parque. Hace unos ocho años Rick encontró unos títulos de propiedad. La granja estuvo allí hasta la década de los 1840. Brooklyn crecía y necesitaban terrenos para poder construir. Bourjolly ya había muerto, pero tenía un hijo, Pierre. Éste construyó una hilera de casas en el terreno de la granja. Vivió durante años en la casa en la que está nuestro apartamento.
»Rick se obsesionó con la idea de vivir en esa casa. Había heredado algo de dinero, así que hizo una oferta a la familia que vivía en nuestro apartamento, una familia puertorriqueña. Rick les ofreció un buen precio, y ellos vendieron.
—¿Cuándo murió Bourjolly? —preguntó Rick.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. No lo sabe nadie. No está registrado en ningún sitio. Rick se pasó mucho tiempo buscando: incluso se pasó semanas vagando por los viejos cementerios, buscando una lápida. Pero no encontró nada. Es como si el viejo hubiera desaparecido. Quizá se estaba forjando otro escándalo; quizá alguien le obligó a irse de Brooklyn, igual que le habían echado de Nantucket.
Reuben apretó los labios.
—No —dijo—. No lo creo. —Se detuvo—. Te lo explicaré en otro momento. Pero me estabas contando las cosas que descubrió Filius.
—Pues —continuó Angelina— parece ser que incluso antes de llegar a este país, Bourjolly había estado construyendo una red de contactos, gente interesada como él mismo en el ocultismo y la magia. Incluía algunas personas eminentes. Con su ayuda fue reuniendo una pequeña congregación de fieles. Puede que eso tenga algo que ver con lo que sucedió en Nantucket. Algunos de sus seguidores llegaron a ser figuras eminentes de la nueva república: abogados, académicos, miembros de la jerarquía eclesiástica, políticos. En ese momento estaban de moda las sociedades y cultos secretos. Los swedenborguianos acababan de inaugurar una iglesia americana en Baltimore. Los masones estaban firmemente establecidos: George Washington había sido iniciado en 1752.
»Llegado el siglo diecinueve, la Séptima Orden era algo más que un pasatiempo intelectual para norteamericanos influyentes: se había convertido en un camino hacia el poder. Se fue haciendo más cerrada, y no lo contrario. Los miembros juraban lealtad bajo pena de muerte, y por lo que parece la amenaza de castigo no era un farol.
»Sólo se podía ser miembro por invitación. Los que aceptaban debían cometer un crimen grave: robo, violación, incesto, incendio, sacrilegio… pero sobre todo asesinato. Los jefes de la sociedad conservaban todos los detalles junto con una confesión escrita de puño y letra del aspirante. Eso hacía que la gente se estuviera callada, muy callada.
»Durante el siglo diecinueve, la rama americana no tuvo contactos con el grupo en Haití, aunque sí lo tuvo con París. Conservaron su poder e influencia, y la orden se hizo tremendamente rica. El perfil de los participantes ha cambiado. Siguen habiendo jueces, senadores y oficiales del gobierno. Pero ahora la orden también incluye varios industriales, un par de grandes dueños de medios de comunicación, inversores inmobiliarios, agentes de bolsa… y unas cuantas personas relacionadas con el crimen organizado.
Se detuvo y levantó los ojos, muy abiertos, y al ver esos ojos y el dolor que albergaban y las lucecitas que brillaban en sus bordes supo que al fin decía la verdad y que al decirla se lo jugaba todo. No sólo su vida, sino todo. Y al comprender eso, a él también le entró miedo.
—¿Rick sabía todo esto? ¿Él y Filius descubrieron todo esto?
Ella asintió. Era una marioneta sin dolor ni miedo. Vacía.
—¿Por qué no nos vinieron a ver a nosotros o al FBI?
Ella intentó apartar la mirada, pero él la siguió.
—Él quería… —su voz era como una pajita, fina—. Él pensaba que podría unirse a ellos, y que le facilitarían información que él pudiera usar. Así tendría un libro que coronaría su carrera, alterando nuestra forma de comprender la historia de Haití. Pero creo que esperaba más que eso. Eran hombres con poder, hombres con influencia. Rick era ambicioso. Una vez habló de sus posibilidades de convertirse en asesor presidencial en materia de asuntos caribeños. Intentó jugar con ellos. No les gusta que jueguen con ellos.
—Y tú, ¿también juegas con ellos? ¿Es por eso lo de la advertencia? ¿Para que dejes de jugar con ellos?
Ella sacudió la cabeza, un movimiento imperceptible.
—Están buscando algo. Algo que creen que Rick tenía. Algo que quieren a cualquier precio.
—¿Un documento? ¿Una prueba de algo?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
—Tienen la mayor parte de sus archivos. Vinieron ayer o anteayer y se llevaron todo lo que pudieron. Pero se les escapó una cosa, lo que de verdad buscaban.
—¿Qué era eso?
—La libreta de Rick —dijo ella—. Una vez se la enseñó a Filius, hace un año. Cuando vi a Filius ayer, me confesó que se lo había dicho a la orden antes de que lo envenenaran. Utilizó la libreta como una manera de intentar entrar en la orden.
—¿Filius era miembro?
Ella sacudió la cabeza.
—No, pero quería serlo. La ceremonia grabada en la cinta de vídeo debió de haber sido la primera de varias. Implicaba… —Dudó—. Creo que Filius mató a alguien. Eso era la sangre que había en el cuenco. Lo habían grabado para tener a Filius bien cogido, era aún mejor que una confesión firmada.
—¿Y entonces qué pasó?
Ella se encogió de hombros.
—No pudieron encontrar la libreta. Filius no podía saberlo. Rick tenía un escondrijo seguro. Lo encontré ayer y lo llevé a la sucursal más cercana del Banco di Ponce. La he metido en una caja de seguridad.
—Así que convirtieron a Filius en un zombi.
Ella pareció estremecerse, y entonces asintió.
—Un zombi, sí. Muerto un tiempo, y después revivido por medio de un antídoto. Era un secreto que trajeron los esclavos de Bourjolly de Tali-Niangara. Cómo matar un hombre sin matarlo.
—Pero a Rick sí que lo mataron.
Ella asintió.
—Sí. Cuando Filius les hubo fallado, esperaron a que Rick volviera de nuestro viaje al Zaire. Querían sorprenderlo, pero el vídeo lo alertó. Eso creo que fue un error. El vídeo. Alguien lo dejó para que Rick lo viera, para asustarlo. Pero Rick siempre pensó que podía salirse con la suya. Incluso en ese momento pensó que los podía engañar. No sé qué hizo ni qué les dijo. Quizá intentó llegar a un acuerdo. En todo caso, no funcionó. Lo mataron. Y ahora me están presionando a mí.
—Pero a ti no te quieren matar porque saben que conoces la existencia de la libreta.
—Exacto; pero tal vez tengan miedo de que la entregue a la policía. Saben que volví al apartamento.
—¿Qué contiene la libreta?
—Todo lo que te he contado, con detalles de nombres y fechas y todo eso, cosas que Rick había logrado desenterrar. Tenía pruebas que podrían haber sido muy incómodas para ellos. No creo que los hubiera destruido, pero los podría haber incomodado bastante.
—¿Sólo eso?
—No. Rick tenía las notas de todas sus investigaciones sobre el barco que había llevado a Bourjolly y los esclavos a Haití. Estuvo muy cerca de saber su nombre y de localizar los pecios…
—¿Pecios?
Angelina asintió. El cabello le caía suavemente sobre la frente, tapándole los ojos. Se lo apartó.
—No lo sé. Rick estaba seguro de que el barco no podía haber llegado lejos. Si no lo encontraron a la deriva y remolcaron hasta algún puerto, es que se hundió.
—¿Por qué son tan importantes los pecios?
—Porque contienen la mitad del disco dorado. Para la Noche de la Séptima Oscuridad. Sin él el rey no volverá.
—¿Tienen la otra mitad? —Aún no le decía lo que había encontrado.
Ella negó con la cabeza. Esta vez el cabello no se movió. Reuben quería que se moviera, quería verla apartarlo con aquel gesto tan fácil.
—Rick pensaba que Bourjolly lo debía de haber guardado. Debió desaparecer con él. Sé que Rick tenía algunas ideas acerca de dónde podría estar. Algo que ver con el apartamento. Quizá pensaba que Bourjolly lo había enterrado en alguna parte de la granja.
—No estaba del todo desencaminado.
—¿Qué quieres decir?
Reuben se puso de pie y fue al salón. Volvió con la caja que se había llevado de la cámara subterránea. Sacó el fajo de cartas y se las pasó a Angelina.
Ella las fue mirando en silencio, una a una, sus dedos delicados contra el frágil papel. Una página entera se desmenuzó mientras la tenía en la mano. Papel y tinta y el pasado sin fragmentar. Leyó un buen rato. Finalmente levantó la vista.
—Están todas dirigidas a Bourjolly. Son de un mulato de Cap Français, un hombre educado, un empleado. Parece haber sido el principal contacto de Bourjolly con la orden en Haití. ¿Dónde las has encontrado?
Se lo contó brevemente. Ya no tenía la menor duda de que los restos momificados eran los de Bourjolly en persona.
Por último levantó el semicírculo dorado de la caja y se lo pasó. Era afilado, plano y duro, y líneas grabadas de escritura andaban como insectos peculiares por toda su superficie.
Angelina pasó los dedos suavemente por encima.
—Esto es escritura Tifinagh —susurró—. Tiene que ser auténtico. —Levantó la mirada—. Te matarán —dijo—. Harán cualquier cosa para apoderarse de esto.
—Lo sé —dijo Reuben—. Lo sé.
Cogió el medio disco dorado, lo metió en la caja y la cerró en silencio.
Sonó el teléfono, fuerte y agudo. Angelina se sobresaltó. Reuben descolgó el auricular. Escuchó brevemente, dijo «Estaré allí» y volvió a colgar con cuidado. Se quedó un momento contemplando el teléfono, y después miró a Angelina.
—El capitán Connelly me quiere ver. Ha mandado un coche para recogerme. No quiere decir de qué se trata. Pero parece estar irritado.
Volvió a coger el auricular y marcó un número de memoria. Danny contestó en seguida. Parecía estar de mal humor, nada dispuesto a hacer favores a nadie, pero Reuben insistió hasta que cedió.
—Date prisa en llegar, Danny. Y Danny…
—¿Sí?
—Tráete la pistola —Reuben colgó.
Angelina esperaba en el salón. Parecía nerviosa, tensa.
—Tengo que irme —dijo Reuben—. Connelly no me ha dado elección. Dice que es importante. No quiero que estés aquí sola, así que he pedido a mi compañero Danny que venga. Llegará en un cuarto de hora si no se entretiene. Usa el portero automático. Se llama Danny Cohen. Un metro noventa, complexión fuerte, treinta y pocos. Te gustará. No dejes entrar a nadie más. Si pregunta qué está pasando, díselo.
—No quiero que te vayas, Reuben.
—No te preocupes. No tardaré mucho. Te lo prometo. Danny te cuidará. Confía en mí.