—La mayor parte de los papeles eran de la época de Bourjolly. Eran cartas de armateurs (de compañías de comercio de esclavos) de Francia, cartas de amigos de Saint Domingue y otros sitios de las Antillas francesas, registros de cargamentos, copias de varios rôles d’armement con detalles de los barcos y su tripulación, minutas de la Asamblea provincial para el sector norte de la isla, incluso unas páginas de un grimoire…
—¿Un grimoire?
—Un libro de conjuros mágicos. Siguen bastante extendidos en Haití. Le Petit Albert se vende bien en las tiendas de la rué Poste Marchand. Los utilizan en las ceremonias voudoun.
—Entiendo. Sigue.
Ella dudó. La claridad de su memoria estaba nublada por el presentimiento de verdades más inmediatas.
—Nos llevó dos semanas leer y ordenar todo. Trabajamos juntos con los papeles; el francés de Rick no era lo bastante bueno para entender el estilo del siglo dieciocho. Pero él hizo el trabajo más difícil: la investigación histórica, ligando los datos desordenados, buscando un esquema que uniera los fragmentos. Y encontró un esquema. Un esquema muy coherente, que se fue perfilando a lo largo de los siguientes años.
Se detuvo un momento, y después siguió, con prisa.
—Bourjolly se había metido en algo muy peculiar. Une affaire très étrange et effrayante, así lo describía en una carta a uno de sus amigos en La Rochelle.
—¿Esto cuándo?
Ella se encogió de hombros.
—Mil setecientos setenta y cinco, setenta y seis. Nunca lo supimos con seguridad. La mayor parte de lo que averiguamos fueron meras conjeturas. Rick rastrilló bibliotecas en Francia y Haití. Se pasó dos veranos encerrado en los Archivos Nacionales detrás de la catedral de Port-au-Prince. Sus conocimientos del francés del siglo dieciocho llegaron a ser bastante buenos. Rastreó las librerías de segunda mano de París, fue a subastas de manuscritos en el Hôtel Druot, se gastó una fortuna. Al final era un experto en el comercio de esclavos franco-haitiano.
Él percibió su reticencia a ir al grano.
—No me has dicho qué era ese asunto en el que se metió Bourjolly.
Ella se estremeció levemente, como si una fina corriente de aire la hubiera buscado y la hubiese encontrado sola en su habitación. Cruzando los brazos sobre el pecho, reposó la barbilla sobre una de las manos, con la mirada en el suelo.
Cerró los ojos un momento, y los volvió a abrir.
—Algo… —lo miró a los ojos—. Algo vino en un barco cargado de esclavos. Venía de África. Algo… o alguien.
—Me parece que no…
No le hizo ningún caso. Estaba concentrada en hechos de hacía más de dos siglos.
—Tenía miedo. Tenía miedo, pero estaba fascinado. Lo que fuera (o quien fuese) cambió su vida. En sus primeras notas, sólo hace referencias de paso a ello, pero con el tiempo, sus cartas y diarios, o al menos lo que encontramos, se convirtieron en la obra de un hombre obsesionado.
Ella miró la pared detrás de él. La pared empezó a derrumbarse. ¡Qué pared más estúpida! ¿Por qué no se estaría quieta? Tenía que concentrarse, tenía que mantener su mente centrada en el aquí y el ahora. Si no el mundo, el mundo entero empezaría a derrumbarse.
—Rick nunca acabó de comprender —continuó—. Pero yo supe casi en seguida qué era lo que había encontrado Bourjolly. Qué había venido de África.
Dudó un momento, después continuó.
—Había una ciudad —dijo ella—. Una ciudad en lo más hondo del bosque, la selva Ituri en lo que antes era el Congo. Ahora se llama Zaire.
Ella sonrió interiormente. Era como un cuento de hadas, una de esas historias que le contaba su padre antes de que se lo llevaran. La sentaba en su regazo y le sonreía y le acariciaba el pelo con sus manos grandes, y cuando se había calmado le contaba cuentos. Metida en la cama en los largos atardeceres le había leído fragmentos de Las mil y una noches, la traducción francesa de Galland. Pero esto no era un cuento; era verdad.
—La ciudad se llamaba Tali-Niangara, pero los comerciantes árabes del norte se referían a ella como Madīnat al-Suhhār (la ciudad de los brujos). Tali-Niangara era de piedra, y dicen que sus murallas eran casi tan altas como los árboles más grandes, y que sus puertas eran de madera y hierro, cubiertas del oro más puro. Puede que eso sea todo leyenda, pero sí es cierto que los habitantes de Tali-Niangara eran brujos.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Mi padre me lo contó cuando era muy pequeña. Estas historias iban pasando de generación en generación, historias antiguas, de los esclavos del Congo. Decían que en medio de Tali-Niangara había una ciudadela donde vivían los dioses y donde hablaban con los hombres. La gente de esa ciudad no necesitaba un ejército. Su arma era la más sencilla de todas: el miedo. Fuera de las murallas, la gente del bosque y la gente de más allá, a orillas de río Congo, vivían presas del terror. Mandaban cada año un tributo a Tali-Niangara, después de las lluvias: ganado y grano, pieles y tela y especias, mucho oro y plata, nkisi y esclavos. Y cada año mandaban chicos y chicas jóvenes para los dioses de Tali-Niangara, que nunca volvían a ver.
—¿Por qué esto? ¿Cómo podía aceptar la gente esta situación? ¿De qué tenían miedo?
—Tú eres judío —dijo ella—, no africano. Difícilmente podrás comprender. Los dioses vivían en Tali-Niangara. Daban poder de vida y de muerte a los brujos de la ciudad. La gente de los alrededores vivía con el temor a eso. Si no mandaban el tributo, sus cultivos se arruinarían, la caza desaparecería, el ganado perecería, sus hijos enfermarían y morirían. Mejor perder algo que perderlo todo. Los señores de Tali-Niangara no necesitaban murallas ni ejército.
Estuvo quieta un rato, calmando su corazón. ¿Era el temor que sentía ese mismo miedo o algo más racional? Ella no podía saberlo.
—Durante siglos nada cambió —continuó, contando la historia como se la había contado su padre, como la habían contado a su vez su abuelo y abuela—. La selva creció y se expandió en todas las direcciones, el río fue cavando un canal más profundo hacia el mar, la gente de Tali-Niangara bailaba y cantaba y hacía ofrendas a sus dioses codiciosos. Así es como me contaron la historia. Los sacerdotes escribían libros en tfinagh, una escritura que habían traído los comerciantes de los desiertos del norte. Escribían las palabras de sus dioses en finas placas de oro batido. Ése era el único propósito de su civilización: registrar los oráculos de sus dioses y transmitirlos a las generaciones venideras, aumentando progresivamente la obra de las generaciones anteriores. Se dice que la ciudadela de Tali-Niangara contenía una biblioteca con más de diez mil libros dorados.
»Y se dice que los sacerdotes hacían un círculo dorado en el que escribían palabras de gran poder y un diagrama de la ciudad, y lo daban a sus reyes para que lo llevaran como símbolo de su derecho a reinar, y de su poder sobre la vida y la muerte de todo lo que había en la ciudad y fuera de ella.
Levantó la vista.
—Así es como me contaron esta historia, Reuben. Me la contó mi padre, cuando era muy pequeña. —Cerró los ojos—. Durante siglos nada cambió. Y entonces, un día al principio de la primavera un grupo de hombres con la piel del color de la leche apareció en las puertas de Tali-Niangara, hombres con espadas y cañones y mosquetones, hombres que no temían a los dioses ni a los sacerdotes que los servían. Fueron admitidos en la ciudad y se les ofreció la hospitalidad del rey y de sus consejeros. En secreto se hicieron conjuros contra ellos, pero no tuvieron efecto alguno. Se escribieron maldiciones, pero siguieron intactos.
Durante un mes los extraños se quedaron, comiendo, bebiendo, descansando. Finalmente, una noche oscura mataron al rey y a su guardia, saquearon la ciudadela, llevándose muchos de los libros de oro, y se llevaron cautivos a cincuenta de los mejores jóvenes de la ciudad, incluidos siete sacerdotes. Al amanecer estaban ya lejos en el bosque, cargados de oro y con una partida de esclavos de la mejor calidad.
Los esclavos avanzaban lentamente, impulsados por los látigos, pero al paso que dictaban los árboles y el sotobosque por el que avanzaban. Los negreros no eran innecesariamente duros con sus prisioneros, cada uno de ellos representaba una inversión de tiempo y dinero que aún había que recuperar. Nadie quería que su parte muriera antes de llegar a las Indias.
Pero el bosque era hostil. Los negreros tenían que llegar al río y volver a la desembocadura antes de que su barco partiera sin ellos. Y los dioses de Tali-Niangara habían empezado su venganza, lenta pero segura.
Uno a uno los negreros fueron muriendo, por algún accidente, por picadura de serpiente, la mayoría por fiebres. Empezaron a abandonar el equipaje innecesario, hasta que llegó el turno de los objetos de oro, todos menos unos pocos. Hubo también algunas bajas entre los esclavos, pero muchas menos que entre los negreros. Cuando los esclavos llegaron a orillas del río Congo, sólo quedaban cinco blancos y treinta negros. Cuatro de los negros eran sacerdotes.
De vuelta al barco, la historia de los supervivientes despertó mucho interés, al igual que los artefactos de oro que mostraron en privado al capitán y sus oficiales. Una expedición más grande, bien equipada, podría traer riquezas incontables en metales nobles y bellos esclavos. El barco zarpó una semana más tarde. No tenían una carga completa de esclavos, pero estaban impacientes por llegar a las Indias y regresar a su casa en Liverpool.
La tripulación era minoría, pero el terror del mar abierto y las condiciones de las cubiertas donde estaban los esclavos los mantuvieron pasivos durante la primera semana del largo viaje. Todo ese tiempo, sin embargo, los cuatro sacerdotes estuvieron tramando algo, primero con sus compatriotas de Tali-Niangara, y después con individuos que escogieron entre los demás esclavos. Los días pasaban sin que sucediera nada digno de mención. Hubo muertes entre los esclavos, principalmente como consecuencia del flujo. Dos tripulantes fueron víctima de las fiebres. Bajo las cubiertas el olor se hacía insoportable.
El motín empezó cuando entraron en el Caribe. Era de noche, tarde. La mayor parte de la tripulación dormía. A pesar de sus armas, a pesar de su mejor estado físico, a pesar de su mejor conocimiento del barco, los marineros fueron rápidamente dominados. A lo largo de la siguiente semana, los sobrevivientes fueron torturados. No fueron los únicos. Una vez que los hombres de Tali-Niangara tuvieron el control, trataron a todos como vasallos; el que fueran blancos o negros era irrelevante.
Sólo se tuvo clemencia para con dos blancos. Uno era el piloto del barco, un hombre llamado Bellamy. El otro era un agente de comercio de esclavos francés. Se llamaba Jean-Claude de Bourjolly, el hombre cuyos papeles encontraron Angelina y Rick en Petite-Rivière.
—Descubrimos mucha información sobre el viaje en las cartas de Bourjolly —continuó Angelina—. Cosas que mi padre nunca había sabido, cosas de las que nunca se había tenido constancia. Bourjolly tenía conocimientos de lenguas africanas y siempre le habían fascinado las religiones y prácticas mágicas de los negros que había conocido en Haití. Ayudó a los hombres de Tali-Niangara a conseguir el control del barco.
»Entonces aconsejó a los cabecillas del motín que abandonaran el barco y se refugiaran entre los maroons, esclavos fugitivos dispersos por las montañas de Haití. La barca era lo bastante grande para transportar a los supervivientes de Tali-Niangara y unos cuantos esclavos que se quedaron para servirles, además de Bourjolly y Bellamy, sin el que sabían que estaban perdidos.
»Antes de meterse en la barca, los sacerdotes encontraron en un baúl del camarote del capitán el círculo dorado que había pertenecido a su rey y otros trozos de oro robado.
»Partieron el círculo dorado por la mitad y se llevaron uno de los trozos, para que quedara con ellos en su exilio. La otra mitad se quedó en el baúl a bordo del barco, con los nkisi de oro y el libro de los dioses que habían traído de Tali-Niangara.
»El mayor de los sacerdotes se quedó a bordo con ellos. Rezaría para que hubiera un viento oscuro del oeste que devolviera el barco a África, a la desembocadura del Congo, a lo largo del río a orillas del gran bosque. Volvería a Tali-Niangara para hablar con los dioses en la alta ciudadela. Los hombres de Tali-Niangara construirían canoas e irían a buscar a sus hermanos de occidente. Se reunirían las dos mitades del círculo. Habría de nuevo un rey. Y los dioses de Tali-Niangara se vengarían. Eso sería el principio de la Noche de la Séptima Oscuridad. La noche de la resurrección de todos los muertos.
Angelina dejó de hablar. Había cerrado los ojos, anulando el presente. En su mente veía al sacerdote, librado de su esclavitud, de pie, solo, en la proa del pequeño barco, soñando con un bosque que nunca volvería a ver. Se preguntó qué le habría pasado. ¿Se habría hundido o lo habría hecho prisionero otro barco? Rick se había pasado muchos años intentando descubrirlo. Y casi otros tantos intentando encontrar Tali-Niangara. Tali-Niangara y su fabulosa biblioteca de libros dorados.
—¿Es eso todo lo que sabes?
Ella indicó que no.
—No todo. Hay un poco más. Bourjolly y Bellamy llegaron a la costa con los esclavos en algún lugar del norte de Haití. Se dice que Bourjolly hizo matar al piloto una vez hubo cumplido con su misión. No sé qué tipo de historia se inventó para explicar su rescate, pero pronto volvió a Petite-Rivière y continuó con sus ocupaciones de siempre.
»Sin embargo, de alguna forma siguió en contacto con los esclavos de Tali-Niangara. Con el paso del tiempo se dieron cuenta de que no les iba a llegar ayuda de la ciudad, que nunca volverían a África. En unos años Bourjolly consiguió encontrar sitio para todos en su plantación. Falsificó papeles de origen para ellos. El barco en el que llegaron nunca fue encontrado. Los trataron bien en Petite-Rivière. Bourjolly les encontró esposas entre las esclavas congoleñas que llegaban a Cap Francais. Se asentaron y crearon familias, incluidos los sacerdotes. No tenían votos de celibato que obedecer.
—¿Por qué? ¿Por qué hacía Bourjolly todo esto? Él mismo era un negrero, dijiste que era un agente para una compañía francesa de comercio de esclavos.
Angelina asintió.
—Buscaba el conocimiento —susurró ella.
—¿Conocimiento? ¿Conocimiento de qué?
—De lo que fuera que habían enseñado los dioses de Tali-Niangara a sus sacerdotes. Los conjuros, las oraciones, las palabras de poder. Bourjolly quería ser brujo, sabes. Había estudiado las artes negras en Europa. Pero a los cuarenta años seguía sin conseguir nada. En África había oído leyendas de Tali-Niangara, el Madīnat al-Suhhār. Con la ayuda de los hombres que había salvado creía que encontraría respuestas para todas sus preguntas, que obtendría acceso a los misterios más antiguos. Él creía que Tali-Niangara había recibido sus conocimientos de Egipto, la fuente de toda sabiduría. Era un francés de su tiempo. En aquella época en París los filósofos creían que Egipto había sido la fuente de la prisca sapientia, la sabiduría primigenia que los antiguos griegos habían perdido. Dio a esos esclavos la vida, seguridad, comida, esposas. Lo que quería obtener a cambio era el conocimiento de cosas prohibidas. Debió parecerle un trato justo.
Ella permaneció en silencio. Reuben la miró.
—¿Consiguió lo que quería? —preguntó él.
Ella levantó la vista. Sus ojos eran como ópalos blancos, fijos, pálidos, acuosos.
—Sí —contestó—. Obtuvo la sabiduría. La sabiduría y el poder. Y la esperanza de la inmortalidad.