—¿Quién lo hizo?
Ella apartó la mirada, hundida en su silla, con los ojos cerrados y un vaso vacío en la mano.
—¿Quién te hizo esos cortes? ¿Quién puso las hojas de afeitar en la esponja?
—No lo sé.
—Yo creo que sí lo sabes. Te siguieron hasta aquí. Te conocen.
Ella dudó. Abrió mucho los ojos, desenfocados, tristes, acusadores.
—A mí no. No me conocen. Conocían a Rick. ¿Me pones más?
Ella alargó el vaso en silencio mientras él lo llenaba.
—Te siguieron hasta aquí, por el amor de Dios. ¿Para qué esas hojas de afeitar? ¿Una advertencia? ¿Qué era?
Ella lo miró, con la lengua paralizada, los ojos muy separados. Movió la cabeza hacia arriba, después hacia abajo. Sí, indicó con la cabeza, sí.
—¿De qué? ¿De qué te advertían?
—No lo sé —dijo, llenándose la boca de whisky.
—Tienes que saberlo, porque si no, no se tomarían tantas molestias.
—Tal vez sea una equivocación.
Él se apartó, indignado.
—¿Cómo quieres que te ayude si no me dices la verdad?
—No quiero que me ayudes. No te he pedido ayuda.
—¡Pero la necesitas! ¡Mira cómo estás!
Se puso de pie, dejando bruscamente su vaso en una mesilla, reprimiendo la repentina ira, mezclada con temor. Entró precipitadamente en la cocina, abrió el grifo y se remojó la cara antes de llenar un vaso. Pasó un minuto, y entonces la oyó entrar y ponerse detrás de él.
—Son gente peligrosa —dijo ella—. No quiero que te mezcles en esto.
Él se volvió hacia ella.
—Ya estoy mezclado —dijo—. Soy policía, éste es mi trabajo.
—No quiero que la policía se meta en esto.
—No sirve de nada. Han asesinado a tu marido. Han envenenado a tu amigo Filius. Alguien ha puesto una esponja llena de hojas de afeitar en mi cuarto de baño. En mi cuarto de baño, en mi apartamento. Han entrado en la casa de un agente de policía. Tanto si te gusta como si no, la policía ya está mezclada en todo ello. Y por si no te habías dado cuenta, esta mañana tuve la impresión de que también me había liado un poquito contigo. O quizá es que ya lo has olvidado.
Ella se estremeció.
—No —susurró—. No lo he olvidado.
—Espero que no —dijo él— porque yo tampoco. Durante una fracción de segundo hubo una corriente de ternura entre ellos. Entonces él recordó que aún estaba enfadado.
—¿Por qué fuiste a ver a ese tal Aubin? El que encontraste muerto esta tarde.
Ella se sentó a la mesa. Ojalá la dejara dormir. Si sólo la dejaba en paz un poco, dejarla desenmarañar lo que estaba pasando.
—Aubin es… era un voudouniste, un houngan. Fui para que me ayudara.
—¿No dijiste que no querías ayuda?
Ella miró el suelo.
—No ayuda de la que tú me das —dijo—. No ayuda normal. Aubin sabía de eso. Aubin sabía cómo ayudar. Él conocía a esta gente, conocía sus métodos. Alguien había organizado una expedition de morts contra Rick. Y otra contra mí. Habían pagado un pouin chaud a un bokor.
—No comprendo.
—No —dijo ella—. Claro que no. Eso es lo que te estoy intentando explicar. Eres un blanc. Puedes follarme, pero no meterte en mi piel, no puedes bailar conmigo.
Reuben hizo una pausa antes de hablar.
—Angelina —empezó—. Los dos podemos jugar a eso. Podría confundirte con unas cuantas palabras en yiddish, decirte que eres una puta schwartze, pegarte un sermón sobre la pureza racial a la judía. Pero no voy a hacerlo porque yo no pienso así, y me parece que tú tampoco.
—¿Y tú qué cono vas a saber lo que yo pienso?
—Bueno, de acuerdo, supongamos que me equivoco. Eres una tía negra de puta madre, y un judío casposo como yo no te llega ni a las rodillas. ¿Qué has conseguido, exactamente, con eso? La respuesta es que has conseguido meterte en un lío mayúsculo. Porque no creo que seas capaz de resolverlo sola, y no creo que tengas nadie más a quien recurrir. —La miró a los ojos—. Tal como se presenta el asunto, necesitas ayuda, y la necesitas ya.
»Estoy de acuerdo en que hay algunos tipos de ayuda que no puedo darte, el tipo de ayuda que esperabas de tu amigo Aubin. Eso no quiere decir que no necesites el tipo de ayuda que sí puedo ofrecerte. Lo más probable es que la necesites aún más. No sé lo que es una expedition de morts. Pero me juego algo a que no duele tanto como una esponja llena de hojas de afeitar. Así que ¿por qué no te pones cómoda y me cuentas lo que sepas? Cuando hayas acabado, podemos cenar y tomarnos una botella de vino francés que tengo en la nevera. Después, ¿quién sabe?… Podríamos ver la tele. Podríamos jugar al Monopoly. Podríamos irnos a la cama.
Ella se quedó muy quieta, la mirada fija en él, mirándolo sin verlo. Cuando habló, su voz parecía llegar de muy lejos. Si escuchaba con mucha atención, podía oír cómo la garza blanca movía las alas al volar.
—Hace doce años, Rick y yo estuvimos en Haití. Él estaba haciendo una investigación en el norte de la isla. Tenía Cap-Haïtien como cuartel general. Su tema era el voudoun en la revolución de 1791. Solía hacer frecuentes visitas a Bois Caimán, al sur de la ciudad, donde tuvo lugar la ceremonia voudoun que desencadenó la rebelión.
»Un día alguien sugirió que visitáramos la casa de una vieja plantación cerca de Bois Caimán, un sitio llamado Petite-Rivière. La mayor parte de las casas señoriales de la zona fueron quemadas durante la revolución, pero Petite-Rivière sobrevivió. A Rick le dijeron que aún había documentos en la casa de antes de la revolución.
»Fuimos juntos, era un día caluroso de verano.
Por algún motivo, parecía recordar hasta el último detalle de ese día, el tiempo que hacía, lo que llevaba, lo que comieron, las formas que tomaban sus sombras contra las paredes, el ruido de las cigarras en los campos marrones. Ella no llevaba nada debajo del vestido, que se le pegaba como un trapo mojado.
—Cogimos la carretera por Plaine du Nord y Gallois, y entonces nos adentramos en las montañas hacia el oeste. Petite-Rivière estaba completamente aislado. Creo que fue por eso que sobrevivió a la rebelión. Nuestro jeep tenía dificultades para no salirse del camino. Llegamos a media mañana. Había liquen rojo creciendo en las paredes. Me notaba húmeda, enfadada con Rick por haberme llevado hasta ese sitio. Pero quería que lo ayudara con los documentos que pudiera encontrar: mi francés siempre fue mejor que el suyo.
Se detuvo, como inquieta por un problema de lenguaje. Alguien cruzó el suelo del piso de encima, los pies de un hombre pesado, lento y resuelto. Pensó en la belleza móvil de las oropéndolas, en los naranjos y los árboles shadek que proyectaban sombras sobre la hierba chamuscada, en el cerco de sablier que rodeaba la casa como una valla de cuchillos.
—Petite-Rivière no era gran cosa. Lo que Boukman y sus rebeldes no habían conseguido, el tiempo y el clima sí lo habían logrado. En un principio había sido propiedad de una rama de la familia de Pays de Bourjolly, colonizadores franceses de La Rochelle. En el momento de la revolución el dueño era Jean-Claude de Bourjolly, que era también, entre otras cosas, el agente local de Riedy y Thurninger, la mayor compañía de comercio de esclavos de Nantes. Según los historiadores contemporáneos, logró escapar a las masacres y de alguna manera consiguió huir a América.
»Los actuales dueños eran unos mulatos pobres que cultivaban sisal para venderlo a una compañía americana de Le Cap. Afirmaban ser descendientes de la primera familia negra que tomó posesión de Petite-Rivière después de la huida de los Bourjolly. Quizá no lo fueran. En Haití todo el mundo quiere encontrar una genealogía. Todos somos ti Guinée, hijos de África, pero estamos desesperados por encontrar unas raíces. Ser negro no basta, hablar el langage no es suficiente, tenemos que tener nombres, tenemos que convertirnos en gente con pedigrí.
Se detuvo un momento pensando en sus propias raíces retorcidas, y en el suelo fértil en el que habían crecido.
—Vivían en habitaciones antiguas que perdieron su dignidad hacía mucho tiempo. Sin agua, ni electricidad, sólo sombras del pasado. El pasado de alguien, de cualquiera, a ellos ya les servía. Había dos viejos en la terraza jugando a las damas, viendo el mundo alejarse un poco más con cada ocaso. No nos hicieron ningún caso.
»Rick y yo encontramos los papeles amontonados en un viejo baúl metálico en un desván lleno de café tostado y excrementos de ratón. Estaban milagrosamente bien conservados, de alguna manera el baúl los había mantenido a salvo de la humedad, las esporas y el polvo. No estaban ni mucho menos perfectos, claro, pero la mayor parte de ellos eran sorprendentemente legibles.
»Todo ese día lo pasamos leyéndolos y separándolos en diversos montones. Una niña pequeña nos miraba, creo que era la pequeña de la familia, de ocho o nueve años. Era bonita pero bastante deforme; tenía la cabeza inclinada sobre los hombros, como si se hubiera roto el cuello, casi como si la hubieran ahorcado. Siempre que levantaba la vista, ella me miraba desde el rincón. Sólo miraba, no decía nada. Intenté hablarle, pero nunca respondía.
Angelina se quedó callada, mirando hacia Reuben pero viendo sólo un recuerdo, retorciendo los dedos inconscientemente en el regazo. La niña había muerto poco tiempo después. El contacto de Rick lo había mencionado de pasada en una carta. Durante meses, la imagen de la niña yaciendo en la mesa de pino donde ella y Rick habían puesto las cartas, con un fino vestido arrugado blanco, con el cuello aún torcido, con su virginidad rota por un padre supersticioso usando un grueso palo de madera, para asegurarse de que no se convirtiera en una diablesse después de que la enterraran. La inocencia es una puerta abierta para cualquier mal que quiera entrar en nuestro jardín.
—Rick ofreció dinero a la familia por el baúl y su contenido. Aceptaron cincuenta dólares (dólares americanos, no gourdes) y quedaron convencidos de que hacían un buen negocio. Supongo que lo era: ¿de qué les podían servir aquellos trozos de papel a ellos? Ni siquiera sabían leer.
Ella recordaba cómo se habían ido al caer la noche, la niña condenada mirando desde la puerta, tal vez ya afectada por el mal que la había de matar, los caminos equivocados que cogieron, las subidas y bajadas del camino, con los faros enredados en hojas verdes monstruosas, el olor de vétiver en la oscuridad húmeda e infecta. Oyeron un tambor kata durante unas millas hasta que eso también desapareció y se vieron envueltos en silencio. Lejos, al otro lado de la quebrada ancha y sin nombre, unas luces como luciérnagas parpadeaban en larga fila por un camino invisible. La gente de la montaña iba a pie al houngfor para convertirse en dioses.
En retrospectiva se preguntaba si había habido presagios aquella noche, algo que pudiera insinuar lo que se acercaba, pero no se le ocurría nada. Miró fijamente a Reuben, sus manos, ojos y cara. ¿Qué aspecto tendría cuando hubieran acabado con él?, se preguntaba. ¿Le dejarían a ella mirar? ¿La dejarían tocarlo? ¿Le permitirían besarlo mientras moría?