CAPÍTULO VEINTIUNO

La puerta al final de las escaleras estaba cerrada con llave por dentro, pero la llave estaba atascada por la herrumbre. Danny reventó la cerradura con el pie, haciendo que la puerta fuera a parar, con los goznes rotos, contra la pared. Al otro lado había un rellano estrecho de madera cargado de polvo. Las paredes eran de roca desnuda.

Partiendo de este rellano se extendía una escalera tambaleante de madera que ascendía en curva. Subieron lentamente, anonadados, temerosos de encontrar más horrores, conscientes del crujir de la madera antigua bajo sus pies. Quien hubiera construido esas cámaras subterráneas realmente se había esforzado por asegurar su inaccesibilidad.

Al final de la escalera encontraron una trampilla de madera. Al igual que la puerta anterior, daba a un espacio oscuro. La linterna de Reuben estaba casi gastada. Danny le pasó la suya. Con esta luz más fuerte vieron un túnel que se extendía ante ellos, más estrecho que el primero y completamente cubierto de telarañas. Danny tomó la delantera esta vez, rompiendo las telarañas con el brazo y la linterna, los ojos recorriendo la oscuridad, buscando cualquier señal de movimiento.

El túnel acababa en otra escalera de madera que llevaba, como la anterior, a una trampilla. Danny la levantó y salió al otro lado, una cámara como una caja, de un metro cuadrado. Alguien la había tapiado.

La pared era de ladrillo y cemento, como la que habían encontrado ante la verja. Igual que aquélla, ésta tenía zonas más débiles y quebradizas. Abriendo un hueco lo bastante grande para pasar lograron salir a un sótano abandonado desde hacía mucho tiempo.

El edificio encima del sótano era un almacén muy desvencijado, uno de los varios de la zona de Front Street cercana al río que esperaban ser derruidos desde hacía varios años. Encontraron la puerta principal y salieron al sol de final de septiembre, parpadeando, quitándose de encima la oscuridad y los terrores de la noche en una calle llena de escombros justo al norte del Brooklyn Bridge.

Un comité de recepción les esperaba cuando llegaron al apartamento de los Hammel. Hacía más de dos horas que un equipo estaba en el túnel, intentando llegar, cavando, hasta Reuben y Danny, que se suponía estarían muertos o atrapados. La historia del zombi había sido relatada —con algunas florituras— al capitán Connelly, que había estado a punto de tener su tan esperado infarto. A Danny lo habían apartado del caso y se le había asignado otro compañero. Reuben estaba suspendido en sus funciones y se le dijo que se tomarían medidas disciplinarias. El departamento de asuntos internos de la policía había sido notificado. Se hablaba de una investigación.

—¿Qué coño está pasando? —preguntó Reuben.

Nadie lo sabía. Gisler, el teniente encargado, se encogió de hombros y dijo que debía tener algo que ver con los vampiros. Oyó su risa, fuerte e hiriente al salir enfurecido del apartamento, cerrando la puerta de golpe. Danny se quedó para hacer un informe oral.

Una vez en la calle, Reuben buscó una cabina telefónica. Después de media docena de intentos frustrados, logró localizar a Sally Peale en una oficina del ayuntamiento.

—Estoy metido en un lío, Sally, pero no sé qué pasa.

—¿Tiene que ver con el caso Hammel?

—Pues claro. ¿Con qué, si no?

—Encontrémonos en el centro dentro de media hora, Reuben. Hay un restaurante chino en Mott Street, el número veinte. Te veré allí.

—¿Cómo se llama el restaurante?

—Ya te lo he dicho: número veinte. Está cerca del Museo Chino. Estaré en la planta baja.

Chinatown no tenía el menor encanto, ni resplandor, un nombre más que un barrio. Reuben raramente iba allí. No le gustaba la comida china, el abundante uso de la carne de cerdo.

Sally lo esperaba en una mesa del fondo, entre las sombras. Vestía con un traje gris de aspecto caro con un pañuelo de color crema al cuello, la abogada perfecta. Él la encontraba preciosa. ¿Por qué no habría funcionado lo suyo?

—Siéntate, Reuben.

Había una tetera blanca y azul en la mesa y dos pequeñas tazas de porcelana sin asa.

—Toma un poco de té, Reuben. Es Pi Lo Chun, té verde de Soochow. Te gustará.

—Preferiría una cerveza.

Ella le lanzó una mirada que decía «ya estamos con ésas». Pasó un camarero y pidió una cerveza.

Chicas con vestidos chinos llevaban dim sun por las mesas en carritos pequeños y chirriantes, cada uno con su propia selección y carteles en chino. Sally parecía saber o adivinar qué ponía en cada uno. Iba señalando con el dedo, pidiendo para los dos, bolas grasientas y blancas de masa hervida y finezas pálidas, envueltas en hojaldre. Ella sabía los nombres en cantones. Reuben se sentía envidioso e incómodo. Jugueteó con la comida, demasiado avergonzado para preguntar cuál de aquellos paquetes —si es que alguno la tenía— contenía carne de cerdo.

—¿Preferirías pato, Reuben?

—Estoy bien. Esto ya me sirve.

Sally levantó un dim sun entre dos palillos y se lo metió en la boca. Sus labios eran sensuales, y el gesto, erótico. Reuben sintió un poco haberla perdido.

—¿Qué tipo de problemas tienes, Reuben?

Se lo explicó lo mejor que pudo.

Cuando hubo acabado, ella se sirvió otra minúscula taza de té. Estaba oscuro. Puso la tapa a medias sobre la tetera. Un camarero se la retiró. A su alrededor voces chinas subían y bajaban como campanillas.

—¿Has contado a alguien más lo que encontrasteis?

—Danny está haciendo un informe ahora.

—¿Pero nadie más ha hablado contigo? ¿Nadie más que no sea del cuerpo, quiero decir? Reuben indicó que no.

—¿Con el fiscal de distrito, quieres decir, no?

El camarero volvió con la tetera, llena de nuevo de agua caliente. El vapor salía del pitorro, lánguido e incoloro.

—Algo así —dijo Sally.

Parecía ausente. A lo lejos, una puerta se cerró de golpe. En la cocina, que ellos no podían ver, un chorro de vapor silbaba, desolado, viejo. En la pared, sobre sus cabezas, colgaban muestras de caligrafía china, palideciendo, albergando algún tipo de misterio. En una mesa cercana, dos viejos fumaban y bebían té.

—¿Verdad que si alguien te hace preguntas me llamarás? —Sacó una hoja de su agenda y escribió unos números en ella—. Aquí me encontrarás casi siempre.

Reuben lo miró. No era el número de su casa, ni el número al que la había llamado en el ayuntamiento. Sin decir palabra, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.

—Tengo que irme —dijo ella.

Él dudó.

—¿Estás liada con alguien? —preguntó.

—Sí. ¿Y tú?

No parecía preocuparle. Pero mantuvo la vista fija en él. Él sacudió la cabeza.

—No lo sé —dijo él.

—Cuidado con la Hammel, Reuben. No quiero que te hagan daño.

—Pero no puedes evitarlo.

—En efecto. —Ella se pasó la lengua por los labios—. ¿Estás enamorado de ella? —preguntó.

Él esquivó su mirada.

—Yo también me tengo que ir —respondió.

* * *

La llamó y la llamó, pero las paredes se limitaban a devolverle el nombre, y supo que se había ido. El silencio lo unió súbitamente a ella, revelando su necesidad, su esperanza, su decepción. Ayer habría sido sólo silencio. Hoy era una herida abierta, las espinas de una zarza cortando una mano desprotegida.

Cerrando la puerta, miró las otras lesiones que había traído a casa: cortes y cardenales, trofeos de su tozuda curiosidad. Ésas eran heridas poco profundas. Más adentro llevaba trofeos más permanentes, imágenes de la muerte cubierta de telas de araña que se adentraban en su mente para buscar y ocupar su centro fragmentado. Ni siquiera los azotes verbales que había recibido de Connelly podían borrar la escuálida arqueología de la muerte.

Tenía la ropa hecha un desastre. Fue directo al dormitorio y se quitó el traje: sólo hacía diez semanas que lo había comprado y ya no servía ni para donarlo a la beneficencia. Se dirigió al lavabo, sintiéndose apagado y abatido. Quizá una ducha lo animaría.

Había sangre por todas partes. Sangre en el suelo, sangre en las toallas, sangre en el plato de la ducha, como pintura roja por el cristal y los azulejos. Reuben fue presa del pánico, corrió de habitación en habitación buscándola, sin encontrar nada. De vuelta al lavabo, buscando con más cuidado encontró trozos de gasa y algodón, el rollo vacío de esparadrapo que guardaba en el armario. Por lo visto se había hecho un gran corte, y se lo había curado. ¿Cómo había sucedido? Estaba alterada, pero no podía creer que hubiera intentado suicidarse. Aquello no tenía pinta de ser un intento de suicidio.

Estuvo a punto de resbalar con la esponja. Estaba justo ante la ducha, empapada de sangre. Se agachó para cogerla, pero la dejó caer al hacerse un corte en el dedo con una hoja de afeitar. La volvió a coger, esta vez con más cuidado, y la miró de cerca. Las hojas habían sido colocadas con habilidad: justo lo bastante profundas para permanecer ocultas, pero lo bastante cercanas a la superficie para cumplir eficazmente con su función.

Angelina había perdido mucha sangre. Debía de estar débil, tal vez estuviera inconsciente en algún sitio. Pero ¿dónde? En su habitación encontró las bolsas de compra vacías. La ropa que le había dejado su hermana estaba sobre la cama. Se había vendado las heridas, se había vestido y entonces se había ido. Se fue sin siquiera dejarle una nota diciendo adónde iba.

Sonó el teléfono. Tres veces, entonces paró. Un momento después volvió a sonar. Corrió a cogerlo.

—¿Angelina?

Silencio. Entonces el ruido de respiración, acompasada, al otro lado. Alguien escuchaba.

—¿Quién es? ¿Eres tú, Angelina?

Colgaron. La promesa de Angelina viva se convirtió en el zumbido de la línea.

Vio el nombre de Mary-Jo Quigley en el bloc de notas y llamó a la universidad. La señorita Quigley no había estado intentando llamarlo. No, no había visto a la señora Hammel, aunque había hablado con ella antes. ¿A qué hora? Hacia las doce, suponía. Había hablado con la señora Hammel sobre los preparativos para la incineración. ¿No era una pena que lo quisieran incinerar? Era un pecado quemar así un cuerpo humano.

Le dio las gracias y colgó. Quizá se precipitaba al asustarse. Lo más probable es que se hubiera vendado lo bastante bien para llegar a un hospital. El más cercano era King’s County. Cualquier taxista la habría llevado allí.

En la recepción del hospital no tenían registrada ninguna señora Hammel. La enfermera de turno no creía que hubieran ingresado ninguna mujer haitiana aquella tarde.

Probó en el hospital Metodista y el Caledonian, al oeste y el sur de Prospect Park respectivamente. Nada. El Maimonides Medical Center en la Décima Avenida. Nada. La iglesia donde había ido a confesarse el otro día. Nada. La funeraria donde habían llevado el cadáver de Rick Hammel. Nada. Dejó el teléfono.

Cinco segundos más tarde sonó.

—Abrams.

—¿Es usted, teniente? Llevo diez minutos intentando comunicar con usted.

Era un sargento de la brigada de homicidios, un hombre llamado Jesús Riley, un mal nombre para el fruto de un matrimonio mexicano-irlandés.

—Estaba haciendo unas llamadas, sargento. ¿En qué puedo ayudarle?

—¿Podría pasarse por aquí cuanto antes? Ha habido otro homicidio. Está implicada una señora llamada… —se detuvo, como si consultara el registro—. Sí. Se llama Angelina Hammel. La del marido que encontraron en el parque hace unos días.

Reuben sintió que un pitido tremendo le atravesaba las carnes. El corazón se le quedó vacío. No sentía nada, lo sentía todo.

—¿Está muerta?

Un latido de corazón. ¡Cuánto dura un latido!

—No, señor. Está viva. Ha estado preguntando por usted.

—No comprendo. Usted dijo un homicidio.

—Cierto. La víctima es un tal… a ver… Aubin Mondesir. Supongo que no me expresé bien. Mondesir era un amigo de la señora. Por lo menos, eso dice ella.

—¿Quién lo encontró?

—La Hammel. Dijo que lo encontró muerto, y nos llamó en seguida. Estaba allí cuando llegó el coche.

—¿Cómo está ella?

Otro latido.

—Parece haber sido duro. Le pregunté si quería ver a un médico, pero dijo que no. Entonces mencionó su nombre. Dijo algo de que estaba en su casa. ¿Es así?

Reuben se calló un momento.

—Sí, sargento. Es así.

—Es sólo para saberlo. No lo he puesto en el informe. He oído…

Reiley dudó.

—¿Qué ha oído, sargento?

—Que ha tenido algunos problemas, señor. El capitán ha vuelto hace media hora. Cohen estaba con él. Dice que quiere verle.

—¿Connelly?

—No. Cohen. ¿Va a venir a recoger a la señora?

—Ahora voy hacia allí. Que no se meta en líos —calló un momento—. ¿No estará detenida, verdad?

—No. Queremos interrogarla más adelante. Pero pensé que preferiría encargarse de eso usted mismo. No se sospecha de ella, si es a lo que se refiere.

—De acuerdo. Reténganla. Díganle que llegaré en quince minutos.

* * *

Ella no habló. Pero sus ojos dijeron muchas cosas. Ante todo, que tenía miedo.

—¿Estás bien?

Una pregunta estúpida. Saltaba a la vista que estaba mal.

Ella indicó que no y lo miró. No sonreía.

—Vámonos de aquí.

La llevó directo al Brooklyn Caledonian y usó su carnet de policía para saltarse la cola. Ella no protestó. Por el camino notó que las manchas de sangre en la blusa se estaban agrandando.

—La compré esta mañana —dijo ella—. Estaba recién estrenada.

Se puso a llorar mientras hablaba. Pero no lloraba por su blusa. Lloraba por él. Él había estado dentro de ella, había tomado el lugar de Rick, el lugar de su padre; y, sin darse cuenta, se estaba enredando en las redes de su existencia. Había tanto que él no sabía, que no debía llegar a saber. No lo amaba.

Eso era imposible. Pero le apetecía irse a algún lugar oscuro y privado con él y simular que lo amaba.

Reuben aún encontraba difícil aceptar que ella hubiera sido virgen. Una virgen con experiencia, tal vez, pero intacta como una niña de trece años. ¿Podría ser eso motivo de asesinato? Entre sábanas frías, las acciones frías tiritan contra la piel.

Se imaginaba el infierno de eso, la miseria diaria de un matrimonio así. El autodesprecio, el odio de uno mismo. Era comprensible si había buscado una salida. Aún le ocultaba algo, de eso él no tenía la menor duda. ¿Qué había confesado al cura la noche anterior? ¿Información relativa a la muerte de Rick? ¿El conocimiento de su propia complicidad? Esperaba que no. Pensaba que se estaba enamorando de ella, suavemente y en contra de su voluntad.

Sus cortes necesitaban puntos de sutura. El doctor la trató como a cualquier mujer que llegaba con cortes de hoja de afeitar: la cosía, pero le daba a entender que era malgastar su valioso tiempo. Ella tuvo que pedir un calmante para el dolor. Las bruscas instrucciones que dio a la enfermera decían que debería estar hecha a este tipo de cosas. ¿Acaso no sucedía con frecuencia? ¿No esperaban ya las negras que sus hombres las rajaran? ¿No era la resistencia a los cortes una señal de valor en África? ¿No se usaban las heridas cicatrizadas como símbolo de madurez?

Ella no dijo nada, no sintió nada. En cierto modo, el doctor tenía razón. Llevaba las cicatrices por dentro. Pero eran símbolos de vergüenza, no de orgullo.

El viaje de vuelta a casa transcurrió en silencio. La oscuridad había espesado calles conocidas. El viento se había ido, dejando la ciudad apagada y desolada. Tras las ventanas iluminadas, tras las persianas a rayas y las cortinas plegadas, las figuras de hombres y mujeres se movían en cámara lenta, ejecutando una mesurada danza de la muerte, sonriendo cogidos de la mano, saludando y girando, vestidos y desnudos, limpios y sucios, girando, inclinándose, amenaza y gracia, dedo contra dedo, palma contra palma, sin música, contoneándose, los ojos cerrados, los ojos abiertos, pecho contra pecho, labio contra labio callado, engullidos por las sombras de un minué que no piensa. El coche iba pasando lentamente por delante de las ventanas, por delante de las puertas abiertas, por delante de las escaleras oscuras. Reuben vio la textura de la noche pasar por encima de la cara de Angelina, apartó la mirada y vio cómo la carretera iba girando. Y volvió a girarse y vio sombras puntiagudas dibujadas contra sus ojos.