Reuben le había dado la llave la noche anterior. Abrió la puerta sin saber si él habría vuelto. El pasillo estaba a oscuras, pero al final veía la luz que brillaba por las rendijas de la puerta de la cocina.
Se sentía anestesiada por dentro, privada de sentimientos. Era como si algo oscuro y pesado la ahogara: anhelaba algo de dolor fresco, algún dolor que la desgarrara y le permitiera respirar de nuevo. Empujó la puerta suavemente. Se abrió. Los goznes estaban flojos.
Él estaba sentado en el suelo, sobre los azulejos fríos, con las piernas cruzadas entre los fragmentos mutilados de su familia y sus amigos, repasando aquel puzzle loco de sonrisas y caras, extremidades arrancadas y gestos rotos, buscando algo que pudiera reconocer. Le temblaban las manos. Lloraba en silencio.
Ella se detuvo en el umbral y lo miró, sin sentir ni mala conciencia ni satisfacción. Sus dedos se movían como alas de mariposas sin dibujo sobre pétalos oscuros, cepillando su pasado fragmentado con caricias pequeñísimas, suaves como el talco. Casi lloró de compasión por él.
Al fin él levantó los ojos y vio cómo ella lo miraba, sus rasgos difuminados por las lágrimas. Ella no dijo nada. Su confesión la había dejado muda y vacía.
—¿Por qué? —preguntó él, sabiendo que no había respuesta.
Ella le dio la espalda. La sangre le subía a raudales a la cabeza, destrozando el silencio. Ella, como él, también quería restaurar las cosas. Quería volver a oír sus propios pensamientos. Pero sólo oía la sangre que le borbotoneaba en el cerebro y voces que no reconocía, llamándola por su nombre desde muy lejos. Salió corriendo del apartamento, de vuelta a la noche.
Las calles vacías se extendían ante ella como alcantarillas, bastas y deshabitadas. No importaba hacia dónde fuera. Giró a la derecha y se puso a correr, ciega y sorda, intentando ahogar las voces que sonaban en su cabeza.
Ya había llegado a la esquina de Coney Island y Cortelyou cuando oyó los pasos de él que la seguían de cerca, martilleando la acera con los pies. A ella ya no le quedaba ni aliento ni voluntad; estaba exhausta y desgarrada, incapaz de tirar adelante. Su respiración avanzaba en bocanadas entrecortadas, un dolor agudo se clavaba en su costado. Se derrumbó contra el escaparate de George’s Restaurant, jadeando como una zorra atrapada. En el interior, la gente tomaba café y la mejor tarta de queso de Brooklyn. Banderas estadounidenses de colores encendidos estaban en la pared junto a fotos de hombres y mujeres jóvenes vestidos con distintos uniformes. El inagotable deseo del inmigrante de lograr la normalidad.
La alcanzó andando despacio. Las lágrimas de sus mejillas aún no estaban secas. Una mujer los miró al pasar, con curiosidad, pensando que eran amantes en plena pelea. Angelina tiritaba, jadeando, intentando respirar. El cabello le caía en los ojos abiertos, largo e iracundo. La mujer miró por un momento, y después siguió adelante, indiferente. Todo el mundo tenía sus problemas.
Él le tocó suavemente el hombro, pero ella se estremeció y se retiró, casi como si la hubiera abofeteado.
—¿Qué pasa, Angelina? ¿De qué tiene miedo? No le voy a hacer daño. Las fotos no tienen importancia. No estoy enfadado, créame. Me ha hecho daño, pero no estoy enfadado. Quiero comprender.
Ella no lo podía mirar a la cara, no soportaba verle los ojos. Todo este rato estaba tiritando. Él volvió a tocarla, y ella sintió que, dentro, algo cedía. Tiró la mano hacia atrás y de repente se encontró pegándolo, con fuerza contra la mejilla, una vez y otra, hasta que se encontró aporreándolo furiosamente con los puños cerrados, pegándole en cualquier parte y en todas a la vez; su cara, sus brazos, su pecho, su estómago. Y todo el tiempo él se mantuvo en silencio, como si la ira sólo dispusiera de las manos de ella para expresarse.
Apenas la podía controlar. Los brazos de ella iban como ruedas de molino, pegándole. Él no quería hacerle daño, ni que se hiciera daño ella, pero tenía que detenerla. De alguna manera, logró apoderarse de sus brazos, pero siguió sacudiéndose, tensa, convulsiva, como si estuviera presa de un ataque.
—¡Angelina, intente controlarse! —le gritó—. ¡Por favor, Angelina, pare! ¡Se va a hacer daño! ¡No tiene nada que temer! Quiero ayudarla, Angelina. ¡Pare, por favor!
Pero ella siguió jadeando, y escupiendo y sacudiendo los brazos, intentando liberarse.
Y entonces, tan de repente como había empezado, su pataleta terminó. Se quedó rígida, todo el cuerpo tremendamente tieso. Un momento más tarde la tensión desapareció y se apoyó en el escaparate, como si fuera a caer. Él suponía que ahora vendrían las lágrimas, y cuando no llegaron, empezó a pensar que quizá no la pudiera ayudar.
—No se preocupe —dijo ella—. Ya estoy bien. Perdone que le haya pegado. Perdone que rompiera sus fotos.
—No importa. Volvamos al apartamento.
Intentó rodearla con el brazo, pensando que quizá necesitaría que la consolaran, pero ella eludió su patos o gesto y siguió adelante sola. Él la siguió, lentamente, de vuelta, sin que ninguno de los dos hablara. El silencio que los rodeaba se podía tocar. La respiración de ella era aún espasmódica e irregular, pero la ira o el terror —no acababa de decidir cuál de los dos había sido— parecía haber pasado.
Llegados al apartamento, la instaló con un coñac y se preparó otro. Ella aún temblaba lo suficiente para que se apreciara a primera vista. Con el primer sorbo se estremeció. El zumbido que le sonaba en la cabeza había disminuido hasta ser un mero murmullo. Las voces eran susurros, afortunadamente lejanos. No las reconocía, pero ellas la conocían, sabían su nombre, y temía que si la llamaban con la suficiente insistencia acabaría por ir a reunirse con ellas.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó él, después de un rato. Angelina asintió. Estaban en el salón. Había quitado de en medio los peces. La pecera estaba en su rincón, oscura y vacía. Las algas del fondo ya habían empezado a pudrirse.
—¿Querría contarme qué es lo que ha pasado?
Sacudió la cabeza, y extendió la copa para que le pusiera más coñac. El sabor le recordaba su casa, sus últimos años en París. Su padre siempre había encargado a un amigo en Francia cajas de coñac Vielle Réserve de la Charente. Los invitados que iban a cenar siempre se fijaban en él, diciendo que nadie en todo Haití tenía un coñac tan bueno. Después de que los detuvieran, los Tontons habían ido a robar las últimas cajas del sótano. «Confiscarlo» habían dicho, pero era un robo. No habían dejado ni una, pero entonces ya no importaba. Nunca fue nadie más a cenar.
—Hoy fui a confesarme —dijo ella.
—¿De verdad? ¿Y de qué se confesó?
Vaciló.
—Eso es un secreto mío y de Dios.
—Y del cura.
Ella asintió.
—Sí. Del cura también. Pero él no le dirá nada. Los curas juran. Pensaba que lo sabría.
—Sí, lo sé. La mitad de los crímenes de esta ciudad se resolverían si esa norma se pudiera anular, aunque sólo fuera por un día. —Se detuvo—. No creía que fuera creyente.
—Puedo serlo cuando lo necesito.
—¿Y ahora lo necesita?
—Me parece que sí.
Ella cambió bruscamente de tema, hablándole del Vielle Réserve y después, sin querer, de su padre.
—¿Por qué detuvieron a su padre? —preguntó él.
Se encogió de hombros.
—¿Por qué detenían a la gente entonces? Los Tontons Macoutes mataban gente inocente sólo para asegurarse de que nadie se sintiera a salvo. Papá fue ministro bajo el presidente Vincent y bajo Lescot, allá por los años treinta y cuarenta. Ministro de educación en ambos gobiernos. Cuando Lescot fue derrocado en 1946, abandonó la política y se dedicó a su plantación de caucho cerca de Jérémie. Cuando Magloire llegó al poder, convenció a mi padre de que aceptara una cartera en su gobierno y cuando fue derrocado, mi padre volvió a la plantación. Eso era en 1956. Mi padre tenía sesenta años. Yo tenía siete.
»Al año siguiente, Duvalier ganó las elecciones, y poco después los Tontons ya estaban cazando miembros de la élite. Nuestra familia era de las primeras de la lista: los Hypolite-Béliard eran una de las familias más antiguas de la gens de couleur.
Sonrió sin convicción.
—Todos son de color en Haití, sabe. Nosotros hemos tenido la piel clara más tiempo que casi nadie, o sea que estamos en primera fila de la sociedad.
Se encogió de hombros. Una expresión sombría le atravesó la cara.
—Seis meses después de que Duvalier llegara al poder, unos hombres vinieron a nuestra plantación. Se llevaron a mi padre a Port-au-Prince. Nunca lo volví a ver.
Se quedó callada, mirando la pecera vacía, y el vaso vacío que tenía en la mano. Tras la muerte de su padre, su madre fue internada en un sanatorio en Suiza. No había ni diagnóstico, ni tratamiento. Llevaban a Angelina a verla una vez al año, pero su madre nunca la reconoció, nunca habló. En las largas noches suizas, cargadas con la promesa de nieve, veía por la ventana como vientos fríos se alzaban y caían sobre las laderas empinadas. En el interior, en una mesa junto a su cama, había una foto de un mar de coral, pálida, en un marco plateado.
A medida que Duvalier fue reafirmando su poder sobre el país, la élite empezó a hacer las maletas y a marcharse; algunos a Europa, otros a Estados Unidos. A los dieciséis años, Angelina fue enviada al colegio a París. Cuando las cosas se calmaron un poco unos años más tarde, su tía Classinia la hizo volver a la villa de la familia en Pétionville, en las montañas que dominan Port-au-Prince. Vivió allí con su tía y algunos criados, bebiendo los restos de buen vino, viendo el sol amoratado ponerse al otro lado de la bahía, cepillándose el largo cabello negro, mirándose la cara en un espejo de cristal francés traído hacía mucho a Haití de Nantes. Por la noche oía los tap-taps avanzando por las curvas de la carretera de Pétionville.
—Quería ser artista —dijo—. Pintora. Cuando estaba en París estudié un poco. Tenía un profesor en la calle Saint Sulpice. Dijo que tenía talento. De vuelta a Haití, pintaba todos los días; pero Rick dijo que perdía el tiempo, que nunca me convertiría en una artista seria allí. Dijo que tenía que ir a Nueva York, y que él me compraría un estudio.
—¿Lo hizo?
Ella negó con la cabeza.
—Tenía una habitación en mi apartamento que llamaba mi estudio, pero era demasiado pequeño y oscuro. Pinto un poco, pero sólo para mí. No ha habido exposiciones ni galerías.
—¿Ha guardado sus pinturas?
Ella lo miró con una cara extraña, como si entrara en un territorio prohibido.
—Hay algunas en Haití —dijo—. Las de Nueva York están en un almacén de Bensonhurst. Nadie las ve nunca. No sé por qué las guardo; sólo acumulan polvo y telarañas.
—¿Podría verlas?
—No le gustarían.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé —dijo ella—. Lo sé.
Richard Hammel la había encontrado allí en su primer viaje de investigación a Haití. Ella tenía veinticuatro años, él treinta y uno. La llevaba cada tarde a un picnic en Kenscoff y la mayor parte de las noches a cenar al Oloffson. Bailaban música disco en el Cercle Bellevue y merengue en el club sin nombre de la rué Poste Marchand. El dinero asignado a su proyecto de investigación casi se había acabado después del primer mes. De vez en cuando la acompañaba a un remoto houngfor en el valle de Artibonite, donde veía a hombres y mujeres convertirse en dioses y diosas. Durante dos meses ella relució. Por primera vez en su vida, tuvo la impresión de ser feliz.
Sin embargo, en el aire refinado de Pétionville los parientes que le quedaban en Haití murmuraban su desaprobación. Rick era americano, nada rico, y mucho peor, un hombre sin árbol genealógico. A su modo de ver no era ni digno de desprecio. Los Hypolite-Béliard vivían en un mundo de distinciones sutiles, un microcosmos determinado por finas variaciones de tono de piel —mulato, marabou, griffon, negro, blanco— y diferenciaciones aún más sutiles de gusto y educación. Se ponían polvo de arroz en la cara, tomaban absenta en el Pigalle y encargaban las últimas novelas de París. Ese matrimonio estaba prohibido.
Pese a todo Angelina se casó con él. Al día siguiente, su tía la desheredó públicamente. Rick se la llevó directamente a Nueva York, a su pequeño apartamento en Brooklyn. Más allá de sus ventanas mugrientas, no crecía nada. No había montañas, ni bosques, ni mares de coral. Durante algún tiempo fue feliz y tuvo la impresión de estar enamorada. El reloj sonaba, y su vestido de boda se iba deshilachando.
Después se fue quedando despierta por las noches, escuchando los ruidos que no existían. A veces caía en sueños intensísimos y soñaba con el vestido amarillo que había llevado de niña, cuando tenía siete años.
Angelina habló hasta que se hizo tarde. No tenía fotos para enseñar a Reuben, sólo recuerdos hechos jirones. Puestas de sol y espejos aparecieron por momentos, sus palabras no podían retenerlos, obligarlos a quedarse quietos. Se preguntaba qué estaría ocultando, y por qué.
Ya eran más de las doce cuando la llevó a su habitación. Ella apenas recordaba haber dormido allí la noche anterior. Cuando él empezó a cerrar la puerta, se volvió y le dijo:
—Por favor, Reuben, quédate esta noche. Me gustas. Di, por favor, que te quedarás.
Le suplicaba con la mirada. Puestas de sol y espejos. Sombras apagadas de una niña pequeña.
—Estás cansada —susurró él—. Estamos cansados los dos. Deja la luz encendida si tienes miedo. Yo estaré durmiendo aquí al lado.
—No es por eso —replicó—, no es por sentirme segura.
Él se detuvo y comprendió. Los ojos de ella habían cobrado vida.
—¿Para qué, si no? Apenas nos conocemos, Angelina. Se supone que no te tengo aquí. Si mis jefes se enteraran de que he dormido contigo… —Abrió las manos—. Por favor, Angelina, quizá si la situación fuera diferente…
Cerró los ojos y asintió. No lo quería ver. Las puestas de sol y los espejos la cegaban. No lo vio cerrar la puerta. No lo vio descansar la cabeza contra la puerta un momento antes de irse.