CAPÍTULO VEINTE

Los mechones de pelo estropajoso avanzaban como una fuga por el cerebro de Reuben, repitiendo una vez y otra su mensaje duro y enrevesado de podredumbre. Se estremeció y se apartó del hueco abierto, seguido por Danny.

Aquel lugar era un cementerio de piedra. Quién sabe cuántas osamentas contenía, ni cuánto hacía que estaban allí. Por dondequiera que andará, los muertos anónimos estaban acurrucados bajo sus pies. No había nombres inscritos en las pesadas losas que cubrían sus restos, ni fechas que indicaran su nacimiento ni su muerte.

Reuben miró los pozos funerarios. Había algo que lo inquietaba especialmente: enterrar los muertos bajo losas de piedra no era anormal; dejarlos sin nombre era inusual, pero no sin precedentes. Pero ¿por qué iba alguien a querer sellar las tumbas con losas como aquéllas, perforadas por grandes agujeros, como las tapas de las cajas en las que los niños se llevan a casa su hámster?

Sin darse cuenta, habían cruzado hasta el pie de los escalones que conducían a la puerta de madera. Tras su última experiencia, ninguno de los dos tenía muchas ganas de ver qué había detrás de la puerta; pero ambos sabían que si había alguna salida más fácil que volver por el túnel, sólo podría ser por la puerta. Y el gas, aunque ya mucho más disipado, seguía entrando en la sala.

Reuben subió por los escalones mientras Danny se quedaba abajo, iluminándole el camino. Suavemente, Reuben tocó el pomo metálico, sin adorno alguno, cogiendo ánimos para girarlo. El mecanismo iba duro, pero apenas oponía resistencia. Reuben hizo fuerza con las piernas y tiró fuerte.

La puerta se combó por arriba, y entonces cedió de golpe, moviéndose hacia fuera con un oscuro sonido. El olor de aire cerrado desde hace mucho tiempo invadió la nariz de Reuben. El olor era corrupto y mohoso, pero contenía cierta sugerencia apagada de algo inesperado, un perfume cargado, complicado, que había estado confinado en un espacio cerrado durante siglos, desvaído pero persistiendo, atenuado hasta ser un espectro pálido, flaco, oscuro, voluble, lamentable.

Los goznes se atascaron y la puerta se quedó a medio abrir. Reuben se adentró por el hueco y apuntó el interior con la linterna. La puerta estaba cubierta por una única, enorme telaraña. Reuben dudó, como si la telaraña fuera algo más que una obstrucción de la puerta. Entonces, casi salvajemente, la desgarró de lado a lado. Los jirones cayeron, revelando sólo una zona oscura en la que no entraba luz alguna. Fuera lo que fuese lo que había al otro lado de esa puerta, no era ni el exterior ni la libertad.

Reuben rogó que no fuera la entrada de otro osario. Lo que vio a continuación le arrancó su petición de los labios. No era horror, ni terror, sino un sueño del que todo horror o terror había sido amputado, dejando un pequeño movimiento de locura que señala las pesadillas escondidas en los recovecos del dormir.

La puerta daba a una segunda sala, mucho menor que la primera, más oscura y más pesada: una habitación a la que el tiempo había hecho siniestra. Bajo un techo de yeso ligeramente decorado había unas paredes con un revestimiento oscuro que se tragaba la luz amarilla de la linterna de Reuben. El suelo era de parquet, en algunas partes cubierto por alfombras persas. Había restos de arena donde alguien había estado frotando la madera, una costumbre que ya se perdió en el siglo XIX. Una nube de telarañas se contoneó obscenamente con la corriente de aire al abrir la puerta, y después se asentó de nuevo, grande y pensativa, una quietud gris, envuelta por el polvo que ahogaba la estancia.

Las arañas habían tejido la tela del tiempo: dibujos salvajes e intrincados en los que los años habían quedado presos como moscas punteadas. Detrás de ellas, ahogados por las sombras, los lomos dorados de libros encuadernados en piel lucían en estanterías de madera oscura. Un globo terráqueo en una montura de madera ocupaba el rincón más lejano, con océanos secos y desvaídos, sus ciudades caídas, sus torres derruidas. Una gran araña se paseaba sobre sus zancos por el corazón oscuro de África, tiesa y negra, recorriendo el mundo con sus zancadas.

Contra la pared trasera, en vez de libros, había retratos de hombres vestidos con la indumentaria del siglo XVIII y principio del XIX, escarchados de telarañas, resquebrajados y desprendidos por los largos años de abandono. Miraban fijamente a Reuben, con ojos tristes, fríos y acusadores. Todos tenían en la mano algo que parecía una vara o cetro de algún tipo, como si imitaran a un rey o a un príncipe. Pero su ropa era oscura y sobria, y sus severos rasgos apuntaban no a la blandura de los palacios, sino a una vida dedicada a fines más altos.

La pared donde estaban los retratos se veía cortada en el centro por una escalinata de unos doce escalones de piedra que conducía directamente a una puerta baja de madera. En la puerta estaba pintado un círculo rojo con rayos que caían hacia el suelo, emblema del sol, y en el centro del círculo Reuben reconoció las palabras hebreas yod, heth, waw, heth: el nombre divino: Yahweh. Bajo el sol un león sujetaba un libro abierto en el que estaban escritas las palabras latinas semper apertus: siempre abierto.

En el centro de la habitación, de cara a la puerta, había un pupitre alto enterrado en enormes telarañas que llegaban desde su extremo superior al suelo, como si sujetaran el pupitre en su lugar. Reuben tenía la vista pegada en el pupitre, ante todo, o, mejor dicho, en lo que había sentado en el pupitre.

Era el cadáver momificado de un hombre, vestido con ropa como la de los retratos: un apagado abrigo de cachemira de estilo cuáquero sobre un chaleco de terciopelo negro, una pechera y un cuello de muselina blanca, calzones de nankín abotonados justo debajo de la rodilla. Todo ello muy podrido, pero aún intacto. La ropa de a diario de un letrado o clérigo.

En el pupitre ante la momia había un libro abierto, cubierto de una gruesa capa de polvo. Pero no veía en absoluto. Su cara curtida estaba cubierta desde la barbilla a la frente por una telaraña enorme, circular. Y en el centro de esa tela estaba sentada una araña enorme, con muchas patas, delgada, vibrando levemente en su fina cuna mientras esperaba pacientemente su presa.

El suelo detrás del pupitre no tenía alfombra. Debajo de una fina capa de polvo apenas se discernían unas líneas pintadas en rojo. Un círculo de tamaño considerable rodeaba una estrella de cinco puntas, por cuyos ángulos interiores corrían dos círculos concéntricos menores, distantes unos veinte centímetros. En cada una de las puntas había tres candelabros altos, todavía completos con velas de cera amarilla.

Reuben pasó detrás del pupitre y se acercó a la estrella de cinco puntas. Barriendo con la mano y soplando limpió una parte del suelo y se irguió para mirarlo mejor. Una inscripción seguía el doble círculo interior. Reuben reconoció varias letras hebreas y distinguió palabras que suponía eran latinas. En el centro de la estrella estaban distribuidos diversos símbolos sin seguir un esquema claro. Algunos vio que eran símbolos astrológicos, otros insignias cabalísticas, pero el resto era menos claro. Parecían casi africanos.

Se puso de pie cuando entró Danny. Ninguno de los dos dijo nada. Danny estaba de pie en la puerta, intentando asimilar todo aquello.

—¿Estás bien, Reuben?

—Sí. Estoy bien.

—¿Es de verdad? —dijo en voz queda.

Pero sabía que sí era de verdad. Lo había visto antes; en su pesadilla, hacía muchos años, acurrucado entre las sábanas húmedas, gritando para que encendieran la luz. En lo más hondo, Danny tenía miedo, mucho miedo. En lo más hondo, Danny sabía lo que pasaba al final de la pesadilla, algo que no había contado a Reuben.

Danny se acercó a una de las estanterías. Apartando las telarañas, sacó un volumen del estante más cercano. Era un libro grande, de tamaño folio, encuadernado en piel gruesa, con grandes cierres de latón. Había una mesita cerca. Danny depositó el libro en la mesita y abrió los cierres. Las páginas estaban algo pálidas, pero por lo demás el libro estaba sorprendentemente bien conservado.

Las letras de la página titular eran gruesas. En el centro había una insignia circular compuesta por cuatro círculos concéntricos, formando una banda en la que había dispuestas dos series de caracteres hebreos y dos de griegos. En el centro del círculo había varios símbolos geométricos, más letras hebreas y filas de algo que parecían ser números. Debajo del círculo estaban unas palabras en francés: Le Grand Pentacule: el Gran Pentáculo.

El título también estaba en francés: Les Clavicules de Salomón. Traduit de l’Hébreux en Langue Latine Par le Rabin Abognazar et Mis en Langue Vulgaire par M. Barault Archevêque d’Arles. Al pie de la página había una fecha: M.DC.XXXIV: 1634.

El libro parecía ser un tratado de magia ritual, incluyendo fórmulas para conjuros, símbolos talismánicos, diagramas y dibujos ilustrando rituales mágicos.

Reuben se acercó a Danny. Juntos fueron recorriendo los estantes, sacando libros al azar, examinándolos brevemente antes de devolverlos a su lugar. Más libros en francés, varios en latín, con títulos misteriosos y curiosas inscripciones: De Occulta Philosophia Libri Tres; De naturalium effectuum causis, sive de Incantationibus…; Staganographia, hoc est, ars per occultam scriptram animi sui voluntatem absentibus aperiendi certa…; Grimorium Verum; Lemegeton; Veterum Sophorum Sigilla et Imagines Magicae; De Septem Secundeis

En una fila encontraron más de cuarenta volúmenes en inglés, alemán y holandés. Cerca había varios libros en griego, casi una docena en hebreo, tres en lo que Reuben supuso que era árabe, y uno en una escritura que no reconocía. La mayoría eran de los siglos XVII y XVIII, y en general estaban publicados en París, Leiden, Cassel, Basilea y Darmstadt. El más moderno era un pequeño libro de formato medio folio en inglés, publicado en Boston en 1800 por Nathaniel Ackerknecht. Escrito por un tal Perseverance Hopkins, el título era Una Prudente Advertencia a los Justos, un Relato de los Recientes Hechos Acaecidos en Nantucket. Parecía haber sido leído con frecuencia, y los márgenes estaban cubiertos de notas escritas en una letra fina, algo retorcida.

En una mesa estrecha en la parte trasera de la habitación, justo debajo de los pensativos retratos, había una pila de papeles cubiertos de telarañas, la mayor parte de los cuales resultaron ser, cuando los miraron de cerca, cartas. Cartas extrañas, en varias lenguas, pero principalmente en francés y alemán, salpicadas de citas hebreas y latinas, series de cifras y signos cabalísticos y astrológicos. Partes enteras de algunas cartas parecían estar en clave. Provenían de toda Europa, incluidas varias de Mitau en Courland, y unas cuantas de Budapest, Riga, Brest y otras ciudades del este.

Lo más interesante era una pila de más de cuarenta cartas todas escritas con la misma letra. Estaban en francés, y el encabezamiento rezaba «Cap Français». Las fechas iban de 1762 a 1807, pero la letra apenas variaba. Cap Français era, por supuesto, el nombre antiguo de Cap-Haïtien, la antigua capital del norte de Haití cuando era la colonia francesa de St. Domingue. La firma al pie de las cartas era ilegible.

Este fajo estaba guardado en una cajita, separado de las otras cartas. En el fondo de la caja había un objeto dorado y plano. Era un semicírculo, de unos treinta centímetros de diámetro, con la circunferencia lisa, pero el lado recto bastamente cortado, como si hubieran roto la circunferencia entera. Su superficie estaba cubierta de curiosas marcas, ninguna de las cuales le resultaba familiar a Reuben. Algo parecía indicar que su origen, como el de las marcas del suelo, podría ser africano.

Reuben cerró la caja.

—Danny, para que no haya problemas con Connelly, quiero que sepas que me llevo estas cartas. Quiero enseñárselas a Angelina. Y el semicírculo también.

—Yo creo que deberíamos salir de aquí —dijo Danny y fue hacia los escalones.

—Un momento —dijo Reuben.

A cada momento, mientras estaba en esa habitación, la vista se le iba hacia la figura sentada al pupitre. Algo lo atrajo en esa dirección.

Quería ver el libro, ver la página que el brujo vestido de cuáquero estaba leyendo cuando murió. Cuidadosamente se acercó al pupitre desde un lado. La mano de la momia reposaba en la página, fina y seca, encorvada como una uña. Al moverla, el cadáver se sacudió. La araña se estremeció, tuvo miedo y salió corriendo por la telaraña, refugiándose en la órbita ocular derecha del brujo.

Reuben levantó el libro, un grueso volumen de tamaño folio, y lo empezó a apartar del pupitre. Al hacerlo iba rompiendo las telarañas que unían la momia y el pupitre. Una segunda araña grande salió corriendo de debajo. Reuben se sobresaltó, y el libro se le escapó de las manos, cayendo con estrépito al suelo y cerrándose. Lo levantó, balbuceando en la densa nube de polvo amarillo.

Reuben apoyó el libro en el borde del pupitre y lo volvió a abrir. La página titular decía:

El liber Arcanorum

o Ketab El Asrar

de Aben Pharagi Maroccanus Scriptor Nubianus

Traducido a la lengua inglesa

de la traducción latina de Trithemius,

hecha por un sabio inglés

y profusamente ilustrado

con dibujos extraídos del texto original,

de una copia encontrada en la ciudad de Fayyoum, Egipto

MDXLI

Lentamente, Reuben fue ojeando las páginas amarillentas. En las páginas de la izquierda estaba impreso el texto latino, enfrentado al texto inglés, que ocupaba la derecha. El texto principal consistía en estrofas cortas, que Reuben pensó debían ser conjuros, alternando con líneas de letras cabalísticas y expresiones talismánicas escritas en árabe:

Cuando hubo recorrido unas diez páginas el libro, que llevaba tanto tiempo abierto por un mismo punto, se rompió por el lomo y se volvió a abrir por la posición original. La página estaba completamente ocupada por una xilografía al estilo del siglo XVI. Reuben tardó medio minuto en discernir el tema y la composición del dibujo. Cuando lo logró, cerró el libro con un escalofrío y se alejó del pupitre.

La escena representaba un cementerio, en el que se ilustraban gráficamente los sucesos de la resurrección futura. El artista había trasladado la escena del supuesto Egipto del original a un cementerio europeo, adornado con vírgenes y crucifijos de la fe cristiana. Pero este dibujo no se parecía en nada a las representaciones habituales de la resurrección, en las que los muertos se levantan con sus cuerpos radiantes de carne resurrecta, vestidos de blanco y colmados de alegría al encontrarse con Jesús en el paraíso.

Por el contrario, los cuerpos de los recién revividos estaban podridos y corruptos, vestidos con los restos de sudarios comidos por los gusanos. En sus caras el artista había logrado representar expresiones de horror y terror extremos. Estaban envueltos en una oscuridad neblinosa en la que se agazapaban extrañas formas.

Pero no era todo esto lo que hizo que Reuben cerrara el libro tan de prisa y con tanta aversión. Fue el ver las cosas que lamían y mordisqueaban las extremidades y las caras de los resucitados, incluso mientras yacían aún temblando en sus tumbas. Eran de un blanco terrible, y sus cuerpos, a Reuben no le cabía la menor duda de ello, se moverían, de moverse, de una manera nauseabunda. Una criatura del extremo izquierdo tenía girada su… cara hacia el lector con tal expresión de hambre y triunfo que nada lograría borrar sus rasgos de la memoria de Reuben.